viernes, 20 de agosto de 2010

¿QUÉ ES EL CASTRISMO CULTURAL? (ENSAYO)

PUBLICADO PARA HOY 21 DE AGOSTO


Por Manuel Cuesta Morúa


INTRODUCCIÓN

Doy este texto para su publicación independiente. El Castrismo Cultural es un capítulo de un ensayo reformulado, cuyo título es 50 años después: un nuevo contrato para Cuba, escrito para la recién creada Fundación Nuevo País. La razón va en la siguiente dirección. Cada vez parece más claro que la cultura es lo que realmente importa en el progreso de las sociedades y de los individuos. Lo difuso del término tiende a generar cierta confusión, y cualquiera puede pensar que al emplearlo en sociedad se hace referencia a la cantidad de libros que leemos, los diversos museos que visitamos, las veces que asistimos al ballet o a los bailes populares, y de cuánta disposición tenemos para bañarnos en el folklore y la cultura de los olvidados.

Cultura es eso, decididamente. Pero su uso va, hoy día, por otros caminos. Se trata de las pautas, la mentalidad, los estilos de vida y de convivencia, y de la proyección de una sociedad para afrontar sus diversos retos, simbolizarse a sí misma y garantizar su continuidad. En Cuba se va captando popularmente esta acepción que debemos a la antropología. Ante la incapacidad nuestra como cubanos para asumir un rol o entender la diversidad, solemos decir que carecemos de cultura para el desafío. Si mal y brevemente reduzco todo el asunto a una categoría, esta sería la de cultura entendida como mentalidad.

Es indiscutible que no debemos alejarnos de este enfoque para entender, por ejemplo, por qué Vietnam, un país devastado en una guerra total por allá por 1975, es el tercer exportador mundial de arroz en 2010 y se da el lujo de donar algunas toneladas del cereal a un país como Cuba que, ese mismo año, parecía encaminarse por el esplendor de la experiencia socialista; un país, por cierto, sin el trauma de lo que propiamente podríamos llamar una guerra moderna. La diferencia pasa entonces por la cultura y la tradición.

Resulta fundamental entender así la cultura para explicar en profundidad los restantes fenómenos sociales y políticos de un país. Así lo veo con más claridad en la medida en que trato de comprender Cuba. Por lo que el Castrismo Cultural es un intento de explicarme lo que de otro modo es inconcebible para la decencia humana. Y realmente me impulsé a terminarlo cuando vi, en un acto de indecencia mayor, las imágenes de lo que sufrieron las Damas de Blanco en las llamadas Jornadas de Marzo de 2010. Un espanto cruel en su cruda y grotesca simpleza.

Comprender se hace cada vez más necesario. Friederich Nietszche rehuía el proceso de la comprensión porque le parecía una cobarde coartada para justificar lo injustificable. Siempre me pareció esto una exageración del gran filósofo; un comentario respetable porque proviene, no obstante, de una de las autoridades de la cultura occidental. Pero Hannah Arendt, otra autoridad no menos respetable, le proporcionaba abolengo a la comprensión porque la veía como un modo racional de superar. De hecho, el origen de la locura se puede situar también en la incapacidad humana para comprender fenómenos que le aparecen como raros e incomprensibles.

Comprender es superar. Podría formularse así el proceso por el cual intentamos controlar de algún modo lo que nos rodea e impide avanzar. Voy a citar a Arendt en una formulación que me parece muy precisa para definir el proceso necesario de entendimiento de los asuntos humanos. “La comprensión”, nos dice, “no significa negar lo que resulta afrentoso… Significa, más bien, examinar y soportar conscientemente la carga que nuestro siglo ha colocado sobre nosotros ―y no negar su existencia ni someterse mansamente a su peso―. La comprensión, en suma, significa un atento e impremeditado enfrentamiento a la realidad, un soportamiento de ésta, sea como fuere.” (En: Los Orígenes del Totalitarismo, pp. 10. Ed. Taurus, México, 2004).

“Soportar conscientemente la carga…”, me resulta una frase enteramente feliz para expresar el asunto, porque la dominación total intenta evitar que los dominados tengan conciencia clara de la carga que soportan. No entender lo que está pasando y vivir en plena felicidad con la carga es el sueño, fatalmente realizado, de las autocracias y los totalitarismos. Por contraste, ese soportamiento conciente abre dos vías: la del cinismo social, el mal menor de la dominación totalitaria, o la de la superación, que siempre conduce a una acción reflexiva para liberarse de la carga a la primera oportunidad. Un camino intolerable para el totalitarismo.

El Castrismo Cultural trata de seguir la segunda vía abierta. Lo que me parece urgente en términos morales. Porque, parafraseando a Arendt, si es verdad que en sus fases finales el castrismo aparece como un mal absoluto (absoluto porque ya no puede ser deducido de motivos humanamente comprensibles), también es cierto que sin el castrismo ―no sugiero que lo que sigue haya sido necesario― podíamos no haber conocido nunca, los cubanos, la naturaleza verdaderamente radical del mal. Este texto trata de comprender ese mal en términos culturales.

¿QUÉ ES EL CASTRISMO CULTURAL?
Propongo la siguiente definición: el castrismo cultural puede definirse como la matriz de rasgos de comportamiento, mentalidad, visión y estilos de vida que, conectados con su origen en la Galicia rural, entra como uno de los torrentes formativos de la nacionalidad cubana, se reestructura con elementos de la tradición hispánica medieval y se petrifica, sin fluir, en medio del proceso mismo de formación de nuestra nacionalidad.

La historiografía cubana es vasta en todos los campos tradicionales del quehacer y pensar históricos. Sus debilidades están centradas, sin embargo, en la historia social, en la historia de las mentalidades y en los estudios culturales. Esto no es casual. Dado el peso que tuvo en Cuba la tradición estatista en el flujo social y cultural, a diferencia de otros lugares, la nación y la nacionalidad han sido miradas siempre desde los puntos de vista de la guerra, la política y el Estado. También desde la economía. No obstante, la idea de que sin azúcar no hay país refleja más bien la visión de una clase que sabía que su poder de inserción mundial dependía de la economía, que la de una visión y una conciencia de lo que podía ser la nación.

