Después de estar siete años sola, decidió buscarse un enamorado. ¿Extranjero o cubano?
LA HABANA, Cuba.- Después de estar siete años sola —y ante el desinterés de los cubanos por tener una relación estable—, Laritza decidió buscarse un enamorado extranjero. Para lograr su objetivo pensó que una de sus fortalezas era precisamente ser cubana. Es conocida la fama de la belleza de nuestras mujeres, sin desdorar a las colombianas o brasileñas, por sólo citar dos ejemplos, símbolos todas de latinidad, fuego y pasión.
Pero primero debía encajar en todos los estándares de belleza de los extranjeros, tanto europeos como estadounidenses, para tener más posibilidades.
Lo primero que hizo fue tratar de ponerse en su peso ideal. Ya estaba harta de ser durante años la víctima de tan mala alimentación, donde dos de sus tres comidas se basaban en el pan, a veces sustituidas por pizzas —que para el caso es lo mismo—; de no comer a derechas frutas ni vegetales, por su escasez y altos precios, y de usar tanta azúcar como método para calmar el hambre.
También decidió hacer ejercicios como las extranjeras, sólo que no contaba con bicicleta fija, ni estera, ni siquiera espacio donde hacer aeróbicos. Tampoco hasta ahora había tenido tiempo de ir a un gimnasio, pues tenía que dedicar largos períodos a las colas y a transportarse en ómnibus. Era ya el momento de cambiar y dejar tantas excusas.
No quiso alcanzar su peso ideal, porque estimó que a los hombres les gusta la “sustancia”. Prefería evitar las arrugas, pues para solucionarlas se le hacía difícil recurrir a un buen cirujano, como sí hacen muchas colombianas y brasileñas. En este último país, según se dice, el porcentaje de personas que acude al salón de operaciones en busca de implantes o cirugías de embellecimiento es mayor que en Estados Unidos. Se depilan sus partes íntimas con diferentes técnicas. Laritza, solo de pensarlo, se moría de la pena de que la vieran desnuda.
Tantos años sin cremas para la piel la hacían verse levemente mayor que la edad que en realidad tenía. En su adolescencia no usó protector solar, y ahora no contaba con posibilidades de aplicarse tratamientos hidratantes, antienvejecimiento ni antiarrugas. Con su salario de veinte dólares mensuales no le era posible darse esos lujos.
Como admiraba las telenovelas mexicanas, quiso imitar a las protagonistas en su estilo de maquillaje, pero pronto pudo apreciar que en La Habana a las doce del día, metida en un ómnibus o caminando largas distancias con una temperatura de hasta 35 grados, no era práctico andar con una máscara ni con un peinado moldeado y endurecido con laca.
Tampoco era conveniente usar tacones altos, pues para caminar entre los baches detrás de los víveres y de las oportunidades que a veces se presentaban en las tiendas —las cuales, para colmo, ni siquiera le quedaban cerca—, debía usar sandalias sin tacones. Las bellas carteras también las sustituía por cómodas bolsas que pudieran cargar “de todo” lo que iba encontrando en sus viajes mientras iba o venía de su trabajo.
En definitiva, comprendió que, para la mujer cubana, este asunto de lucir “bella” es una tarea casi imposible. Por ello llegó a la conclusión de que los extranjeros son feos y desagradables. Le resultaría mejor tratar de volver con el padre de sus hijos, que se ha puesto viejo, calvo, feo, gruñón y tacaño, pero al final es quien verdaderamente la entiende. Laritza no quiere “ninguno mejor que ese”.
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