jueves, 29 de abril de 2010

El Inca Valero y su esposa


Abril 29, 2010
I.

Antes, hace años, me gustaba el boxeo. Lo seguía por televisión y hasta podría decirse que era un tipo medianamente entendido en el llamado deporte de las narices chatas. Como cualquiera, sentía particular atracción por la refriega entre los grandotes, casi siempre norteamericanos y europeos, casi nunca, travesuras de la biología humana, nacidos por estos lados, sólo recuerdo, como excepción, a Ringo Bonavena, un argentino que parecía toro, por lo fuerte y por lo torpe. Admiré, desde luego, a Muhammad Alí (me conmovieron dos libros que escribió Norman Mailer sobre su vida y sus combates) y también seguí de cerca a Sugar Leonard, a Alexis Arguello, al mexicano Púas Olivares y, entre los nuestros, a Antonio Gómez y a Leonel Hernández, a este último no sé muy bien por qué, pues siempre pareció que sí y al final resultó que no.

II.

El boxeo me atrajo mientras lo vi por televisión. Un día, invitado por un amigo, fui al Nuevo Circo, con entrada a ring side. Sentado al ladito del cuadrilátero, me topé con un deporte feroz, casi metáfora del canibalismo, que la pantalla me había hecho tragable a través de una versión dulzona que le disimulaba ­como se sabe, la realidad mediática hace trampas­ los trazos de crueldad y lo exhibía como un deporte casi tan pacífico como el golf. Allí, digo, cerquita de los boxeadores, hasta poder sentirles la respiración a partir del tercer asalto y escuchar sus quejidos, mirarles el temor en la cara hinchada y amoratada por los puñetazos, sentir el ruido de los golpes, notar la sangre que manaba de la cortadura encima de las cejas, oír las instrucciones gritadas por el entrenador y los alaridos sádicos del público, allí vi, así, pues, un episodio bárbaro que se me hizo moral y anímicamente inaceptable.

III.

A partir de entonces, nunca más volví a ver una pelea. El boxeo, un acto de brutalidad socialmente aceptado, puesto en escena gracias a un negocio sórdido, con ribetes mafiosos, organizado para explotar al peleador, manteniendo, eso sí, el disfraz de unas reglas que lo “humanizaban”, me pareció, así mismo, injusto y absurdo desde el punto de vista político. Resultaba duro de entender, así, pues, que la sociedad se lo ofreciera a alguien como opción para tener una vida mejor, asumiendo que el trabajo de darse carajazos con un prójimo es sólo para los pobres, los únicos que, como le oí decir a un empresario deportivo, están dispuestos a soportar ese calvario como precio para cambiar su existencia.

IV.

El Inca Valero, nuestro último campeón mundial, no inventó la tragedia de los boxeadores.

Sólo la exageró en cada paso que dio hasta hace pocos días, cuando decidió (¿dije decidió?) suicidarse. Mientras tanto, Jennifer, su esposa, venía cumpliendo su libreto, el que todavía les toca a muchas mujeres, a pesar de nuestras leyes, perfectas hasta en el detalle de las comas bien puestas. Lo cumplía con lamentable precisión de cronómetro suizo, abandonó la escuela apenas finalizó la primaria, se casó a los 14 años de edad, tuvo su primer hijo al ratico de conocer a su pareja y se convirtió en madre adolescente, como otras miles de muchachas venezolanas, según rezan cifras que causan espanto. Lo cumplía, en fin, soportando callada y sin chistar la violencia de su marido, hasta que éste la mató mientras dormía en un hotel, sin que supiera ella que la mataban y sin que las autoridades competentes tampoco se dieran cuenta de que era casi lógico que al final la mataran.

V.

En este país épico que venimos siendo desde hace un tiempo, el de las grandes batallas, no apareció, entonces, sino apenas como aguaje, la institucionalidad encargada de cuidar al Inca Valero de sí mismo y de proteger a los otros de sus desmanes fuera del cuadrilátero. En un inmenso tejido de situaciones, esta tragedia no ha hecho sino constatar (favor no olvidar las estadísticas anuales que recogen el menú de la violencia venezolana en sus diversas manifestaciones), que la nuestra es una sociedad de numerosas leyes y pocos escrúpulos. Una sociedad muy dada a fabricar normas a modo de simulacro, buenas para darle una apariencia de refinada ciudadanía a una realidad que a ratos ya empieza a repicar como anomia y a amenazar como deslave colectivo.

iavalosg@cantv.net

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