viernes, 27 de diciembre de 2013

Amar a un puerco, nada imposible

Amar a un puerco, nada imposible

 | Por Tania Díaz Castro
LA HABANA, Cuba, diciembre, www.cubanet.org -En Santa Fe, pueblo de la costa oeste de La Habana, todos comentan que a partir del primero de enero se prohíbe la cría de cerdos en las casas y apartamentos de edificios de la capital y en zonas urbanas de sus municipios. Sólo se podrán criar en el campo, con las mejores condiciones higiénicas.
Sobre eso conversé con mi vecino Adalberto, un viejo emigrante de la oriental provincia de Holguín, que también ha criado cerdos para vender. Le comenté lo desagradable que resulta escuchar los terribles chillidos que dan los puercos cuando los matan, sobre todo por los días de Navidad. Entonces me contó algo que le ocurrió hace dos años.
La puerca de su mujer había parido. Cuatro de los cerditos se vendieron a los 45 días de nacidos, menos el quinto, que era demasiado pequeño. “Panchito le puse por nombre –me contaba Adalberto-. Disfrutó de libertad casi seis meses por toda la casa. Hasta cuando me sentaba a ver la televisión, se echaba a mis pies como un perro fiel y se quedaba dormido”.
Cuando Adalberto llamaba al puerquito por su nombre, venía corriendo, moviendo contento su rabito: “Me miraba con aquellos ojos que no olvidaré jamás –dice-. Puedo asegurarle a usted que aquel cerdito me amaba, como nadie me ha amado en esta vida”.
Cuando Adalberto terminó con la historia de Panchito, le reproché que me la hubiera contado. No sólo me había echado a perder el día, sino que por la noche apenas pude dormir y, al amanecer, me juré a mí misma que no me comería nunca más un pedazo de carne de cerdo.
“Tanto le gustaba que lo bañaran –contó, por último-, que se acostaba de lado en el piso y levantaba su pata delantera. Pero un día, no fue para bañarlo. Confundido, el cerdito se echó al piso, levantó como siempre su pata y en vez de agua y jabón, sintió que un gran cuchillo le rompía el corazón en pedazos.
¡Lo mataste¡ exclamé. Pero nada más le dije. Veía demasiada angustia en la mirada de aquel pobre viejo, y cómo para perdonarse, alegaba que Panchito había engordado mucho, que apenas conseguía salcocho para llenarle la panza, que su mujer y él tenían hambre, y que el animal había gritado de tal forma que, despavorido, soltó el cuchillo y salió corriendo de la casa, porque, por primera vez en su vida, se daba cuenta de que había cometido un crimen.

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