Esta se intenta construir desde la política y desde el Estado, a ratos desde la estética poética, en contraposición estructural con el país de la economía. Pero el elemento fundamental desde el cual se estructura una nación: el elemento cultural, nunca ha sido objeto de análisis de rango. En ese sentido la historiografía cubana ha seguido el curso de la narrativa del poder y no se ha proyectado a una imaginación estratégica sobre la nación. Algo que no puede hacerse descontando los valores culturales. Como se sabe hoy con mayor claridad, y como lo demuestra la existencia misma del castrismo, la cultura es lo que importa en términos de qué pautas estructuran una sociedad.

Sin embargo, si es cierto que sin economía no hay país, es más exacto todavía el axioma de que sin cultura compartida no hay nación. Entendiendo, claro está, que país y nación no son la misma cosa. Y el castrismo cultural es exactamente la hegemonía de uno de los torrentes culturales de la nación, no precisamente el más actualizado ni dinámico, pero sí el más agresivo, sobre el resto de los torrentes o componentes que venían dando entidad a la nacionalidad cultural de Cuba. Diría más: el castrismo cultural estaba a punto de diluirse justo en el momento en el que logra detener ese difícil proceso de conformación de la Cuba cultural. La síntesis de ese proceso en el ámbito literario la expresaba muy bien Virgilio Piñera. Pero el triunfo del castrismo cultural tiene su correlato, a pesar de las contradicciones, en el triunfo de otro movimiento literario: el origenismo ―con su preeminencia católica―, en la versión “revolucionaria” de Cintio Vitier.

En la década del 50 del siglo pasado, cuando este proceso de la nación cultural está a punto de cuajar, e incluso cuando ya la burguesía cubana se da cuenta que es importante ser nacionalista, aparece con fuerza hegemónica el castrismo cultural: la versión menos cubana de la hispanidad gallega.

De hecho y en rigor antropológico, el castrismo no es cubano. Quien lee detenidamente el libro Todo el tiempo de los cedros, esa mezcla de hagiografía y patrística sobre Fidel Castro escrita por la periodista cubana Katiuska Blanco, tendrá la excelente ocasión de analizar un típico texto de antropología involuntaria. Lancara, la unidad territorial de la Galicia interior que da inicio a la saga, está más cercana a ciertos espacios de Birán en el oriente cubano, de lo que podría estar Birán de Santiago de Cuba en términos culturales.

Ciertamente haber nacido en Cuba en la década del 20 del siglo pasado, y haberse formado en los contextos culturales propios de los años 30 y 40 no garantiza la nacionalidad cubana entendida como cultura. Sin duda alguna se es francés o alemán si se nace en la misma época en los respectivos países, pero no se es cubano necesariamente si se nace en Cuba en 1926. El flujo de inmigración a Cuba de la época retarda el proceso endógeno de cimentación cultural y pasma abruptamente el ajiaco del que mucho escribió el etnólogo cubano Fernando Ortiz.

De modo que el castrismo cultural triunfa en 1959 y tiene que hacerlo de manera hegemónica y arrolladora para sobrevivir. Y su hegemonía provoca un desplazamiento histórico sin precedentes en el núcleo cultural diverso sobre el que Cuba viene conformando trabajosamente su nacionalidad.

¿Cuáles son los rasgos del castrismo cultural? Sin orden de importancia voy a resumir los que me parecen fundamentales, en contraste con el proceso de formación de la nación cubana. Estos rasgos, algunos simbólicos, otros estructurales, merecen un estudio más exhaustivo. De modo que lo que aquí expondré debe pasar por el tamiz de un mayor rigor sociológico, antropológico y de teoría de los símbolos.

Empiezo por la concepción burocrático-militar del Estado y su concepto y conducta marciales. Esto es típicamente hispánico y se conecta con la idea de imperio y dominio que el castrismo cultural introduce en la idea y realidad de Cuba. Los orígenes guerreros del modelo, contrario a los orígenes cívicos del proyecto de nación, para el cual la guerra es una imposición de la realidad, no parte del rito fundacional, facilitan este desarrollo. Pero la cultura política cubana tiende, por su origen fundacional y su permanente definición contra la España imperial, al republicanismo, al ciudadano y a lo cívico. El militarismo es una consecuencia de la prolongada guerra por la independencia, pero no entra en la concepción de ninguno de los que idearon la noción de una Cuba que rompe su cordón umbilical. La facilidad con la que se disuelve el ejército en 1901 es algo más que una ingenuidad política: da la medida exacta de que el modelo burocrático-militar es ajeno al proyecto de nación, aunque no extraño en Cuba.

Otro rasgo es el de la visión rentista del Estado y de la sociedad. Desde Félix Varela hasta 1959, la crítica esencial a los sectores pudientes en Cuba tiene que ver con su afán productivista y economicista. La mentalidad misma de que sin azúcar no hay país es un reflejo de que Cuba estaba siendo pensada y concebida como una unidad económica de primer orden, lo que se alimenta de, y determina los rasgos pragmáticos de la cultura, la flexibilidad como paradigma del comportamiento, el sentido de independencia social y la capacidad de contraste con su propia realidad —la corrupción en Cuba hoy tiene mucho que ver con la tensión entre la estructura represiva del Estado y esa planta flexible del modelo cultural. El hecho de parasitar unidades económicas externas, —la ex Unión Soviética, China, Venezuela, los Estados Unidos, etc.— tal como hizo la España imperial con sus colonias, fomentando así una mentalidad insegura y dependiente, es también ajena al núcleo cultural de Cuba.

