lunes, 22 de marzo de 2010

El ejercicio ilegal de la palabra


Periodistas disidentes

Veo a los carceleros de mis amigos, impunes en el glamour mediático. Sus declaraciones circulan con ceño intelectual por los medios del mundo, pero mis amigos las ven y escuchan desde televisores en cárceles dantescas y en sesiones de reeducación política, secuestrados de sus familias y de sus vidas.

Son hombres pacíficos castigados brutalmente por hacer periodismo. Como dijo en su búsqueda Mirta Wong, esposa de Oscar Mario González, quien fue detenido en La Habana, sin cargos, el 22 de julio del 2005: “he indagado para que me den el número de expediente pero no tiene…Estaba ejerciendo el periodismo, no me dan otra explicación”.

Son los únicos periodistas presos en América Latina y, a varios, los conocí antes de que perdieran su libertad. Hoy el olvido los está matando de a poco. El disidente Orlando Zapata Tamayo acaba de morir, a los 42 años, cuando estaba por cumplir siete años en una cárcel, después de intentar perforar esa tumba de silencio con una desesperada huelga de hambre de casi tres meses.

El sistema de medios de comunicación oficial ignora con detalle a los disidentes, a no ser que sea para destruirlos. Frente a la gran cobertura internacional que recibió esta muerte solo lo mencionaron al cuarto día, para asesinar su reputación. Por eso es una involuntaria ironía el comienzo de la nota oficial de la Iglesia cubana: “Por los medios internacionales de prensa hemos conocido que el preso Orlando Zapata Tamayo, de 42 años de edad y vecino del municipio de Banes, albañil de profesión, quien acumulaba una condena de 36 años de prisión, falleció en la Habana después de 83 días de huelga de hambre”. Los obispos también aclararon que “la Iglesia solicitó en varias ocasiones visitar al Sr. Zapata lo cual no pudo realizarse”.

Mover la banderita

No siempre las modas ideológicas fueron sabias en derechos humanos. Los partidos comunistas de América Latina crecieron más que nunca antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando José Stalin gestionaba una purga animal de cientos de dirigentes del partido y de miles de campesinos; cuando el maoísmo galopó en América Latina, en los primeros sesenta, China vivía las bestiales hambrunas forzadas por Mao en las que murieron decenas de millones de personas; y, cuando la guerrilla de Sierra Maestra se reproducía en todos los países de la región, durante los primeros setenta, Cuba ya era una esbelta dictadura en pleno “quinquenio gris”, y combatía a los escritores, a los Beatles, a los católicos, a los homosexuales y, as usual, a los disidentes. En esos años estaba naciendo en el interior de las cárceles el movimiento de derechos humanos en Cuba, que hoy florece.

Las modas arrastran rebaños de personas hacia políticas que a veces tienen una crueldad intrínseca. Pero, igual, los rebaños mueven alegremente la banderita.

En Cuba, el encierro de periodistas es rutina. Durante la última década fue la principal cárcel de encierro de periodistas en América Latina, y hoy es la única junto con Venezuela. Los periodistas reciben hasta veintiocho años de cárcel, la misma condena que, en las tan denigradas democracias latinoamericanas, reciben los asesinos de periodistas, como ocurrió en recientes condenas en Colombia y en Brasil. Eso no priva al gobierno cubano de dar premios al periodismo de investigación de otros países, ni a muchos periodistas latinoamericanos de identificarse y prestigiar la dictadura.

Ahora hay alrededor de veinticinco periodistas presos, con condenas firmes, más otros que sufren un control absoluto de sus vidas donde son esporádicamente detenidos, molestados, chantajeados, espiados, aconsejados, secuestrados y demorados, humillados, golpeados e intimidados. La policía política tiene “jefes de enfrentamiento” con los periodistas, los que se dedican a reprimir toda crítica y expresión libre. Muchos de los periodistas latinoamericanos que están dispuestos a hacer el mayor escándalo por el mínimo acto represivo de un gobierno democrático, son sordos, mudos y, por tanto, complacientes, con los que a diario cometen los Castro.

Varios de estos periodistas sufrieron parte de su encierro en la cárcel de Guantánamo, pero la que controlan los hermanos Castro. No es una cárcel mediática como la Guantánamo gringa. Esta es una cárcel sin membrete, que nadie fuera de Cuba conoce, y que los corresponsales extranjeros tampoco piden ni pueden visitar. También sufren la brutal separación de su familia y de su vida Pablo Pacheco o Pedro Argüelles, con quienes pasé una tarde conversando, sentados en el piso de un living de un departamento mínimo y vetusto en Ciego de Ávila, solo pocas semanas antes de su detención; u Omar Ruiz, que fue secuestrado de su hijo de cinco años y recién volverá a vivir con él cuando este tenga veintitrés.

Resisten todo lo que pueden. Se plantan, no usan el uniforme de preso, inician huelgas de hambre, se escriben la L de libertad con un fierro en la frente, alguno hasta se cosió la boca, y no van a las clases de reeducación política. Son pequeñas victorias silenciosas, que nadie ve excepto un dios de la libertad que cada persona tiene en su conciencia y le da fuerza.

Nariño preso en Cuba

Mi amigo Ricardo González Alfonso acaba de cumplir sesenta años el pasado 18 de febrero. Y está preso desde hace siete. Le darían la libertad en su cumpleaños setenta y tres. La última vez que lo ví, mientras hablaba conmigo, abrazaba a su hijo adolescente de forma casual. Pensé entonces que ese gesto de tocarlo, de sentirlo, era para no dejar pasar instantes, hasta los más pequeños y eventuales, frente a la inevitable realidad de que fueran a buscarlo y ya no fuesen posibles. Muy pocos días después de ese leve abrazo a su hijo, mi profecía inconfesable se cumplió. Ricardo fue preso y nunca más salió. Era el corresponsal de Reporteros sin Fronteras en la isla y había sido guionista de televisión.

