Frente a la debilidad de los obispos y las posiciones cada vez más vergonzosas del cardenal Ortega, el Vaticano está en la obligación de mostrar su compromiso con Cuba.
El Vaticano ha confirmado que el papa Francisco visitará Cuba en septiembre, antes de aterrizar en EEUU. Será la tercera visita papal a la Isla en menos de 20 años, después del histórico viaje de Juan Pablo II, en 1998, y el de Benedicto XVI en 2012.
Francisco ha sido un importante eslabón en el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Cuba y EEUU. Probablemente, cuando él arribe a La Habana la bandera estadounidense ondeará ya frente al Malecón, y las relaciones entre ambos países, aunque difíciles, andarán encaminadas. La agenda papal no debe reducirse, por tanto, al conflicto más o menos resuelto entre La Habana y Washington, sino ir más allá.
Tal como Juan Pablo II reclamara en 1998, el mundo se ha abierto a Cuba. El régimen, sin embargo, administra cautelosamente su apertura al mundo y garantiza que el país permanezca cerrado para sus ciudadanos. Si Francisco desea de veras ser de ayuda, no debe eludir esta cuestión fundamental: la falta de democracia en la Isla.
Para empezar, sería deseable que el Vaticano y la Conferencia Episcopal exijan pleno respeto hacia la oposición católica, reprimida cada domingo en sus intentos de asistir a misa. Asimismo, tendrían que velar para que no se repitan las detenciones y los actos violentos ocurridos durante la visita de Benedicto XVI.
Frente a la debilidad de los obispos y las posiciones cada vez más vergonzosas del cardenal Jaime Ortega, el Vaticano está en la obligación de mostrar el compromiso que ha asumido con Cuba. Francisco aceptó mediar en este caso y deberá hacerlo con todas sus consecuencias.
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