
El Malecón de La Habana
• Santos católicos que celebran su día el 30 de julio:
- En el Almanaque Cubano de 1921:
Santos Rufino, Adbón, Senén, mártires y Santas Máxima, Donatila y Segunda vírgenes y mártires
- En el Almanaque Campesino de 1946:
Santos Adbón, Senén y Rufino, mártires y Santas Máxima, Donatila y Segunda vírgenes y mártires
El 30 de julio en la Historia de Cuba
• 1810 -
- Un Emisario de José Bonaparte.
Emeterio S. Santovenia en “Un Día Como Hoy” de la Editorial Trópico, 1946, páginas 429-430 nos describe los acontecimientos del 30 de Julio de 1810 en la Historia de Cuba:
“A bordo del bergantín mercante San Antonio llegó a La Habana en julio de 1810 un joven mexicano, de aspecto simpático y maneras cultísimas, que, a su decir y al de su pasaporte, venía a esperar oportunidad para trasladarse a Veracruz. Se llamaba Manuel Rodríguez Alamán y Peña. Por su porte, llamó extraordinariamente la atención del oficial encargado de reconocer los buques entrados en puerto. Ocurrió algo que pudo juzgarse providencial, lo mismo en la advertencia hecha sobre la persona del viajero que en las medidas adoptadas a consecuencia de ello. En efecto, todo tendió a esclarecer las sospechas que la mera presencia del desconocido suscitó, como si su secreto designio hubiese sido adivinado por las autoridades de La Habana.
“El oficial encargado de reconocer el San Antonio se creyó obligado a tomar precauciones. Comenzó por llevar al recién llegado a la presencia del marques de Someruelos, capitán general de la Isla. En la casa del Gobierno, y sin que pudiera aclararse nada sobre el verdadero fin de su viaje, Someruelos mandó al oficial que reintegrase a Rodríguez Alamán al San Antonio, para que recogiese allí cuanto componía su equipaje, y ordenó al juez Francisco Filomeno, presente en la Capitanía General, que sin perdida de momento se trasladase al bergantín y, asistido de escribano y testigos, interrogase al sospechoso viajero y examinara minuciosamente sus papeles y prendas.
“El 19 de julio, ya en tierra Rodríguez Alamán, se llevaron a cabo las diligencias conducentes al esclarecimiento de su conducta. El juez Filomeno apuró los recursos de su habilidad hasta descubrir los antecedentes y proyectos de quien resultaba emisario de José Bonaparte, soberano usurpador de España, donde, además, había prestado servicios a la misma causa el recién llegado. Se supo entonces, por las pruebas ocupadas y por las declaraciones del propio Rodríguez Alamán, que la finalidad de su viaje consistía en poder alcanzar a prelados, virreyes, capitanes generales, gobernadores, audiencias, consulados y cabildos de Cuba, México, Guatemala, Santa Fe, Mérida de Yucatán, Caracas y Puerto Rico unos treinta y tres pliegos enderezados a conseguir la adhesión a José I, rey de España y sus dominios, desconociendo para ello los proclamados derechos de Fernando VII, a quien los habitantes de la Isla habían jurado fidelidad.
“La desaparición de Rodríguez Alamán fue suceso inevitable desde que se evidenció el motivo de su presencia en Cuba. Ya sólo se ocuparon las autoridades de La Habana en cumplimentar los requisitos indispensables para terminar condenándolo, como lo condenaron en la mañana del 28 de julio de 1810, a muerte, con arreglo a providencias hacía poco dictadas por la Junta Central de Sevilla. La indignación del pueblo de que habló un historiador español se vio apaciguada por las palabras del confesor de Rodríguez Alamán según las cuales éste reconocía la justicia de la sentencia. El 30 de julio de 1810 fue ahorcado en La Habana el emisario de José Bonaparte, Manuel Rodríguez Alamán y Peña, que sufrió la primera pena capital impuesta por infidencia en Cuba en el siglo XIX.”

Luz Noriega
En Patriotas Cubanas
Por la Dra. Vicentina Elsa Rodríguez de Cuesta
Luz Noriega nació en la provincia de la Habana, de cubanísima familia. Por su posición acomodada recibió esmerada educación y era admirada por la juventud de la época por su porte distinguido y la belleza serena de sus inmensos ojos verdes.
Muy joven contrajo matrimonio con el doctor en medicina Francisco Hernández; trasladándose accidentalmente ambos a la provincia pinareña, en cuyo lugar se incorporaron resueltamente a la columna invasora del General Antonio Maceo el 29 de Enero de 1896.