En estos momentos, en La Habana, la compañera de Ricardo, Alida, lo espera, lo visita, lo sostiene, lo ama con hechos. Ricardo sueña con ser libre y escribir en un país libre, pero Raúl y Fidel sueñan con que eso no ocurra. Ante cada novedad de la cárcel, Alida corre al cibercafé, compra a cinco dólares con cincuenta una hora de internet, se identifica como todos los cubanos con su nombre y número de documento, y envía el mensaje a los amigos del mundo, esperando la ayuda que sea, que siempre es poca. Parte de nuestro olvido se da porque es imposible creerse que solo por eso alguien pueda pasar una vida en la cárcel. No puede ser verdad. Es un invento de contrarrevolucionarios paranoicos. Pero a principios de enero, su pantalla le respondió: “HEMOS DETECTADO ACTIVIDAD SOSPECHOSA EN SU CUENTA, POR LO QUE SU CORREO NO PUEDE SER ENVIADO”. Como dijo Alida, en un reciente email que me mandó: “En Cuba todo lo que no es ilegal, está prohibido”.

El delito de palabra se abolió en el siglo XIX, pero hay personas presas en el XXI. A uno de nuestros primeros próceres latinoamericanos, Antonio Nariño, lo encarcelaron los españoles en Bogotá en 1794 por imprimir y distribuir la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Es triste, pero el bicentenario encuentra a Cuba sin ningún cambio. No hay pueblo en el mundo que no merezca la democracia. Y no es necesario tener amigos entre ellos para entender que los cubanos forman parte de este mundo.

Quizás tendrían más suerte si pidiera Greenpeace, pero solo piden por ellos Amnistía Internacional, Human Rights Watch, las organizaciones internacionales de periodismo, y nadie más. Pasar como anticastrista no es políticamente correcto en América Latina, y el miedo al aislamiento promueve la espiral del silencio, enseñó la teórica alemana Elizabeth Noelle Neuman, y esta condena también se cumple.

Nariño preso en Táchira

Cruzando el mar Caribe, está Gustavo Azocar que es un luchador mediático. Es periodista y opositor furibundo. Cree que Chávez es un terremoto para su país y lo combate. Desde su estado de Táchira, en la frontera con Colombia, Gustavo levantaba su vozarrón en radio y televisión contra los chavistas. Y le llegó su merecido, lo castigaron, lo persiguieron, lo difamaron, hasta que lo encarcelaron en julio del 2009.

La excusa fue rebuscada: lo acusan por supuestamente no haber emitido en el 2000, hace nueve años, avisos cobrados de la lotería oficial en la televisión regional. La saña político-judicial es feroz. Según sus amigos, tuvo más de veinte audiencias y le impusieron una medida cautelar que le obligó durante 42 meses a presentarse cada treinta días en el juzgado, hasta que finalmente lo encerraron.

Ahora una juez ha resuelto suspender todas las acciones e iniciar de nuevo el juicio. Pero no liberó a Gustavo. No solo es un preso por el que nadie pide, sino que tampoco tiene una causa que lo condene. El efecto ha sido silenciar la voz más crítica de la televisión local en Táchira. Su perseguidor local, el entonces gobernador chavista de Táchira, Ronald Blanco La Cruz, acaba de convertirse en el nuevo embajador de Venezuela en Cuba, donde seguramente perfeccionará su vocación de encarcelar periodistas.

Mi amigo Gustavo también está separado de su familia. Otra vez, como con Ricardo y el resto de los disidentes cubanos, es una pelea desproporcionada contra un régimen poderoso poniendo en juego el núcleo más íntimo de afectos. Finalmente se trata de familias disidentes. El estado versus un periodista y su familia.

¿Porqué estas revoluciones temen a estos hombres? No son ricos, ni están armados, ni mueven gobiernos, ni deslumbran con su estrategia. Representan solo la fuerza gris del hombre común. Y eso puede ser lo temible: son representativos del pueblo. “No he estado en los mercados grandes de la palabra, pero he dicho lo mío a tiempo y sonriente”, dice Silvio Rodríguez en su tema Resumen de Noticias. Esos hombres y mujeres no son ni de la CIA ni de la KGB, sino de la propia entraña cubana. Tienen, como diría Vaclav Havel, el poder de los sin poder.

Los argumentos para meterlos en la cárcel son transparentes. Son peligrosos pues son los difusores de la crítica, y la supervivencia de los regímenes autoritarios necesita bloquear ese pensamiento corrosivo. El periodismo es un método de reforma continua de la sociedad, por eso una sociedad cerrada no puede darle oxígeno.

En una democracia la policía es auxiliar del poder judicial, mientras que en una dictadura es al revés. Cuando la policía política sienta en un tribunal a un periodista acusado, la argumentación de los tribunales es similar: son personas “desafectas” con el régimen (que rima con ‘infectas’), que publicitan sus críticas para que los cubanos se dividan, se levanten contra el gobierno, y construyan un sistema distinto al existente. Estos jueces defienden la sociedad cerrada que necesita criminalizar la crítica. Los periodistas disidentes son el motor de la crítica, como lo son en las sociedades abiertas.

Y, como Andrei Sajarov, Elena Boner y Alexander Solzhenitsyn en la difunta Unión Soviética, y Adam Michnik o Lech Walesa en Polonia, prefirieron decir lo que piensan, en vez de tener su expresión reprimida y su cuerpo en libertad. Los llamamos prisioneros de conciencia, pero son las conciencias más libres de sus países. Dilema terrible que define a los autoritarismos: elegir entre la libertad del cuerpo o la del alma.

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