Las navidades cubanas de 1958 estaban manchadas de sangre, la muerte había hecho acto de presencia en muchas familias, la pena y el dolor eras patentes para quienes no se contemplaban el ombligo con devoción, la ambición de poder de unos y el empecinamiento de conservarlo de otros, había llevado el luto a cientos de hogares y dejaba avizorar un futuro de espanto para todos con independencia de quien resultara vencedor.
El fin de año, el esperado estreno del Puente sobre el Rio Kwai, junto a las Navidades, están inexorablemente asociadas al triunfo de la insurrección, a muertes y esperanzas, cremadas en más víctimas y destrucción según pasaron los días.
José Antonio Albertini y Enrique Ruano recuerdan la reproducción parcial del viaducto del rio Kwai construido con cañas de bambú en la entrada del teatro Cloris, llamado Camilo Cienfuegos, después que Cuba fue secuestrada por los Castro.
Los adolescentes testigos de aquellos tiempos repletos de ilusiones y sueños jamás cumplidos, cargan amargura e innumerables frustraciones, a veces dulce, como la quietud que produce el dolor cuando se marcha, una experiencia que ha cincelado para bien o mal a los que han sobrevivido.
Es fácil recordar aquellos días aunque hayan transcurrido 58 años. Cañonazos de tanques, bombas de aviones y tiros por doquier. Ejecuciones sin juicio, al capricho de los nuevos caudillos, aquellos futuros cadáveres eran inexorablemente precedidos por los ataúdes en los que iban a ser sepultados.
Santa Clara fue el escenario final de una mala obra iniciada el 10 de marzo de 1952 y la obertura de una tragedia que se acerca a las seis décadas, que ha conmovido lastimosamente los cimientos de la nación cubana, destruyendo tradiciones, contaminando generaciones, dejando un legado devastador.
Las mentiras se gestaron rápido. Se crearon falsos héroes como Ernesto Guevara, a quien se le atribuyó la captura de un falso tren blindado que era defendido por soldados del cuerpo de ingeniero y no por militares regulares, sus armas eran escasas y las municiones para las mismas menos, las vías férreas estaban en pésimas condiciones al extremo que el tren se descarriló por sí mismo y no por las acciones de sus atacantes, independiente de que hay actores importante de ambos bandos que afirman que la ocupación del transporte estuvo signada por la corrupción y no por la heroica lucha de sus captores.
De lo que se escribe y habla menos es de los hombres que Guevara ordenó fusilar en Santa Clara sin concederles las más mínimas garantías procesales. El desparecido comandante, expedicionario del Granma y atacante del Moncada, Jaime Costas, decía que algunos gustaban atribuir a Ramiro Valdés los primeros fusilados de esa ciudad, pero que no era cierto, Costa le dijo al autor de este trabajo en más de una ocasión que "los primeros fusilados de Santa Clara eran muertos del Che" y que ese era un tema recurrente en los banquetes de los caudillos al principio de la victoria castrista.
Imposible olvidar aquellos acontecimientos y sus macabras consecuencias. Una turba sedienta de sangre reclamando paredón sin pensar que estaban estableciendo las bases para sus propias ejecuciones, porque el nuevo régimen por su insaciable sed de sangre, estaba listo para devorar hasta sus partidarios.
La malaventura hizo zafra al mismo ritmo que las cañas de azúcar se secaban. La miseria se adueñó de los bienes y de quienes los disfrutaban. Se estableció una sociedad de víctimas y victimarios. La prisión fácil, juicios espurios, inocentes transformados en culpables, consignas mortales a ritmo de conga y la masificación del individuo hasta la pérdida total de sus derechos.
El horror de aquellos días está con quienes los vivieron. El miedo y el espanto tienen sabor y olor aterradores. No es posible zafarse del maleficio si lo viviste, no importa lo que te esfuerces, fuiste marcado a fuego como un animal cualquiera y tanto los sueños como las realidades que puedas darte, estarán impregnados de una pesadilla más ardoroso que la más fiel de las parejas.
La realidad ha sido más cruel que la congoja mas espeluznante. La ancianidad tocó las carnes, huesos y escasos cabellos de los que han sobrevivido, sin importar el campo donde cada quien asumió lo que entendió fueron sus deberes o placeres.
Sin embargo, más allá de victorias y derrotas, la muerte acecha a todos. Solo que cada uno tendrá para su coleto hasta que punto cumplió con lo que creyó, y cuanto devastó o construyó cuando le correspondió hacer una u otra cosa.
Pedro Corzo
Periodista
(305) 498-1714
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