Un tercer rasgo es el de la estrechez en la visión del mundo. En esto tiene mucho que ver la educación jesuítica de la época, una educación de elite y desconectada de la diversidad de componentes de la Cuba cultural, pero más con la estrechez de mundo del espacio rural infinito y sin confines claros. Se ha dicho y se dice que el castrismo es intolerante. Puede ser verdad como frase tópica, pero bien visto, estamos frente a algo anterior a la naturaleza de la intolerancia. La intolerancia aparece cuando se convive con otros mundos que no admitimos, no se asimilan y se rechazan. En cierto sentido el intolerante sabe que aquellos existen pero no los reconoce. Pero, el castrismo cultural es la creencia de que no existen esos otros mundos porque no los concibe. Esto es algo más primario y de algún modo peor que la intolerancia. Condiciona por tanto la actitud de negación de otros horizontes como corresponde a sus orígenes típicamente rurales. Y esto explica muy bien la violencia administrativa, pública y racionalizada que el castrismo cultural despliega contra las ideas pacíficamente expresadas. Ya esto no es cubano. En la Cuba cultural la pluralidad de ideas puede generar intolerancia, distanciamiento y choteo pero no visión estrecha del mundo.

El cuarto de los rasgos es el antinacionalismo. Dicho a estas alturas resultará escandaloso pero el castrismo es antinorteamericanismo, no nacionalismo. En este sentido es muy cierto que en alguna medida Fidel Castro Ruz es el último español decimonónico de la Cuba cultural y política, pasado por la escuela jesuita, la de la Civilta Cattolica, que enseñaba que los hombres elegidos despliegan su misión en el mundo, no atados a valores estrictamente nacionales.

Como el último español, Fidel Castro niega a José Martí en dos puntos esenciales: el republicanismo cívico y el rechazo a los militares. Lo aprovecha bien, no obstante, y exagerándolo, en la vena crítica de Martí hacia el expansionismo norteamericano y en la apropiación romántica que este último hace del concepto total y abstracto de humanidad como plataforma para la acción política. Hasta aquí. La conclusión lógica de todo nacionalismo, la que le da contenido positivo una vez que se define frente a potencias externas, nada tiene que ver con el castrismo cultural. Y esta conclusión lógica es la exaltación y defensa de los nacionales, independientemente de sus diferencias, por encima de cualquier otro sujeto externo. Los nacionalismos tienen algo de mala literatura justamente porque ponen la propia etnia por encima de otras etnias políticas. Todo nacionalista auténtico se acerca para decirnos: yo y lo mío primeros.

El castrismo cultural es la corrección disminuida de cualquier vena nacionalista por defecto. No equilibra el nacionalismo a través del concepto total de humanidad, en cuyo caso extranjeros y cubanos seríamos iguales en Cuba y frente al poder, sino que desciende lo cubano y a los cubanos a una escala inferior, gestionando la nación en tres direcciones: la de dominio sobre los seres humanos posibles: los cubanos, la de imperio desde el centro territorial posible: Cuba, y la de imagen “perfecta” frente a toda la humanidad. Esta última dirección explica por qué el castrismo se desvive por satisfacer a los extranjeros en detrimento de los cubanos y por qué priva a los nacionales hasta de lo más elemental para preservar su imagen y compromiso con los de afuera. Y es verdad que muchos cubanos se sienten a gusto con esta distorsión. Pero el nacionalista no hace esperar a los suyos, por el contrario, siempre hace esperar a los demás, y en los peores casos les hace sufrir para contentar a su propia gente.

El nacionalismo nunca permitiría entender, entre otras cosas, los misiles rusos, el tipo de gestión a la crisis de estos misiles en 1962, las tempranas guerrillas en América Latina, Asia, Medio Oriente y África, las campañas militares en este último continente, la pleitesía rendida a otro país en la primera versión de la Carta Magna (1976), el turismo para extranjeros, las dos monedas, la gestión capitalista externa que conforma y estructura una clase media alta residente, formada solo por extranjeros; los dos sistemas de salud y de educación; las donaciones, de lo que se recibe precisamente como donación, a los ciudadanos de otros países en detrimento de los suyos; la tolerancia del uso de la bandera para acompañar otros símbolos que nada tienen que ver con la formación de la nacionalidad, como es el caso de Ernesto Guevara de la Serna, o para satisfacer las banalidades aparentemente iconoclastas del reguetón; mucho menos la idea-traición en marcha de unir Cuba a un proceso político externo, representado esta vez por el chavismo. Tampoco, la preeminencia de la voz de los extranjeros por encima de la voz de los nacionales. Ahora bien, esto sí se puede entender desde los dos conceptos básicos que estructuran el castrismo cultural: el dominio y el imperio. El hecho de que la estructura burocrático-militar cubana esté copando las instancias de poder en Venezuela es un ejemplo claro de esta vieja idea de imperio que no descansa.

El antinorteamericanismo, que les ha parecido a muchos un nacionalismo, corresponde a esta doble lógica cultural: el odio imperial a los Estados Unidos, heredado de la vieja España, y la actualización del concepto de imperio desde la última de sus colonias: Cuba. La conexión cultural es indiscutible y permite entender lo que de otro modo parecería ridículo: Cuba estableciendo un pulso mundial con los Estados Unidos en otras tierras del mundo. Esto no tiene ni tradición ni antecedentes en el proyecto de Cuba como nación. Sí en la España del imperio.

Ello tiene que ver con un quinto rasgo: la libertad aristocrática y su origen rural. Esta libertad aristocrática explica y une a Hernán Cortés con el castrismo. Y lleva a la aventura, al gozo único y excéntrico, a la ruptura de los límites, a la fundación de imperios que no se pueden sostener, que en el fondo no sirven para nada y que, en el caso de Cuba, no se conectan con la dimensión de los cubanos políticamente poco expansivos. Cuando digo aristocracia rural no lo asocio con campesino. La aristocracia rural tiene que ver con la hacienda en medio del espacio vacío, la imaginación destructiva, la productividad de los otros y la frontera difusa. El campesino es el hombre rural atrapado por su propia productividad, la imaginación simpática, las fronteras y la comunidad. Otra vida, otras costumbres. Y de la aventura aristocrática a la dominación solo hay un paso: el de lanzarse para alcanzar el dominio. Esto pertenecía a la España imperial, no a Cuba. Cuba se funda a partir de la libertad republicana, que es la libertad cívica de los iguales. Y la libertad aristocrática tiende a despreciar esa libertad de los iguales porque necesita súbditos y guerreros leales. De ahí su militarización natural.

