lunes, 29 de marzo de 2010

Ella y los zapatos blancos


Se paró frente a un sucio portal cercano al céntrico y decadente Mercado de Cuatro Caminos. Clavó su mirada en un par de zapatos blancos de mujer. La curiosidad animaba su pensamiento: “ ¿Cuánto querrá el viejito por ellos? Seguro quiere veinte pesos, para comprar cigarros o ron…”

Así pensaba Sonia, 18 años, mientras paseaba por la siempre concurrida calle Monte. Hacía apenas una semanas había llegado de Yateras, un poblado perdido en la intrincada geografía de Guantánamo, a mil kilómetros de la capital. Había viajado por problemas médicos, pero el esplendor sin brillo de La Habana la tenía deslumbrada. No sentía deseos de regresar. Estaba dispuesta a encontrar a alguien que le cambiara su monótona existencia.

De pronto sintió un susurro al oído. Un elogio con acento extranjero la sacó de sus pensamientos. Le habían advertido de los turistas que acechaban a sus presas en plena calle. Intentó ignorar los galanteos y seguir caminando. Decidió responder con rápidas y sencillas respuestas las preguntas que su interlocutor le hacía.

Cuando reaccionó, ya estaba sentada en el asiento trasero de un coche ruso Moscovich Aleco, que le produjo ciertas dudas acerca de la solvencia económica de su inesperado pretendiente. A su mente llegaron concepciones ético morales, que pronto desaparecieron cuando supo que se llamaba Stefano y era italiano.

Aquellas palabras calmaron sus inquietudes, a la par que sentía la proximidad de su cuerpo mientras la envolvía en sus brazos. Los labios ruborizados de Sonia, respondieron con recelo al beso escurridizo y sorpresivo que él le diera. Iba muy rápido y eso no le gustaba. Pero había decidido montarse en el tren y asumir las consecuencias.

Menos de 10 minutos les tomó llegar hasta el hotel Habana Libre. El pánico la invadía. Sobre su cuerpo pesaban las miradas de los transeúntes, con aquellas sonrisas que parecían decirle “Vaya, lo atrapaste”. La juzgaban como si fuera una vulgar jinetera. Estaba molesta, pero debía arriesgarse y pensar solamente en ella y su futuro.

Stefano la tomó con tal naturalidad de la mano que parecía tenían una relación de años. Entraron juntos a la cafetería del hotel, donde nunca antes había estado. Los nervios no la dejaban actuar con naturalidad, temía hacer el ridículo. Sus pies bajo la mesa no dejaban de moverse. No quiso comer nada, aunque estaba con el estómago vacío desde la noche anterior. Sólo le reconfortaba la idea de que Dios estuviera escuchando sus plegarias.

Caminaron tomados de la mano por la calle L hasta 19. Entraron en una casona de grandes columnas y ventanales de cristal. Una señora la acompañó hasta una confortable habitación. Él demoró cinco intensos minutos en llegar. Sonia se sentía culpable, estaba traicionando sus principios. Pero no debía pensar, era su oportunidad de cambio.

Stefano entró. Su rostro ya no mostraba la dulzura de antes, cuando en el auto le acariciaba las mejillas, resaltando su belleza y el intenso color café de sus rasgados ojos. Sin preámbulos le exigió tomar un baño caliente. Desorientada, Sonia obedeció el mandato sin reflexionar. Se sentía rara, era difícil mostrarse apacible frente a aquella mirada que escudriñaba cada centímetro de su cuerpo mientras se desvestía. Ni sus desgastados blúmers (bragas) escaparon de la inspección.

Estaba desnuda frente a unos ojos desconocidos que la ruborizaban de pies a cabeza, sin despertarle el menor deseo. La obligó a lavar tres veces sus partes íntimas. Luego la acostó en el centro de la cama, la observó libidinosamente sin piedad y se abalanzó sobre ella.

No sirvió de nada que intentara contener sus instintos sádicos, la dominó completamente, apretó sus carnes, laceró su orgullo, penetró su virginidad. Un preservativo contuvo la fluida ira de su minúsculo cuerpo. Todo fue rápido, violento y silencioso. Un número telefónico y 13 dólares fue la despedida.

Incrédula daba pequeños pasos. Su cuerpo aún no se alineaba con su mente. Con los 13 dólares, en una tienda cercana, compró ropa interior para lucir en su próxima cita. Tenía la esperanza de mejorar económicamente, y tal vez, escapar de su derruído país.

Al día siguiente intentó comunicarse con el italiano. Le dijeron que él estaría tres días en Varadero. Al tercer día, decidió sorprenderlo. Se apareció sin avisar en la casona de la calle 19. Allí lo vio. Estaba con su esposa, una cubana celosa que no debía saber de su presencia. Se percató al instante. Había perdido. Aquella historia, que no había llegado a comenzar, ya había terminado para ella.

Frustrados sus planes, le faltaba valor para mirarse al espejo. Su imagen la asqueaba, no podía reconocerse. Cerraba los ojos y vivía nuevamente cada una de las escenas. No podía creer que había entregado tanto en tan poco tiempo y por tan poco dinero. A un desconocido de 45 años y mediana estatura. Sólo porque era italiano.

Un dolor ilocalizable, como una herida imperceptible, le cortaba la respiración. Ahogaba en llanto su pena. Sufría en silencio. Quería gritar y encontrar un hombro donde apoyarse. Pero la vergüenza de una confesión la hizo mantenerse sola y callada. Recordó el portal sucio de la calle Monte. Las miradas prejuiciadas que la juzgaban, de la misma manera que ella sentenció el destino de aquellos zapatos marcados por el tiempo. Sintió el mismo abandono y suciedad.

Hasta que comprendió que Dios no le cambia la vida a nadie en unas horas. Eufórica, se levantó y se vistió.

Volvió sobre sus pasos al portal cercano al Mercado de Cuatro Caminos. Se paró justo delante de ellos. Todavía estaban allí, al lado de su indigente vendedor. Como detenidos en el tiempo, ella y los zapatos blancos esperaban que alguien apareciera. Y les diera la oportunidad de cambiar su destino.

Laritza Diversent

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