Luz Noriega era valiente y decidida, no vaciló un solo momento para seguir a su esposo en la manigua insurrecta.
No pensó en el peligro de perder sus vidas, frescos aún los azahares de su matrimonio, no se detuvo a meditar siquiera en las privaciones y sacrificios de la nueva existencia. Sólo razonó una cosa: la independencia de Cuba.
Llena de fe y de confianza le ayudaba a curar enfermos y heridos y entraba en el combate en múltiples ocasiones por manejar las armas con la misma pericia de un hábil y experto tirador.
En la acción de “Río de Auras” fue muy admirada su actuación, recorriendo las provincias de Pinar del Río, Habana y Matanzas, llegó con su esposo en su arduo y espinoso pereginar a Sancti Spíritus, donde cayó gravemente enfermo el compañero de su vida.
Sorprendido el rancho donde se guarecían por el Coronel Orozco, la maldad del militar llegó al extremo de ordenar el fusilamiento del doctor Hernández a presencia de su esposa.
Días después fue confinada a Isla de Pinos e indultada, al restablecerse el régimen autonómico, no pudo resistir la tentación de volver al campo de la guerra junto a sus hermanos.
Enloquecida su mente por la tortura de tantos pensamientos dolorosos, destrozado su cuerpo, su corazón y su espíritu por haber sufrido demasiado, puso fin de manera trágica a su existencia en la ciudad de Matanzas el día 16 de Agosto de 1901.
Misterios del alma humana, jugarreta del azar a quien tanto luchara por su Patria y cuya enseña libre no pudo ver flotar en lo más alto de la altiva fortaleza del Morro, como en tantas noches de infinita vigilia lo anhelara, mientras cuidaba heridos y rezaba por Cuba.

Antonio Lorda
En Próceres
Por Néstor Carbonel
“Nació el 11 de febrero de 1845.”
“Murió el 16 de mayo de 1870.”
“¡Ah, aquellos hombres fueron de veras estupendos! Ser joven, tener una profesión, ser amado y abandonarlo todo por la patria, es sublime. ¡La patria, sí, es lo primero! De ella es mandar: de sus hijos obedecer. Pero ser hombre acostumbrado a la comodidad, y salir a combatir sin armas contra un ejército bien armado; ser médico y conocer de que está compuesto el cuerpo humano; saber lo frágil que es, y salir a cruzar ríos y pantanos y a dormir a la intemperie, y exponerse a las balas, es heroico en grado sumo. Así Antonio Lorda, constante en la caballerosidad, en la honradez y en la justicia, conociendo la muerte, y conociéndose débil, fue a retarla y cayó vencido. Aunque no: él venció; él ganó un instante de vida en la gloria. Y la gloria es la inmortalidad!
“En Santa Clara nació Antonio Lorda. Niño aún, fue enviado a Francia, la patria de su padre. En Burdeos comenzó a estudiar medicina, carrera por la que sentía vocación. Tanto en Burdeos como en París, donde se graduó de médico antes de haber cumplido veinte años, fue laureado y premiado más de una vez. En Francia ejerció poco tiempo su profesión, pues el amor a su tierra lo llamaba, y a ella volvió, ansioso de vivir bajo su cielo azul, al arrullo de sus palmas, calentado por su sol. ¡No hay tierra como la propia, como la tierra donde se vio la luz primera! Bello es París, inmenso Londres, New York admirable. Pero el pueblo natal es el corazón. Sus calles, sus casas, sus habitantes, ¡qué bien acompañan si estamos tristes! A París, la ciudad luz, dejó Lorda, por Santa Clara, silenciosa cuna de su vida. Allí, apenas instalado, comenzó a ganar fama de médico entendido y hombre excelente. No siempre hacen liga la inteligencia y la bondad; pocas veces hacen alianza la fuerza del brazo y la pujanza del cerebro. En Lorda corrían pareja, sin embargo, las ternuras del corazón y las ideas de la mente.
“La campaña iniciada por los reformistas, a cuya cabeza estaban los ilustres cubanos José Morales Lemus y Conde de Pozos Dulces, atrajo su pensamiento, y, aunque muy joven, no dejó de juzgarla, previsoramente, inútil. Sus viajes, sus lecturas, le habían llevado al convencimiento de que las libertades no se piden, se conquistan; no se regalan: se obtienen cuando se ganan. A darle la razón por completo vino a poco el desconcierto de los reformistas, burlados en sus ensueños y esperanzas. Fue entonces, ante la derrota de aquellos varones ideólogos, que se trazó en silencio un camino: el del honor. Camino que supo luego seguir con firmeza. Es deber de todo hombre, cuando grandes acontecimientos se aproximan, trazarse un camino, y seguirlo sin miedo.
