Una mirada al Año Virgiliano que quedó atrás
El caso no es que Virgilio no alcanzó a ver en vida ningún tipo de rehabilitación, sino que el mismo régimen que lo condenó sin dar la cara jamás sigue en el poder todavía. Un régimen que se puede dar el lujo de organizar celebraciones o de prohibirlas. Y no es solo que los muertos ya no opinan. Es que hay muertos que siguen siendo incómodos porque, de algún modo, siguen “opinando”. De manera que no podemos esperar este año ninguna gran celebración por los setenta años del nacimiento de Reinaldo Arenas, ni en 2015 se celebrarán diez años de la muerte de Guillermo Cabrera Infante, por la sencilla razón de que se declararon enemigos acérrimos de Fidel Castro y lo culparon del desastre cubano. Claro que Virgilio Piñera merece honores. El problema es que resultan vergonzosas las celebraciones organizadas por un gobierno a sus víctimas, que además son celebraciones muy selectivas.
El caso clásico es José Martí, el mayor demócrata de nuestra historia, el Apóstol no solo de la independencia de nuestro país, sino de la misma República de Cuba, el Apóstol de la democracia cubana, del pluripartidismo, de la convivencia de opiniones diversas, de la total libertad de Cuba. Este año se festeja el ciento sesenta aniversario de su nacimiento, se explota su imagen, se abusa de algunas de sus ideas sacadas de contexto, se hace un recordatorio puramente político, eludiendo o torciendo sus nociones más lúcidas, negando el significado real que quiso darle Martí a frases como “con todos y para el bien de todos”.
Concluyó, en fin, el “jubileo virgiliano” y resulta simpático hablar de “jubileo”, palabra que proviene de una expresión hebrea (“año del ciervo”) y que luego se convirtió en sinónimo de indulgencia, dispensa, perdón, concesión, y también de conmemoración, celebración, solemnidad. Todo eso ha sido el “jubileo virgiliano”: celebración, conmemoración, así como indulgencia y concesión. El escritor condenado en vida ha sido finalmente perdonado por completo a treinta y cuatro años de su muerte.
En la novela del colombiano Juan Gabriel Vásquez se lee, en torno a los festejos por el centenario de la muerte del poeta José Asunción Silva: “A la clase dirigente de nuestro país, farsante y embustera, siempre le ha gustado apropiarse de la cultura. Y así va a pasar con Silva: se van a apropiar de su memoria. Y sus lectores de verdad pasarán todo el año preguntándose por qué carajo no lo dejarán en paz”.
No cabe duda de que Virgilio Piñera merece todo homenaje que se le rinda, pero también es cierto que todas las celebraciones del pasado año fueron utilizadas por el gobierno para mejorar su propia imagen, para no confesar su responsabilidad en lo que hizo con la vida de él y la de tantos otros. “Ningún Estado tiene derecho a administrar o manipular su posteridad”, escribe el escritor y ensayista Jorge Luis Arcos sobre este tema, “cuando le negó en vida justamente lo más preciado: la comunicación directa con su público”.
Y a pesar de esa vida pública negada, resulta conmovedor que Piñera —que se resistía a que lo vieran como “maestro”— hubiera durante su existencia impresionado e influido tanto en escritores más jóvenes que vieron en él la práctica de una especie de “sacerdocio”, inclaudicable incluso en los años más negros de su vejez. Abilio Estévez habla de su “propensión natural a convertirlo todo en maravilla, en fábula, en mito”, y asegura convencidamente: “Nunca he conocido a nadie que viviera, como él, en la literatura. A su lado, todo se convertía en literatura, todo alcanzaba una dimensión diferente”.