¿Por qué entonces el castrismo es mirado como un nacionalismo? Porque contra los Estados Unidos todo gesto parece auténtico. Y el patriotismo tal y como se ha vivido en los últimos 50 años luce auténtico, denso y coherente por su dimensión puramente teatral. Un teatro patriótico con víctimas reales pero que no expresa los peligros ciertos de pérdida de la patria-nación. Por una razón de época: el imperialismo moderno representado por los Estados Unidos no necesita construir territorios coloniales como sí requirieron los viejos imperios construidos en la época medieval. Son estos los que dan sentido a los conceptos patrióticos. Al imperialismo moderno le estorban los territorios ajenos. ¿Por qué se entrega Cuba en 1902?

La teatralidad patriótica, sentida con más entusiasmo por los lunetarios que por los guionistas, enmascara y explica la incompatibilidad de un nacionalismo vivido desde sus propios fundamentos con el acelerado proceso de desnacionalización que se observa por doquier, debilitando los sentidos de pertenencia, la base cultural de los valores, y festejando, casi, la pérdida total de Cuba como unidad económica. Un sentido de grandeza nacional, no de gloria personal, está detrás de cualquier nacionalismo. Curioso e irónico. La autenticidad de Cuba, en términos de valores y fundamentos, aparece en el acelerado rescate del patrimonio múltiple de su cultura estética: es decir, la que no es creada por el castrismo cultural. Una auténtica obra de recuperación que se detiene en las fachadas arquitectónicas, la música y alguna literatura.

Sexto rasgo. La estética del poder asociada a la libertad aristocrática. En una república, el poder se viste con las mismas prendas. La distinción existe, pero pasa por una combinación entre el estilo propio, el garbo personal y el tejido. La distinción nunca depende del tipo de vestimenta. Lo raro impresiona y atrae. Exotiza la mirada y fascina, incluso, a los contrarios, pero sigue siendo raro. En una república moderna la corbata y el traje, la guayabera y el sombrero jipijapa, o a lo sumo la soltura del traje sin corbata, la camisa con mangas al codo o las camisas Mandela son los índices de la libertad de los iguales y de la democratización del poder a través de la estética. En este rango, todos los juegos del vestir son posibles. Pero no el único traje, sea el militar o la sotana. Esta distinción calculada solo se puede hacer desde la proyección de dominio sobre los otros que no pueden acceder a mi estética. Ni que decir que en materia de estética del poder esto fue bastante efectivo en tanto se aleja de la cultura cubana.

Y la estética aristocrática del poder posibilita otros rasgos del castrismo cultural. El séptimo de los cuales asocio con la cultura oral. La palabra está estrechamente conectada con el poder. La retórica es una realidad sin la cual no se explica el ascenso y la caída de gobiernos y líderes. Pero lo oral como poder es distinto a la retórica. Lo oral significa la repetición sempiterna y cíclica de motivos, oraciones, términos y tópicos para explicar y justificar el propio lugar en el orden de la sociedad. Por eso la tradición oral, que se parece a la retórica, es parte del mito — ¿y no es la Revolución Cubana un mito? — sin conexión necesaria con la realidad. Por inscribirse en la tradición oral de las historias míticas, el castrismo cultural no puede culminar en una doctrina. ¿Por qué no hay un texto fundamental escrito desde el castrismo cultural con toda su pretensión fundadora? La Historia me absolverá no es más que una potente denuncia circunstancial sin fundamento ni apertura doctrinal. Medio siglo después falta el opúsculo que atesore el legado intelectual del castrismo y en el cual puedan beber los seguidores milenarios. Pero claro. La palabra como tradición oral hace imposible el texto doctrinal. Este, que limita la acción, codifica el pensamiento y permite el contraste de los discursos, solo nace de la palabra razonada que es la propia de la buena retórica: la exposición elegante de una lógica cadena argumental. El ejercicio de la palabra razonada puede culminar casi siempre en una buena doctrina escrita para quien hace de la retórica el sustento de su poder. El castrismo cultural sigue siendo aristocrático hasta cuando usa la palabra. Y no exactamente por los modales.

De aquí un octavo rasgo: el control por encantamiento para destruir al ciudadano. ¿En qué termina este? En el súbdito. La cultura política en Cuba persuade y convence, y en sus extremos más detestables se hace politiquera es decir, promete demagógicamente para manipular e incumplir. Pero al encantar por la palabra destruye esa dimensión cívica de la república donde el ciudadano confronta, es persuadido o convencido, para atarlo entonces, súbditamente, a las determinaciones del poder. Y encantado, el súbdito actualiza el viva Fernando VII en el viva Fidel.

Cuba regresa así al siglo XIX para destruir las estructuras de la política moderna y reproducir el esquema medieval de soberano y vasallo. Es interesante ver cómo el regreso al modelo antropológico medieval de la política determina la sociología política de la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad. La relación directa entre el hombre divinizado y el “pueblo”; la transferencia de la culpa hacia la burocracia intermedia por las consecuencias indeseadas en la gestión pública ―lo que disuelve la responsabilidad del poder y fortalece indirecta e involuntariamente la fusión entre soberanía y propiedad sobre la nación de una persona―; la conversión del derecho en concesión y de la exigencia en queja son todas ellas consecuencias estructurales de la disolución de la política moderna por efecto del castrismo cultural. Hiela escuchar diariamente la frase simbolizada en la mentalidad del súbdito cubano en desesperación: “esto Fidel no lo sabe”. Nada distinto al “Rey no lo sabe” del siglo XIX.

