Rosa Castellanos
en Patriotas Cubanas
por la Dra. Vicentina Elsa Rodríguez de Cuesta
Rosa Castellanos nació en Bayamo, provincia de Oriente, donde el sol extiende sus rayos con más intensidad y donde el ardor y el patriotismo de sus hijos hizo vibrar la tierra en ansia sublime de Libertad.
Al estallar la guerra del 95, residía en las lomas de Najasa en Camagüey y pronto le fue confiado el cuidado del Hospital de sangre denominado “Santa Rosa”, y merced a sus servicios se le concedió el grado de Capitana de Sanidad Militar del Ejército Libertador.
Rosa Castellanos era experta en todos los oficios, en los de la casa, el campo y en rudimentarias tareas de medicina y farmacia intuitiva. Fabricaba para sus enfermos ya convalecientes excelentes panes en cuya composición entraba yuca, huevos, azúcar y leche. Siendo su café como ella decía: “café de café”, para distinguirlo del café de maíz, de arroz o de cualquier otra cosa que pudiera tomarse en otros campos insurrectos.
Cuando no necesitaban sus enfermos y heridos sus cuidados solícitos y maternales, cubría turnos en las filas de combate, cargando armas, disparando fusiles y manejando el machete con precisión y destreza propia de un hombre de verdadera fortaleza física.
Terminada la guerra, quedose a vivir en Camaqüey, donde falleció el 25 de Septiembre de 1907. Su sepelio constituyó una demostración pública de alta distinción, concurriendo al mismo hasta la alta oficialidad del Regimiento número 17 de Infantería del Ejército Americano con su Coronel a la cabeza.
La bandera de la estrella solitaria, por quien tanto luchara, cubrió sus restos mortales y por su valor y heroicidad, justo es que figure en esta galería de patricias, sacándola del anónimo más a menos grande en que hasta ahora ha permanecido su memoria.
AMOR Y ORGULLO
Un tiempo hollaba por alfombras rosas;
y nobles vates, de mentidas diosas
prodigábanme nombres;
mas yo, altanera, con orgullo vano,
cual águila real a vil gusano,
contemplaba a los hombres.
Mi pensamiento —en temerario vuelo—
ardiente osaba demandar al cielo
objeto a mis amores,
y si a la tierra con desdén volvía
triste mirada, mi soberbia impía
marchitaba sus flores.
Tal vez por un momento caprichosa
entre ellas revolé, cual mariposa,
sin fijarme en ninguna;
pues de místico bien siempre anhelante,
clamaba en vano, como tierno infante
quiere abrazar la luna.
Hoy, despeñada de la excelsa cumbre
do osé mirar del sol la ardiente lumbre
que fascinó mis ojos,
cual hoja seca al raudo torbellino,
cedo al poder del áspero destino...
¡Me entrego a sus antojos!
Cobarde corazón, que el nudo estrecho
gimiendo sufres, dime: ¿qué se ha hecho
tu presunción altiva?
¿Qué mágico poder, en tal bajeza
trocando ya tu indómita fiereza,
de libertad te priva?
¡Mísero esclavo de tirano dueño,
tu gloria fue cual mentiroso sueño,
que con las sombras huye!
Di, ¿qué se hicieron ilusiones tantas
de necia vanidad, débiles plantas
que el aquilón destruye?
En hora infausta a mi feliz reposo,
¿no dijiste, soberbio y orgulloso:
—¿Quién domará mi brío?
¡Con mi solo poder haré, si quiero,
mudar de rumbo al céfiro ligero
y arder al mármol frío!
¡Funesta ceguedad! ¡Delirio insano!
Te gritó la razón... Mas ¡cuán en vano
te advirtió tu locura!...
¡Tú mismo te forjaste la cadena,
que a servidumbre eterna te condena,
y a duelo y amargura!
Los lazos caprichosos que otros días
—por pasatiempo— a tu placer tejías,
fueron de seda y oro;
los que ahora rinden tu valor primero,
son eslabones de pesado acero,
templados con tu lloro.
¿Qué esperaste, ¡ay de ti!, de un pecho helado
de inmenso orgullo y presunción hinchado,
de víboras nutrido?
Tú —que anhelabas tan sublime objeto—
¿cómo al capricho de un mortal sujeto
te arrastras abatido?
¿Con qué velo tu amor cubrió mis ojos,
que por flores tomé duros abrojos,
y por oro la arcilla?...
¡Del torpe engaño mis rivales ríen,
y mis amantes, ay, tal vez se engríen
del yugo que me humilla!
¿Y tú lo sufres, corazón cobarde?
¿Y de tu servidumbre haciendo alarde
quieres ver en mi frente
el sello del amor que te devora?...
¡Ah! Velo, pues, y búrlese en buen hora
de mi baldón la gente.
¡Salga del pecho —requemando el labio—
el caro nombre de mi orgullo agravio,
de mi dolor sustento!...
¿Escrito no le ves en las estrellas
y en la luna apacible que con ellas
alumbra el firmamento?
¿No le oyes, de las auras al murmullo?
¿No le pronuncia —en gemidor arrullo—
la tórtola amorosa?
¿No resuena en los árboles, que el viento
halaga con pausado movimiento
en esa selva hojosa?
De aquella fuente entre las claras linfas,
¿no le articulan invisibles ninfas
con eco lisonjero?...