Tras su muerte, el silencio sobre su obra continuó, pero desde finales de los ochenta y durante los noventa varios escritores —Arrufat, Estévez, Antonio José Ponte, Rolando Sánchez Mejías, Víctor Fowler, entre otros—, comenzaron a presionar a favor de su rescate con estudios sobre su obra y, como dice Rafael Rojas, reaccionaron “críticamente a la reivindicación oficial de Orígenes, bajo los criterios estéticos e ideológicos de Cintio Vitier, figura que ocupó, en aquella década, un lugar central en el aparato de legitimación del socialismo cubano”. No obstante, el ensayista Rojas insiste en que “por medio de Arrufat, un legado como el de Virgilio Piñera —de difícil asimilación en una cultura machista, católica y marxista como la cubana, por sus acentos vanguardistas, laicos y heterodoxos— se erige en tradición”.
El otro libro a que me refiero es Virgilio Piñera en persona, de Carlos Espinosa, aparecido originalmente en 2003. Aquí leemos testimonios de primera mano e importancia excepcional, ya que muchos fueron recogidos hace muchos años, cuando aún vivían algunas de las personas que más y mejor conocieron a Virgilio, que fueron parte de su familia o de sus amistades. Incluso se recogen fragmentos autobiográficos inéditos. En este libro sí podemos atestiguar más de cerca —en voz de otras personas o del mismo escritor— cómo fueron sus últimos años, cómo se sintió, de que manera vivía, en qué pensaba. La entrañable relación con su hermana se muestra desde la más temprana juventud y las declaraciones de ella tienen un valor incalculable, así como también lo que Virgilio le escribía. “Para mí la vida no es mejorar o empeorar… Es solamente pasar, ser, existir, comprendiendo nada del mundo porque creo que la vida no tenga nada que haya que comprender, ni que tenga un sentido directo. No hay una vida mejor que otra; lo que hay es un baño mejor que otro, una comida mejor que la otra”, le dice en una ocasión. En otra: “Puedes tener la seguridad que si fracaso de ahora en adelante será por otras causas menos por no haber sabido moverme a tiempo”. O en esta: “Hasta ahora he escrito con la soberbia y espero ese día glorioso y amargo en que escribiré con la humildad. En ese día sabré de sobra mi destino más verdadero”. Antón Arrufat recuerda cómo se lamentaba en sus últimos años: “No me han dejado ni un huequito para respirar”. Según Abilio Estévez, “su frase para saludar era: ¿Y de mi Cuba qué?” Yoni Ibáñez narra en su testimonio cómo a Piñera las autoridades “le dijeron que su influencia era perniciosa para los jóvenes y que, por lo tanto, le prohibían tener contacto con estos. Para él fue un golpe del cual nunca se pudo recuperar, y hasta su muerte vivió en un permanente estado de terror”.
En Vidas para leerlas, Cabrera Infante rememora el encuentro que tuvo en París con Virgilio y cómo Carlos Franqui le pidió al friolento hombrecito que no volviera a Cuba usando cualquier excusa. Sus amigos en Europa lo ayudarían. “En todo caso el invierno en Europa sería amable comparado con el infierno que se organizaba en Cuba. Franqui sabía que se preparaba en La Habana una persecución contra los homosexuales tan minuciosa que convertiría la Noche de las Tres Pes en un accidente chabacano”, escribe Cabrera Infante, y relata que Virgilio se echó a llorar insistiendo “en que quería regresar pasara lo que pasara, que él podía soportar el encierro, la cárcel, el campo de concentración, pero no la lejanía de La Habana”. Y ya sabemos lo que comenzó a ocurrir en su vida poco después de su regreso a la ciudad que lo hechizaba hasta tal punto.
En definitiva, eso hubiera divertido, tal vez, a Virgilio Piñera, gustador de la polémica y el absurdo y defensor, como asevera Jorge Luis Arcos, de “una suerte de poética de la invención incesante”. No obstante, el otro incluido en la foto trucada, Fidel Castro, si pudiera mirar algún día la realidad futura de este país, no hallaría ningún motivo de diversión porque, pese a todo lo que quiso hacer creer que creía —y como siempre había leído en los libros de historia—, tendría que presenciar cómo pasan los Estados y los Imperios, incluso los más poderosos y ávidos de duración, pero no pasan, en palabras de Arcos, “el testimonio de una persona, no la palabra, no el ansia de libertad ni la fe en la imaginación de un escritor”.
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