Esta legitimación desde-abajo-de-la-nación-como-propiedad-del-de-arriba tendrá una consecuencia para Cuba peor que para la España del imperio. Los súbditos de la España imperial podían exclamar: Viva el Rey, Muera Fernando VII en época de mucho malestar, sin que la exclamación implicara simbólica y mentalmente la disolución del reino. Ello porque Fernando VII no encarnaba su eternidad, solo constituía su venerable representación temporal. En Cuba, donde nación y persona se confunden encarnizadamente sería imposible clamar por la vida y la muerte de Fidel Castro al mismo tiempo: la nación, entendida como control “dinástico” de la soberanía, sigue con él o termina con él. Por lo que se hace necesario remontar la nación a sus propios orígenes, cosa perfectamente posible, para establecer un continuo en nuestro proyecto de nación. De paso, nos libraríamos de otra consecuencia del castrismo cultural: la de asociar el éxito o fracaso de un proyecto a la vida o muerte, real o simbólica, de alguna persona o entidad social.

Y ese súbdito en el que se convirtió al cubano no forma parte de la masa. Los fenómenos de masa en Cuba responden a los espacios de la cultura, no a la política: la mayoría escuchando la misma música, utilizando las mismas modas y reproduciendo el mismo lenguaje estandarizados. La asociación entre política y masa en Cuba habría existido si el partido comunista hubiera logrado estandarizar su control simbólico e ideológico sobre el resto de los cubanos ―una ambición histórica bloqueada precisamente por el caudillo, justo cuando más cerca y en mejor posición estaba aquel para concretarla.

De este modo la masa, que según el filósofo español Fernando Savater debería ser asunto de la física o de la panadería, respondería a criterios impersonales como corresponde a la naturaleza de las masas en cualquiera de sus sentidos, incluyendo el cultural y el político. Pero esto es un fenómeno propio de la modernidad política de la que Cuba fue desconectada. Al regresar al siglo XIX retornamos, si se quiere, a una categoría más auténtica: la de pueblo, pero en su acepción aristocráticamente peyorativa: la de plebe. Una plebe que se muestra típicamente a través de tres de sus elementos más naturales: la identificación encarnada con la figura emblemática del poder (distinto de la identidad con el carisma), la legitimación pública del lenguaje vulgar y la legitimación natural de que los de arriba deben comer mejor y distinto. Las masas políticas de la modernidad no se ajustan a ninguna de estas tres características.

El tipo, el concepto y la concepción de la familia es el noveno de los rasgos que diferencian al castrismo cultural de la identidad que iba cuajando en Cuba. La familia extendida, casi ampliada, que aleja a determinada generación de hijos del centro aglutinador a favor del mayorazgo (del hijo mayor), se distingue claramente del tipo de familia nuclear afectiva que surge tanto del barracón, como de la comunidad campesina y de las ciudades aburguesadas, de clase media y obreras que se edifican en Cuba.

En la familia rural extendida lo útil sustituye a los afectos, mientras que el mayorazgo garantiza la reproducción permanente de los viejos patrones patriarcales. La familia nuclear afectiva funciona con otros criterios: el afecto va sustituyendo a lo útil ―la transición que en este sentido se va produciendo en la familia campesina, humanizándola, es clara― y la familia se abre al futuro de los hijos, en muchos casos diseñado por los padres pero con entera responsabilidad, casi siempre, por parte de los mismos hijos.

Las consecuencias de cada uno de los tipos y concepciones son evidentes y marcan un retorno cultural impresionante. Para empezar, el modelo patriarcal y de mayorazgo va contrario a la historia política de Cuba, según la cual son los padres los que siguen a los hijos adultos y no al revés. De hecho rompe con la figura occidental del héroe, que siempre refleja a un joven audaz y vigoroso rebelándose contra el padre. Que la Revolución cubana haya sido hecha por jóvenes no garantiza, a partir de este análisis cultural, que haya sido hecha desde la modernidad. En segundo lugar, la formación de valores no empieza en la familia nuclear afectiva por la utilidad del hijo para algo o para alguien, como si ocurre en el tipo patriarcal, sino por la concepción y tradición de la familia respecto a lo que considera mejor tanto para el mantenimiento de ciertos valores familiares como para el hijo.

Por último, aunque no finalmente, la naturaleza afectiva de la familia, basada en las distintas concepciones cristianas, evita o vive como una tensión contranatural las fracturas por razones extrafamiliares de los afectos basados en la sangre. En la familia patriarcal no. Como la familia extendida se estructura en torno a la utilidad más que alrededor de los afectos, y sobre valores dados y no elegidos, no se entienden como fractura las rupturas de la familia. No se asume como contradicción de afectos en el nivel psicológico de la personalidad. Al imponerse el castrismo cultural, se produce una dislocación en el sentido de la familia nuclear que dañará la base de la identidad cultural en niveles y dimensiones generales que son fundamentales en el proyecto de nación cubana.

Si la familia coincide con la sociedad ―por eso es extendida― en el concepto patriarcal de Estado, las cuestiones importantes tienen sentido en función de dos valores típicos de las aristocracias patriarcales: la fuerza y el poco sentido de la vida fuera de los dominios señoriales. Recordemos que estos son los valores primordiales del guerrero. ¿Qué es un cubano fuera del territorio del castrismo cultural? Nada. A lo sumo un instrumento útil en momentos de extrema necesidad. Precisamente el uso totémico del gusano como figuración para estigmatizar a quienes escapan o se niegan a vivir en los predios del castrismo cultural refleja, no solo la relación habitual que establece toda aristocracia rural con la naturaleza, sino el rebajamiento y el desprecio del resto de los seres humanos.

