
Enviado por ei en Abril 26, 2010 – 6:57 am.Arnaldo M. Fernández
A eso de la una y media de la madrugada del 26 de abril de 1986 explotó el reactor # 4 de la central nuclear de Chernóbil, luego de un día de maniobras desatinadas y por lo menos 200 violaciones del reglamento de seguridad. Le siguieron explosiones mediáticas de diversa intensidad hasta que el ingeniero nuclear Grigory Medvédev dio a imprenta La verdad sobre Chernóbil (1991), con prólogo de Andrei Sakharov.
Para empezar aclaró que no se sabía que había explotado el reactor y se pensaba que era cosa del intercambiador de calor, sobre el cual se echaron millones de litros de agua y nitrógeno líquido para mantenerlo frío. Hasta que la KGB avisó que el reactor se estaban fundiendo. Al cabo se extinguió el fuego, pero la contaminación había pasado al aire con el vapor formado por el agua vertida, la cual se acumuló también en las piscinas de seguridad debajo del reactor, que se fundía con lentitud y provocaba una lava de corio a más de 1 500 ºC. Si esa lava escapaba hacia la atmósfera, como vapor, casi toda Europa corría peligro.
Como también se filtraría al manto freático, habría que evacuar hasta Kiev. Así que la solución era vaciar las piscinas, pero el mecanismo computarizado de abrir y cerrar las esclusas se había destruido. Alguien tenía que avanzar poco más de un kilómetro, bajo radioactividad intensa, hacia el reactor que se fundía y luego sumergirse en las piscinas para abrir las válvulas a mano. Esas piscinas ya tenían el tono azulado de la radiación Cherenkov.
En remplazo de la ciencia y la técnica vino el viejo recurso humano de hacer un viaje sin regreso: los ingenieros nucleares Alexei Ananenko y Valeriy Bezpalov, junto con el ayudante Boris Baranov, abrieron las válvulas y el agua radioactiva fluyó a reservorio seguro, mientras ellos pasaban a la otra historia (foto), impersonal, pero de verdad.
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