viernes, 23 de septiembre de 2011

Caballero de negro bajo la restallante luminosidad del mediodía en punto



Considerado una de las figuras científicas de mayor trascendencia no sólo en Cuba sino en América Latina, Don Fernando Ortiz no sería dado a la risa y solía vestir forrado en un traje negro, nada extraño en el frío de los nórdicos parajes europeos, pero un verdadero escándalo en el bochorno de los tropicales parajes isleños.

Armando de Armas/ martinoticias.com 23 de septiembre de 2011

"Los demonios ya no vienen “al limpio”, al mundo claro y visible, con sus clásicos cuernos, pezuñas y rabos, ni con silentes alas de murciélagos y penetrantes ojos de cucubá; ni ahora apestan a azufre y berrenchín. ¿Quizás porque los diablos han huido (...) después de las grandes depuraciones (...) que fueron realizadas por las varias revoluciones racionalistas habidas desde el siglo XVIII?"

Fernando Ortiz, nacido en julio de 1881 y muerto en abril de 1969, en La Habana, tenía poco que ver, como la mayoría de los más insignes isleños, con la cubanidad al uso, quiere decir que, gran paradoja, el hecho de formar el encabezamiento de la tribu no lo ata a la misma sino que lo separa o, más bien, encabeza la tribu porque ha tomado distancia; el liderazgo como consecuencia de la distancia, de la separación; la separación como sapiencia o como un requisito para la sapiencia.

Considerado una de las figuras científicas de mayor trascendencia no sólo en Cuba sino en América Latina, historiador, etnólogo, sociólogo, lingüista, musicógrafo, jurista y crítico, su aporte a la cultura cubana e iberoamericana constituye un legado fundamental para el patrimonio del continente, creando y desarrollando conceptos como la transculturación y los estudios afrocubanos, Don Ortiz no sería dado a la risa y solía vestir de negro, forrado en traje negro, nada extraño en el frío de los nórdicos parajes europeos, pero un verdadero escándalo en el bochorno de los tropicales parajes isleños; seriedad y sobriedad usados no como snobismo, manera de desmarcarse del entorno, sino que sería al revés, la seriedad y la sobriedad en el sabio serían la consecuencia de estar previamente desmarcado del entorno, no tendría el sabio un semblante serio y una vestimenta sobria, acá lo sobrio como lo oscuro, para denotar un alma distinta del común nacional, sino que tendría el sabio un semblante serio y una vestimenta sobria porque poseía un alma distinta del común nacional.

Y es que Don Fernando Ortiz, como ya dijimos de Lydia Cabrera y Lezama Lima, estaría empeñado no en hacer una obra literaria, al menos no una obra literaria al uso, sino en la construcción de una cosmogonía insular que dotase a los cubanos de un pasado más o menos grandioso con que sostener el pesado, pedestre presente, tanto quizá como habría sido el pasado, y si los pueblos de la herencia heleno-hebrea cuentan con su Biblia y, más cerca en el continente, los mayas cuentan con su Popol Vuh, Lydia Cabrera escribía El Monte, Lezama Lima Paradiso y Ortiz Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar; trinidad de textos que, vistos en su conjunto y en el devenir del tiempo, pudiesen tal vez llegar a constituirse en el libro sagrado de los cubanos; dotar así a los azorados isleños de un arma mística con el poder de exorcizar no ya a los demonios, que necesarios son, sino a los demonios de la elementalidad que ahora mismo los caracteriza.

Toda la infancia y primera juventud del sabio transcurrió en Menorca, Islas Baleares, y cursó estudios de Derecho Civil y Derecho Público en las Universidades de Barcelona, Madrid y La Habana. Durante algún tiempo residió en París y en Italia, donde sus estudios sobre criminología le hacen entablar amistad nada menos que con César Lombroso y Enrico Ferri.

