miércoles, 27 de febrero de 2013


La Feria del Jamón.
Por Aimée Cabrera.
La XXII Feria Internacional del Libro que culminó el domingo 24 de febrero, en su sede de la fortaleza de la Cabaña tuvo a cientos de trabajadores que poco hicieron por divulgar y explicar en qué consistía la literatura que se vendió en los diferentes stands, más bien permanecieron en grupos, inmersos en conversaciones de tipo personal.
La razón fue muy evidente: la mayoría del público no pudo comprar libros de todo tipo que costaban en la moneda convertible, o eran demasiado caros, como sucedió con libros infantiles, que más bien parecían folletos y, cuando los padres debían adquirir más de uno, lo pensaban antes de hacer el pedido.
También se observaron ofertas de literatura infantil como la de dos libritos por un CUC, otros un poco más grandes dentro de una bolsa de nailon con cualquier baratija dentro cuyos precios oscilaron entre $1.50 y $3.00. Una señora miró a su pequeño acompañante y le sugirió contara sus monedas para ayudarle con la bolsa que contenía un libro con ilustraciones de dinosaurios junto a otro de plástico en miniatura, que le cortaron la respiración al infante, y ¡a quién no!
De todas maneras, fue poca la explicación que motivara a ese visitante que contó cada moneda y billete que iba a invertir. No se supo qué sucedió, por ejemplo, con las novelas de escritores de gran demanda como las de Leonardo Padura, las cuales nunca estuvieron en existencia; sin discriminar otros géneros y títulos interesantes, que solo aparecieron el día de su presentación y venta única. Esto no significó que no se vieran personas cargadas de libros, porque algunos tenían el dinero para darse el gusto, y otros para después revenderlos, o los adquirieron por disímiles razones.
“Me gasté unos 70 pesos en libros de colorear y otras revistas infantiles porque mi nieto cumple años y me sirven para entregar a los niños que vayan. Tengo otros de los de a dos por un dólar que son para los que ganen la rifa. No es fácil hacer una fiesta ahora”- comentaba una señora que subió al ómnibus que la dejaría en el Parque Central con sendas bolsas pesadas.
Una pareja se miró alarmada ante la perreta que dio su niña bastante crecidita que no concibió que sus padres la llevaran a una Feria, ilusionada, y no pudiera escoger los libros de su agrado. Otros entraban y salían de los pabellones, manoseaban los libros, preguntaban y no se llevaban nada.
Como ya es habitual donde se vendieron ediciones mexicanas que en su mayoría eran revistas y libros didácticos de gran aceptación para los que pudieron pagar los exagerados precios, un rústico guardabolsos daba la bienvenida a los valientes que osaron llegar a la parte de atrás sin ser pisoteados.
No faltaron las salas vacías donde los cuidadores estaban a punto de echar un sueño por la poca entrada de visitantes. En su mayoría estaban relacionadas con literatura de temas políticos, y la mayoría de los lectores prefirieron ni averiguar los títulos.
Llamaba la atención que hubiera quien hojeara y separara varios libros de temas como la astrología, el tarot, la quiromancia o cómo ser un buen líder. Tópicos prohibidos en bibliotecas y librerías oficiales. Es de suponer que, en la edición que a alguien se le ocurra vender revistas Vanidades, Hola o Cosmopolitan, habrá muertos y heridos.
La obsesión por comer, una de las ansiedades del cubano medio, se hizo latente como cada año. Mucho antes de llegar a la entrada de la Feria en sí, estaba un complejo de venta de alimentos variados, La fila de personas asombraba, mucho más que los mismos tomaran el ómnibus frente al cine Payret en el Prado habanero, se bajaran y caminaran muy rápido para asegurar su lugar en la interminable cola, guiada por un trabajador del sector gastronómico, antes de ir a comprar un libro.
Otros se sentaban en los muros que bordean la fortaleza y abrían bolsos y mochilas para comer y beber lo que traían de sus casas. Aunque los que no llegaban preparados tuvieron la opción que pregonaban las chicas sentadas al lado de grandes cestas de mimbre y gritaban “pan con jamón” para asegurar la venta, sobre todo de los adolescentes o de los de menos edad que, con sus uniformes y acompañados de padres y maestros saciaron el hambre y “bajaron el pan” con el agua hervida que gran parte de los habitantes de la capital acostumbra a llevar consigo, por temor a contraer enfermedades digestivas o por no poder pagar jugos, maltas y refrescos en la moneda CUC.
No se puede dejar de mencionar, otra de las diversiones inexplicables de la Feria del Libro que fueron los caballitos conocidos como ponis los cuales estaban custodiados por sus dueños y ningún chico o chica se atrevía a montar. También había vendedores de bisutería que hacían ofertas de lo invendible. Muchas mujeres las tocaban pero pocas se decidían a llevárselas.
A un extremo de la Feria, la amplia carretera, con las caravanas de ómnibus parados, los mismos que pasaban el Túnel de la Habana y dejaban cada vez más lejos a los que tenían que atravesar la yerba, sin desanimarse; esos que vuelven cada año a la Cabaña.
Del otro extremo de la Feria, las jóvenes que vociferaron sin parar “pan con jamón”, y algunas personas entre ellos niños y adolescentes que lograron aislarse de tanto absurdo y sintieron el atractivo de abrir su codiciado libro y leerlo bajo un sol de verano, en pleno febrero.

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