¿Por qué callar el nombre que te inflama,
si aún el silencio tiene voz, que aclama
ese nombre que quiero?...
Nombre que un alma lleva por despojo;
nombre que excita con placer enojo,
y con ira ternura;
nombre más dulce que el primer cariño
de joven madre al inocente niño,
copia de su hermosura;
y más amargo que el adiós postrero
que al suelo damos, donde el sol primero
alumbró nuestra vida,
nombre que halaga y halagando mata;
nombre que hiere —como sierpe ingrata—
al pecho que le anida.
¡No, no lo envíes, corazón, al labio!
¡Guarda tu mengua con silencio sabio!
¡Guarda, guarda tu mengua!
¡Callad también vosotras, auras, fuente,
trémulas hojas, tórtola doliente,
como calla mi lengua!
Infelicia - Poemas de JUAN CLEMENTE ZENEA
Infelicia
De mí se acuerdan, y mi encierro lloran
desconocidos seres,
jóvenes, ¡ay!, que de entusiasmo llenas,
del sonido de un arpa se enamoran,
soñadoras mujeres
amigas de mis versos y mis penas.
¡Y tú, ni una palabra de cariño
para anunciarme que tu amor no olvida
la intimidad de nuestro afecto, cuando
era yo casi niño,
y estaba en tu horizonte despuntando
la fúlgida alborada de tu vida!
Ese es el corazón; esa la historia,
que antigua historia de aflicciones era
en aquél que se vio, siglo fecundo,
descender la paloma de la gloria;
y del santo Jordán en la ribera
bajo sus alas renacer el mundo.
Cuando tu frente, ¡oh Cristo!, ensangrentaba
la corona de espinas y de abrojos,
¿dónde estaba Jetró? ¿Do, Jesús pío,
la viuda de Naín? ¿Y dónde estaba
aquél que, abriendo a tu clamor los ojos,
salió en Betania del sepulcro frío?
Al prorrumpir en tan dolientes quejas,
tras largos, lentos, azarosos días,
para advertirme que mi mal sentiste,
finge un amigo contemplar las rejas;
y me dice que tú, llorando triste,
memorias, ¡ay!, a la prisión me envías.
¡Memorias tuyas! ¡Y llorar piadosa!,
es recordarme en horas de martirio
mis muertas horas de descanso y calma,
y hablarme de una noche deliciosa,
de un beso, una lágrima, un delirio,
de la primera convulsión de un alma.
Del baile y de emociones fatigados,
salimos al jardín a errar dichosos;
enfrente de un ciprés nos detuvimos,
y en el sabroso platicar, sentados
al pie de unos resales olorosos,
¡oh, que cosas tan dulces nos dijimos!
Tu juventud con sus brillantes galas,
la música, tu voz, el claro cielo,
la presión de tu mano,
el céfiro noctivago en sus alas
débil hurtando en perezoso vuelo
los últimos aromas del verano,
todo alentaba la pasión ardiente;
Y alarmados, mujer, nuestros sentidos,
en busca de suspiros anhelantes,
hubo una vez en que al alzar la frente
mis labios atrevidos
tocaron en tus labios palpitantes.
Tocaron nada más. Firme constancia
me prometiste, y sin temor de engaños,
nos descubrimos el pasado entero:
alegres juegos en tu fresca infancia
y un ángel hechicero
todo el querer de mis floridos años.
"Infelice de mí!" -clamaste ansiosa-.
"¡Te quiso otra mujer! ¡Oh, suerte impía!"
Y te angustiaste al escuchar su nombre;
y entonces fue la lágrima copiosa,
cuando entendiste que albergar podía
más de un amor el corazón del hombre.
Viajando libre, a su placer perdido,
mi espíritu en el éter se espaciaba
por los orbes de luz del firmamento,
y algo pálido, azul, indefinido,
las auroras eternas presagiaba
y la vida inmortal del pensamiento.
Ingenua, melancólica, sensible,
mirándome inocente,
en mí depositaste tu confianza,
y en la mar bonancible
de la plácida edad adolescente
sus áncoras lanzó nuestra esperanza.
En presencia de Dios, con un suspiro,
dejamos el ciprés y los rosales,
y al vals animador tornando luego
sentimos las esferas celestiales
que en torno nuestro en caprichoso giro
volaban en atmósfera de fuego.
Después los votos, el adiós, la cita;
y más tarde la esquela,
al cauteloso conversar a solas;
tribulaciones e ilusión marchita,
un drama, una novela,
un gran naufragio en las mundanas olas.
Para nunca, jamás, volver a verte
los hados implacables
entre nosotros dos, dando un gemido,
como abriendo los antros de la muerte,
nos abrieron abismos insondables
de soledad, separación y olvido.
Y así llegar he visto prematura
mi estación del otoño; se detienen
las aguas al helarse en las orillas,
corona ya las cumbres nieve pura,
y a todo su correr, rápidos vienen
los tiempos de las hojas amarillas.
Sé que protegen las antiguas gracias
de tus mejillas las lozanas rosas,
y que nadan en luz tus negros ojos;
sé que en tus miserias y desgracias
envidia son de vírgenes hermosas
de tu belleza espléndidos despojos.
Y sé también que acrecen con las mías
las amarguras de tus hondas penas,
y que en este fatal, terrible instante,
con sangre de tus venas
contenta y generosa comprarías
la libertad de tu primer amante.
GUERRA DE CUBA ptv
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