Además Ortiz se desempeñó como profesor durante nueve años en la Universidad de La Habana, estuvo entre los iniciadores de la Universidad Popular y perteneció a la prestigiosa Sociedad Económica de Amigos del País (fundada en La Habana a fines del siglo XVIII, entre otros, por Don Francisco de Arango y Parreño, la mente más brillante de Cuba, al decir de Don Manuel Moreno Fraginals), de la que fue su presidente desde 1923 hasta 1932, e integró la Cámara de Representantes de Cuba desde 1917 hasta 1927; elaborando en 1926 el Proyecto de Código Criminal Cubano que contenía un programa de reformas legislativas y administrativas muy avanzado para la época.

El sabio figuró por otro lado en el Grupo Minorista, influyente en la cultura y la política cubanas en la década del 30, y se relacionó estrechamente con intelectuales y artistas como Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Nicolás Guillén, Wifredo Lam, Alejo Carpentier, Rita Montaner, María Zambrano y Fernando de los Ríos.

En otro orden, Ortiz fundó y editó las publicaciones Revista de Administración Teórica y Práctica del Estado, la Provincia y el Municipio, 1912, Archivos del Folklore, 1924, Surco, 1930, y Ultra, 1936, y, por si fuera poco, creó la Sociedad del Folklore Cubano, 1923, el Instituto Panamericano de Geografía, 1928, Sociedad de Estudios Afrocubanos, 1937, el Instituto Internacional de Estudios Afroamericanos, 1943, y la Institución Hispanocubana de Cultura, 1926.

La vida y obra de Ortiz estuvieron dedicadas al descubrimiento de lo cubano, así como al rescate y revalorización de la presencia africana en la cultura isleña; en indagar y profundizar en los procesos de transculturación y formación histórica de la nacionalidad cubana.

Su extensísima obra abarca unos cien títulos, entre ellos: Los negros brujos, 1906, Entre cubanos, 1913, La identificación dactiloscópica, 1913, Los negros esclavos, 1916, La fiesta afrocubana del Día de Reyes, 1920, Los cabildos afrocubanos, 1921, Historia de la arqueología indocubana, 1922, Un catauro de cubanismos, 1923, Glosario de afronegrismos, 1924, Proyecto de Código Criminal Cubano, 1926, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, 1940, Los factores humanos de la cubanidad, 1949, Martí y las razas, 1942, El engaño de las razas, 1946, El huracán, su mitología y sus símbolos, 1947, La africanía de la música folklórica de Cuba, 1950, Wifredo Lam y su obra vista a través de significados críticos, 1950, Los bailes y el teatro de los negros en el folklore cubano, 1951, Los instrumentos de la música afrocubana, 1952, e Historia de une pelea cubana contra los demonios, 1959.

Así, Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar es un extenso ensayo donde el sabio realiza un análisis del cambio cultural en Cuba a raíz de la explotación de dos productos cubanos emblemáticos, el tabaco y el azúcar, y lleva a cabo un estudio comparativo entre ambos elementos que, más que meros rubros comerciales, han devenido pivotes del entramado de lo nacional, y han entrado en la vida diaria de la gente no ya en la isla sino en todo el mundo.

Ortiz viene a proponer en esta obra monumental el concepto de transculturación que será de gran importancia dentro del campo de los estudios culturales latinoamericanos, una nueva noción que puede entenderse como responsable de una serie de cambios paradigmáticos en el estudio de la raza, la nación y el intercambio de productos al sur del Río Bravo. El mismo Don Fernando ha dicho de los dos elementos que, en contrapunto, constituyen el tema de su extenso ensayo: “son los personajes más importantes de la historia de Cuba. Azúcar y tabaco son productos vegetales del mismo país y del mismo clima; pero su distinción biológica es tal que provoca radicales diferencias económicas en cuanto al suelo requerido, a los procesos de cultivo, a los del aprovechamiento fabril y a los de la distribución comercial. Y las sorprendentes diferencias entre ambas producciones se reflejan en la historia del pueblo cubano desde su misma formación étnica hasta su contextura social, sus peripecias políticas y sus relaciones internacionales”.

