sábado, 10 de abril de 2010

Muchachas en casa de Terence.

Abril 10, 2010 por Luis Felipe Rojas




Son unas barbies tropicales con la esperanza a medio embastar. Llevan la ilusión a cuestas para forjarse un futuro de ensoñación primer mundista con tal de salir del atasco provinciano y la etiqueta de ser la cantera de
la revolución cubana.

Las muchachas de las que hablo van a casa de Terence, el haitiano dueño de los caracoles, los altares del vudú y la comunicación total con los enggún (los muertos).
Van a casa de Luisito, un cartomántico el barrio que les trae en cada vuelta del mazo de cartas, el retrato hablado del príncipe europeo o canadiense que las llevará en Iberia, Air France o Air Canada del lado de allá de los infiernos inventados por la burocracia cincuentenaria cubana.

A las consultas espirituales a veces llevan un manojo de gallinas, un carnero, miel de abejas, aguardiente de caña y caña, baros, fulas, magua,(dinero contante y sonante) para que quienes administran el correo con los seres superiores se sientan a sus anchas y nada falle en ese ir y venir por los hados que solo los dioses tienen derecho a develar.

En la larga cola de una mañana en casa del negro Terence puedes encontrarte a quienes, primerizas, vienen por hacerse invisibles ante los policías anti prostitución de los polos turísticos; otras, ya entradas al negocio buscan que su Romeo regrese en el tiempo prometido o antes incluso y con la suficiente provisión para enchapar la meseta de la cocina, el baño y comprar un tanque plástico para la azotea.

Por pura curiosidad indagué y para lo mío tengo que ponerme para las cosas, es decir, trabajar duro buscando lo que Terence me pedirá, según me han dicho debo llevar tierra de hospital, de los predios de una cárcel, de una unidad de policía, gajos de ‘Amansa guapo’, ‘Romepesaragüey”, ‘Rompecamisa’ y ‘Yo puedo más que tú’, además de miel de güira, aguardiente y una cazuela de barro para meter el ‘encargo’ que me dé Terence, en caso de decidirme a la consulta.

Conocí a Milenis, que ha viajado dos veces a Italia pero lleva año y medio en un atasco enorme: su chico ha ido postergando el regreso o la promesa de llevarla nuevamente y es algo que le preocupa mucho. Me confesó que no ha dejado de recibir los quinientos euros bimensuales, pero ha tenido que bajar el consumo en aras de contrarrestar lo peor, que un día le sea cortado el suministro bendito y todo se vaya por los aires. Sujeta una bolsa de tela con un ‘encargo’ que le hizo ‘el santero’, pero no me lo puede enseñar: “eso no se hace, niño. Lo puedes echar todo a perder”.

Son las once de la mañana, el sol destella sobre los techos de cinc galvanizado y da contra los rostros, los hombros descubiertos y las figuras alargadas de estas princesas de provincia. Ellas esperan con toda la paciencia que pueden. Yo soy alérgico a las colas y me marcho. Adentro Terence entona un rezo y la casa se impregna de un olor a albahaca, cera derretida y ungüentos erfumados

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