Semejante rebajamiento no es cubano. Los cubanos heredamos del humor hispánico medieval el mal gusto por la burla de los defectos humanos. El humor de situaciones no es lo nuestro. Pero tampoco lo es el establecimiento de metáforas animales para identificar tipos humanos. Un hombre se puede comparar con un gallo o una rata, pero sigue siendo un hombre. Sin embargo, del símil (el hombre como) a la metáfora (el hombre es) va un importante trayecto cultural que marca la diferencia entre la vida y la muerte. El castrismo cultural sustituye el símil por la metáfora y recupera la pena de muerte como castigo civil, cuando esta había estado ausente del contrato republicano inicial como distinción humanística frente a las prácticas jurídicas de la España del imperio. Recuperación labrada por el previo rebajamiento animal del homo civicus.

Esta, la negación absoluta del hombre cívico, es el eje del décimo rasgo del castrismo cultural que me detengo a analizar en sus perfiles más bastos: la combinación de pesimismo y metafísica. Una metafísica de la acción, no del pensamiento. Bebiendo en las enseñanzas jesuíticas, el castrismo cultural es la expresión nacional del pesimismo cristiano sobre el hombre después de La Caída. Librado a su albedrío y a su voluntad el hombre es autodestructivo, y busca más la satisfacción de sus placeres y el encuentro con lo mundano que propiamente lo que le debe interesar para su salvación. Recuperarle es posible, nos sigue diciendo esta visión pesimista, pero solo mediante la guía certera de una elite bien formada, preparada e instruida en los adecuados instrumentos de salvación, que están solo disponibles, eso sí, para unos pocos elegidos. Y el hombre cívico está en contradicción radical con esa pretensión de que un grupo de autoelegidos le lleve por el camino del bien. Por eso elige.

Los jesuitas siguen siendo de este modo pesimistas respectos a los demás, pero recuperan el optimismo de los hombres para unos pocos de entre los suyos. Y, ¿qué es la salvación? El núcleo duro de esa metafísica que se coloca fuera de las experiencias corrientes, construidas por las pruebas de tanteo y error, y acumuladas creativamente, para ofrecer entonces un nuevo lugar de elevación humana para toda la vida. Metafísica significa más allá de la física es decir, más allá de la experiencia humana. Y es verdad que si ese utópico y beatífico lugar es alcanzable, solo puede serlo de la mano de alguien. Los jesuitas, ya no hoy por supuesto, organizaron auténticos ejércitos misioneros para implicarse con los hombres-criatura en cualquier parte del mundo ―más allá de las naciones―, ayudándoles a elevarse.

El castrismo cultural es la expresión en Cuba de esa combinación entre pesimismo y metafísica que se actualiza en una visión particular del concepto de Revolución, que montó su específico ejército revolucionario para desplegar en todas las zonas del mundo y que se molesta profundamente porque el resto de los hombres no se deja conducir hacia cotas más elevadas de posibilidades humanas con el fin, se nos remacha, de cerrar definitivamente el perverso ciclo iniciado con La Caída. Desde la psicología profunda, estas pretensiones nos pueden resultar hoy una solemne tontería sublimada, pero estamos frente a una experiencia mística que explica, por otra parte, la constante tensión histórica entre los jesuitas y el Vaticano. Entre el castrismo y toda autoridad comunista suprema.

Este pesimismo metafísico esta desconectado completamente de la cultura cubana. El de revolución es, más bien era, un concepto tangible en la tradición política y social cubana. En nada distinto a los significados en el resto del mundo occidental, desde las revoluciones estadounidense y francesa: cambios radicales con sentidos más o menos sociales y libertarios, enfilados contra todas las cadenas que distanciaban naturalmente al hombre del poder que ejercían los demás, y del poder sobre sí mismo; fueran estas cadenas divinas, u originadas en la tradición o en la fuerza.

Lo cual significa que todas las revoluciones son contrastables por el simple hecho de que abren el proceso social al análisis de la razón y lo hacen accesible a los ciudadanos. Sin estos dos requisitos, que al mismo tiempo son resultados, no se podría hablar de revolución social o política. Una revolución que tiene como contenido semántico a la propia revolución, que no se puede descifrar racionalmente, que no se puede contrastar empíricamente y que no es accesible para los ciudadanos, no es exactamente una revolución tal y como era entendida hasta 1959. Sin embargo, es la Revolución tal y como se instituyó en Cuba después de esa fecha.

Este es el punto de partida para entender por qué la Revolución Cubana desnacionaliza la política, desnacionalizándose, para dar carta natural de revolucionarios dizque cubanos a todo extranjero que, sin saber nada de Cuba, viene a sentar cátedra política en el territorio nacional, hablando de y por los cubanos, en lo constituye una nueva forma de representación política global sin base en la nación. Y es el punto de partida para recuperar la práctica del destierro de los cubanos desafectos, una práctica de la España imperial, desprotegiéndoles en el mundo. Un proceso político nacionalista comienza por proteger a todo ciudadano, independientemente de su condición y elección políticas.

Alejada, tras cada minuto que pasaba, de sus propios orígenes culturales, que determinaban sus propios objetivos, la Revolución Cubana iba asumiendo así su carácter metafísico ―más allá de toda experiencia― para estabilizarse como el concepto taumatúrgico en boca y en manos, no de una elite directora, sino de Fidel Castro, el único al que se le reconoce el derecho al libre despliegue de su optimismo: una de las epifanías de la voluntad.

De ahí derivaba su fuerza la Revolución Cubana: de la aceptación mundial de una visión pesimista del hombre, con cuarteles generales en muchas capitales, ―después de haber disfrutado irresponsablemente del vicio y de la prostitución durante los 50 años de “pseudos república”, se dice, los cubanos debíamos ser redimidos― y de la legitimación de que ese hombre caído podía ser salvado por un hombre más o menos lúcido, que atesora una opinión exageradamente positiva de sí mismo. Pero, ¿qué enmascara (ba) este concepto de revolución, psicológicamente primario e intelectualmente pobre? Un dato muy importante para entender al castrismo cultural: el pensamiento, heredado de la España catolizante, que tiende a proyectarse a través de la eternidad. Sub specie aeternitatis se escribe en latín. Y la eternidad, como es sabido, no tiene territorio cultural específico.