Ortiz presenta al tabaco como un regalo del Nuevo Mundo a la civilización, luego, lógicamente, como autóctono de la isla, mientras que a la caña de azúcar la presenta como importada, luego como ente invasivo y, asimismo, explica todos los tipos de contrastes que aprecia entre ambos productos, basado en sus características biológicas, sus orígenes, su cultivo y modo de producción, su fuerza de trabajo, su utilización, la consideración que reciben, y los detalles que les atañen. De ese modo, el tabaco y el azúcar son entendidos más como ingredientes culturales que como simples productos; ingredientes que, al igual que la identidad nacional, el autor ve como una serie de mitos en continua construcción, es decir, vivos, más que como realidades estáticas, es decir, muertas. Por ello, no sería arriesgado considerar estas dos plantas como las raíces metafóricas y estructurales de la historia y la identidad insulares. Luego, el tabaco y el azúcar determinados no ya como meros personajes literarios, sino como deidades enfrascadas en el laboreo de lo cosmogónico nacional.

Y si la caña de azúcar y el tabaco serían todo contraste en su naturaleza biológica, en su historia económica, industrial y comercial, social y cultural, no serían realmente contrarios o enemigos, sino que tienen historias paralelas y contrapuestas, no mezcladas, por lo que de ese modo la antítesis recorre todo el texto: el azúcar es la hembra que se hace prostituta, el tabaco es el macho que, sin embargo, se feminiza, así, si uno es blanco, otro es negro, si uno malo, otro bueno, si uno extranjero, el otro cubano, si uno masa, el otro individuo; si uno mayoría, el otro minoría; si uno esclavo, el otro libre.

Ortiz, cual demiurgo hacedor de mundos, nos otorga en su texto el transcurrir de un tiempo preñado de alaridos, de asombrados ojos abiertos ante el descubrimiento, y aparición, de lo inconmensurable, arrastrar de cadenas y grilletes, tráfago de salazones, emboscadas por entre canalizos de horror, abordajes bajo el pendón de las tibias y la calavera, además de los pendones de Inglaterra, Francia y Holanda; tráfago de alijos de armas y toneles de alcohol, de bocoyes de azúcar y tercios de tabaco, la mejor azúcar y el mejor tabaco, dulce y amargo, empalagosa tiranía e individualidad libertaria, chatez y orden y regimentación de factoría en los ingenios, espíritu que se eleva y expande y diluye en la vega. El tabaco como depositario del espíritu individualista en el sitiero. El azúcar como depositaria del espíritu gregario en el obrero. El tabaco y el azúcar como los pares de opuestos que conforman el todo insular, el uno que tiende a la escogencia, la otra que tiende a la esclavitud, el uno que alardea de su sensualidad, la otra que alardea de su frigidez, el uno a la antigua, la otra a la moderna; fálicos ambos, fieros en sus feraces territorios los dos, felices, dadores de felicidad cada uno a su manera, prósperos, dadores de prosperidad, jauja nacional, desde sus respectivas diferencias.

Respecto a sus personajes-productos, el autor asegura: “ya el azúcar como el tabaco están enredados por igual en la misma trama de tratados, monopolios, reciprocidades, aranceles, cuotas, restricciones agrarias, estabilizaciones, cartels, trusts y demás artimañas legislativas con que desde ha muchos años se fue ahogando por estos mundos el liberalismo sustituido por una impositiva intervención directa del Estado en la vida económica nacional, establecida a manera de socialismo cojo y bizco, a medias y unilateral, sin propósito equitativo ni provecho popular”. Y eso, claro, que el sabio, por suerte, no vivió para ver con sus propios ojos los estragos destructivos del verdadero socialismo en la industria de sus respectivos personajes-productos en la isla, sobre todo, en la industria de su personaje-producto menos querido, el azúcar, de manera que la dicha industria ha sido desmantelada por los ingenieros sociales que pretendiendo crear una nuevo modo de producción, han venido a crear un peladero no sólo económico sino moral. Por cierto que Don Fernando, de índole conservadora, pero dotado de un pensamiento liberal clásico, supo adaptarse, quizá por conveniencia, a las circunstancias del marxismo al mando de la isla, la isla como cuartel, de manera que no sólo no entró en contradicción con el nuevo orden, desorden más bien, sino que se le usó, y se dejó usar, como parte de la avanzada cultural castrista.