“En octubre de 1868, enterado Antonio Lorda de que ya en Oriente se peleaba por la independencia de Cuba, por el derecho, por la justicia; de que ya se mataba y moría por acabar con los amos y señores; de que ya se luchaba por hacer del cubano paria un ciudadano respetado por su trabajo y por su esfuerzo, sintióse enardecido, sintió que una ráfaga de viento, venido de los maniguales donde ya se había comenzado a vivir la epopeya, le pasaba por sobre la cabeza, y, entusiasta, congregó a un grupo de patriotas con el fin de fomentar en Santa Clara la conspiración. Por su iniciativa se formó en la citada ciudad una Junta Revolucionaria, compuesta por Miguel Jerónimo Gutiérrez, Eduardo Machado, Juan N. Cristo, Tranquilino Valdés, Arcadio S. García, Francisco Casamadrid, Francisco del Cañal y Francisco Navarro, entre otros. Esta Junta, apenas constituida, comenzó a trabajar sin descanso ni temores en pro de la revolución, y proclamó la necesidad de secundarla.
“Acompañado de Miguel Jerónimo Gutiérrez, vino Lorda a la Habana, a entrevistarse con José Morales Lemus. Enterado el insigne patricio habanero de los planes revolucionarios de los decididos villareños, les ofreció enviarles armas en una goleta, ofrecimiento que nunca fue cumplido. Agitados en demasía los ánimos de los patriotas de Santa Clara, acordaron, ante el peligro inminente de ser descubiertos y aprehendidos, lanzarse al campo, aunque fuera desarmados. Fue el 7 de febrero de 1869 el día glorioso en que los cubanos de la provincia de Santa Clara se echaron al monte, amotinados contra la tiranía secular de España. Miles de hombres acudieron a la cita: miles de hombres respondieron a la clarinada sonora que llamaba al sacrificio por la libertad! Pasados los primeros días y los primeros júbilos y sobresaltos, propuso Lorda que se debía emprender inmediatamente la invasión del territorio de Colón y llevar la guerra a la provincia de Matanzas. Tal proposición fue desechada, tomándose a poco el acuerdo de marchar hacia Oriente, a entrevistarse con el caudillo de Yara, con Carlos Manuel de Céspedes.
“Camino de Oriente, llegaron a Guáimaro, lugar donde se habían dado cita camagüeyanos y orientales, para, acabando de una vez con recelos y pequeñeces, dar forma a la revolución, crear un Gobierno que fuera, no el gobierno de una provincia, sino el de toda la isla. Nombrado Lorda representante a la Asamblea constituyente, tuvo la dicha de ser uno de los quince varones que proclamaron el día 10 de abril de 1869, la República de Cuba. Nombrado luego representante a la Cámara, en sus debates tomó participación más de una vez Lorda, aunque no era orador, sabía exponer sus ideas fácil y con claridad. Antonio Zambrana, el único superviviente de aquella jornada gloriosa, lo designó el diputado modelo.
“Meses después de constituida la República, el Presidente Carlos Manuel de Céspedes lo nombró Secretario de la Guerra, cargo que desempeñó a satisfacción de todos. En el cumplimiento de tan altas funciones se hallaba cuando cruel enfermedad lo hizo su presa. Y a los pocos días, rodeado de amigos tristes y hambrientos, después de una jornada terrible bajo una lluvia copiosa, por entre piedras y zarzales; después de una noche de angustia y horror, de tormentos infinitos, exhaló el último aliento de su vida aquel hombre bueno, franco, leal, patriota y valiente; aquel hombre que había, trocado, por servir a su tierra, por lograr su libertad e independencia, las delicias de su casa rica, por la muerte en el desamparo y la miseria, en una oscura ceja de monte...
“Allá, en terrenos de la finca Babujales, murió: y allí cavaron sus compañeros la sepultura en que había de reposar. Dice uno de los actores de aquel día, que cerca de un árbol llamado jigüe o sabicú lo enterraron. ¡Acaso las raíces de ese árbol abrazaron su cuerpo deshecho, y hoy vive convertido en rama frondosa o en hoja siempre nueva!”
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