¿Qué tiene esto que ver con Cuba? Absolutamente nada. Para los cubanos el tiempo es concreto; no está hecho para que se pierda en asuntos metafísicos. Y si no se le puede apropiar para la creación, debe ser empleado concretamente para el gozo. Las dificultades de los intelectuales orgánicos de la revolución para convertirse en elite directora del proceso ―afortunadamente― tienen mucho que ver con su incapacidad para hacerla comprensible al resto de sus compatriotas en su pretendida dimensión eterna. Y no solo por falta de entrenamiento metafísico o por la carencia de una previa doctrina intelectual: algo así como una idea Zuche cubana; también porque nuestros intelectuales son hombres y mujeres mundanos, amantes de la riqueza, y de las cosas comunes y corrientes que identifican pilares bien arraigados de una cubanía muy visible y poco narrada. Son, a fin de cuentas, unos cubanos más en toda su radicalidad moderna, para los que el tiempo concreto cuenta.

Camino de salvación para la eternidad es el alimento primordial, digamos que el maná, para vivir la grandeza por sí misma de la revolución y del socialismo, con plena independencia de las realidades concretas. Así con la revolución y el socialismo cubanos sucede lo que con el futuro: son empíricamente indemostrables, pero existen. Y marcan las posibilidades. La única diferencia es que el futuro nunca llega antes de tiempo. Sin embargo, revolución y socialismo, que sí han ocurridos, se niegan a medirse con la realidad: lo que los hace grandiosos y metafísicos. Esa es la grandeza medieval: la que se afirma por su propia existencia y contra su propia negación. La que provoca ese sentimiento de gloria por el mero hecho de haber resistido para sobrevivir. ¿No se confirma la gesta gloriosa en el obstáculo que vence, antes de los restantes obstáculos por venir? Ella no vive del éxito sino del fracaso al que se ha llegado con determinación. Por eso la gesta, la gloria que no cabe en un grano de maíz, se ve a sí misma como rozando la eternidad. Y tiene que perdurar.

Toda esta incursión medieval en la que nos metió el castrismo tiene que aparentar modernidad, desde luego. Y para ello eterniza el socialismo. ¿De qué modo? A través de la constitución, para seguir siendo modernos. Lo que provoca una ligera sonrisa académica. Porque los teóricos que se respetan reconocen que el socialismo no existe. El mismo Fidel Castro dijo en 1986 que en ese justo momento sí iba a empezar la construcción del socialismo; 28 años después de proclamado. De manera que algo que no existe se instituye 16 años más tarde como fundamento constitucional del Estado y la sociedad.

¿Es qué en ese corto y convulso tiempo se construyó el socialismo; precisamente en el momento en el que Cuba reinicia desde el Estado sus aventuras con el capital? ¿Cómo una petición de principio, algo que necesita ser demostrado después de anunciarse, se puede erigir en base constitucional del Estado? Un falso supuesto se institucionaliza como principio constitucional para regular la existencia de los cubanos perpetuos. Pero semejante aberración lógica, transformada en aberración jurídica, se explica por aquel fenómeno de pensar como eternidad, que subvierte el proceso de la cultura y bloquea el flujo de una matriz de mentalidad compleja nacida de una diversidad extremadamente rica de prácticas y de culturas.

Todo aquello es, pese a su medio siglo, bien extraño a Cuba, y ha tenido como consecuencia grave un cambio, reparable sin duda, en nuestro imaginario: asociar el destino de la nación con un individuo. Nunca antes, no siquiera en nuestra época colonial, se había producido semejante desarrollo.

Relaciono otros rasgos interesantes del castrismo cultural que merecen ser explicados en relación con nuestra identidad en formación. El castrismo cultural es refractario a la pluralidad, no le gusta la música ni le interesa el baile, y quiso imponer, contra todas las evidencias de la vida cotidiana y nocturna, la idea del sacrificio como estilo de vida en una cultura apabullantemente hedonista. De ahí que me haga dos preguntas relacionadas: ¿por qué Cuba se seca como fuente de ritmos musicales a partir de los impactos culturales que retornan con el castrismo?; y, ¿por qué la Esparta tropical no pudo destruir una mentalidad gozadora? Es bueno saber que el danzón surge en Cuba, es reconocido como el baile nacional, pero pertenece más en México. Es útil también conocer que el primer trasvesti de que se tiene noticia en el hemisferio occidental fue un cubano matancero del siglo XIX. ¿Cómo entender esto? Otra pregunta abierta en términos de identidades profundas.

Sigue en pie, por esto, la siguiente certeza: la cubanía ha molestado profundamente al castrismo cultural. A pesar de las ficciones identitarias. La historia ejemplar, el folklore, la restauración de monumentos, la literatura de los muertos, el ballet clásico y la música sensual dan la impresión de que se vive un resurgimiento sin precedentes de lo cubano. ¿Pero dónde quedan el pensamiento, los valores, la mentalidad, el concepto profundo de la nación en el sentido de los sacramentos: el signo visible de algo invisible? Entre historia de los grandes acontecimientos, cultura inerte y cultura corporal, estamos frente a ese tipo de realidad en la apariencia que engaña. Sobre todo a los organismos de las Naciones Unidas.

Esa cultura que hoy se rescata, solo parcialmente, fue en su momento la viva expresión del proceso profundo de las pautas culturales en el sentido de los valores, estilos de vida, filosofía, mentalidad y pensamiento. De hecho la misma necesidad del rescate indica el debilitamiento o la muerte de las corrientes subyacentes que fueron y son constantemente negadas por el castrismo cultural. ¿Por qué este no ha producido nada estéticamente serio como expresión de sus propios valores? ¿Hay estética perdurable sin pensamiento?

Estas preguntas nos devuelven a un punto básico en la forzada invención histórica del último medio siglo: la aristocratización impuesta a la vida política cubana. Negación completa de todos los esfuerzos históricos para crear una propia civilización cubana con base en el republicanismo, la pluralidad cívica, la diversidad cultural y el sentido de riqueza creada.