No obstante, debemos decir, que la gran obra de Fernando Ortiz es anterior al advenimiento de la dictadura en 1959, obra incontaminada, ideológicamente incontaminada, por lo que su prestigio intelectual no sería dañado por la dicha dictadura; sería dañado, quizás, su prestigio personal al prestarse al apoyo, más o menos declarado, más o menos tácito, del régimen que terminó por liquidar, o al menos deslucir, a sus amados y contrapuestos personajes-productos. Lo que no había logrado, como el sabio temía, el capitalismo centralizado lo ha logrado el socialismo centralizado, no se sabe si con el temor del sabio, pero seguro sí con su silencio.

Por suerte, nada es en blanco y negro, y resulta que en un escritor del calibre de Ortiz cuenta más la obra que la vida o, mejor, más la obra que los malabares que hizo en vida, que hizo para sostener la vida. En prólogo a su Historia de una pelea cubana contra los demonios el autor asegura: “Hogaño los diablos, si es que aún se presentan a la vista, deben de seguir saliendo disfrazados, como muchas veces hicieron, hasta de santimoniosos y falsos sermoneros, como propagandistas (...) de toda suerte de añagazas, para echarle una y otra vez la zancadilla a los crédulos más o menos ingenuos o pecadorizos y precipitarlos en las ardientes calderas del averno. Los demonios ya no vienen “al limpio”, al mundo claro y visible, con sus clásicos cuernos, pezuñas y rabos, ni con silentes alas de murciélagos y penetrantes ojos de cucubá; ni ahora apestan a azufre y berrenchín. ¿Quizás porque los diablos han huido (...) después de las grandes depuraciones (...) que fueron realizadas por las varias revoluciones racionalistas habidas desde el siglo XVIII? ¿O porque la humanidad, a fuerza de estar endemoniada, se ha vuelto muy lista por sus muchas experiencias y ya no se deja engañar por los reviejos trucos y desplantes, sino con artimañas nuevas y más sutiles? Cada época, como cada país, tiene su trasmundo, su metafísica”.

Quizás Ortiz se esté refiriendo a un nuevo tipo de demonio entronizado en el poder luego de las revoluciones racionalistas, como la de Fidel Castro, desencadenadas desde el denominado Siglo de las Luces, un tipo de demonio despojado de todo misterio, sin ninguno de los encantos de los demonios antiguos y, sin embargo, dotado con todos sus desmanes, acometidos de manera fría y eficiente, desmanes multiplicados entonces, en fin, demonios artillados con toda suerte de añagazas, para echarle una y otra vez la zancadilla a los crédulos más o menos ingenuos o pecadorizos y precipitarlos en las ardientes calderas del averno. Los demonios ya no vienen “al limpio”, al mundo claro y visible, con sus clásicos cuernos, pezuñas y rabos, ni con silentes alas de murciélagos y penetrantes ojos de cucubá, nada de eso, son demonios propagandistas, como les llama, que en nombre del iluminismo cientificista arremeten fieramente contra el dogma eclesial, no para sustituirlo por el libre albedrío de los pobres mortales, sino para instaurar un dogma no sólo inmensamente más férreo que el anterior, sino más simple y aséptico; tan simple y aséptico como un disparo en la nuca al son de la Internacional.

No estaremos a punto de saber si ciertamente había acá una velada crítica al nuevo orden establecido en la isla, pero lo que si estamos a punto de saber es que Historia de une pelea cubana contra los demonios, junto a Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar y la mencionada obra de Lezama Lima y Lidia Cabrera, con su trama de demonios que allá en el declive del siglo XVII estuvieron empeñados en la intríngulis de la fundación de las villas de San Juan de los Remedios y de Santa Clara, viene ciertamente a engrandecer no sólo al acerbo cultural de lo cubano, sino al hipotético texto cosmogónico que dotaría al ser nacional isleño de unas sinuosidades, claroscuros y profundidades que lo alejarían prudencialmente de esos páramos de lo rectilíneo y uniforme, de lo pedestre y predecible que ahora mismo nos consume en el bochorno de la restallante luminosidad del mediodía en punto; tanta luz que ya nos ciega.

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