La aristocracia cubana, que podía reclamar una continuidad histórica con España y que compró títulos en algunas capitales europeas, se suicidó conscientemente como clase cuando apoyo la Constitución de Güaimaro: la primera de nuestras constituciones republicanas. Ella abandonó gradualmente los títulos y conservó los modales. A partir de ese acto fundacional, la aristocracia como grupo se hace cada vez más extraña al cuerpo cultural de la nación, que lo rechaza sin muchos miramientos. El escritor cubano Jorge Mañach se conmovió ante el choteo creciente de los cubanos, sobre todo frente a la solemnidad y artificialidad de los títulos. Incluso, este choteo alcanza a los buenos modales cuando estos se muestran rígidos y engolados. Y la historia de la arquitectura cubana testifica este proceso desde otra perspectiva.

Por esa razón, el regreso de la aristocracia en Cuba tenía un solo camino para establecerse: la guerra como esencia y fundamento de la sociedad. Pero esta nueva aristocracia confronta tres problemas: la ausencia de tradición, su incompatibilidad con la nación cultural y la falta de guerras concretas. Mientras estas últimas fueron posibles ―recordemos que nuestra aristocracia guerrera se comprometió en el siglo pasado a liberar a todo el mundo conocido hasta entonces― se pudo alimentar y casi legitimar esta aristocracia en la medida en que los cubanos participaron de esta grandeza de imperio. Pero las guerras cubanas por el mundo, a pesar de que nunca tuvieron un real sentido, hoy ya no tienen posibilidades. Y entonces nos encontramos frente a una aristocracia guerrera que no tiene justificación, sentido ni viabilidad en el proyecto de nación.

Esto pone más de relieve su incompatibilidad de fondo con la nación cultural. Si nuestra aristocracia guerrera no puede reproducirse como clase en su interior, si su gestión y capacidades no sirven a la gestión moderna de una sociedad que exige cada vez más dispositivos flexibles y de naturaleza civil y cívica, y si su gestualidad sin funciones concretas invitan a la indiferencia de una sociedad cada vez más informal y posmoderna, ¿qué legitima la existencia superflua de una aristocracia militar? Parece que la amenaza de una guerra con los Estados Unidos. Sin embargo, ni siquiera esto la legitima. Para ello, esta amenaza debería ser una posibilidad de guerra perpetua. Algo que se nos ha vendido, por cierto, como la realidad intrínseca a nuestra condición nacional. Pero, más allá de esta necesidad acariciada de guerra perpetua, la aristocracia guerrera se agota en su primera condición: la reproducción de su biopoder. Excepto en la familia dinástica.

E interesante, la familia dinástica de los Castro es la única, la primera y la última que intenta dar cuerpo a la aristocracia en una dirección distinta a sus orígenes guerreros. Es decir, la única, la primera y la última que otorga títulos, beneficios, lugar y poder, todo al mismo tiempo, por el mero hecho del nacimiento. Y como en toda buena aristocracia, todas estas licencias se dan con independencia de méritos, función y capacidades.

Este desplazamiento de orígenes está muy conectado con otro fenómeno sociológico creciente: una elite de nuevos ricos en el mundo intelectual y artístico, necesaria como cortesana de esta aristocracia. Algo impensable con la aristocracia militar. La nueva elite practica ya la filantropía es decir, el desprecio positivo; mientras que la aristocracia se da el lujo del regaño, considerando como ingratos a los cubanos de las clase menesterosas que suelen expresar su malestar. Es decir, practican el desprecio negativo.

Pero con el desplazamiento de orígenes aparece el primero de aquellos tres problemas: la ausencia de tradición. Retomar sus antecedentes hispánicos no parece suficiente como legitimación. De hecho, algunas de las prácticas coloniales reanimadas: la concentración física de desafectos al proceso político, la carta de racionamiento, todo el pliego de medidas administrativas que parecen calcadas de las Ordenanzas de Cáceres ―que en nuestra era colonial regulaban al mínimo detalle lo que cada habitante del cabildo podía tener en su casa―; el destierro de los enemigos; la pena de muerte; la irresponsabilidad divina del poder; la crueldad medieval, que intenta y logra en no pocos casos reducir espiritualmente al hombre a través del sufrimiento físico y mental; el uso de la ley y del poder basado en ella como venganzas, que rompe su lógica cultural e histórica ―recordemos que la ley surge como sustituta de la venganza para hacer posible la civilización― y un largo etcétera, parecen jugar estructuralmente en contra de la legitimación de esta aristocracia. Y todo por un solo hecho: su falta de ascendencia. No hay línea genealógica a la que esta familia se pueda agarrar para justificar su captura permanente del Estado y para introducir social y culturalmente unas prácticas y modales de convivencia en el resto de la sociedad. Sé que es una comparación exagerada, pero la aristocracia británica sobrevive porque lograr transmitir a toda la sociedad el conjunto ritual de comportamientos, estilos y actitudes que les caracteriza, incluido el té de las cinco de la tarde.

Esta incapacidad de la familia dinástica de convertir a toda una nación cultural a sus modales y comportamientos, me lleva a la pregunta de si en ausencia de una fuerte tradición es posible inventar los gestos, las figuras, los tropos y los símbolos de una nueva aristocracia. No puedo responder satisfactoriamente esta pregunta en un sentido u otro. Y a juzgar por el castrismo cultural, me inclinaría a pensar que la tradición es fundamental en toda pretensión aristocrática.

Parece que, independientemente de los tipos y la diversidad, la aristocracia debe tener un sentido claro del honor, del respeto de las propias reglas, de los límites, del valor de la palabra y de los compromisos. Como la aristocracia vive más según códigos no escritos, y transmitidos de generación en generación a través de la enseñanza y la imitación, está más obligada que ningún otro sector a protegerse con el autocontrol. Ha sido el autocontrol el que ha forjado civilizaciones a lo largo de la historia en todas las culturas y continentes. Y este es, digamos, el mejor aporte quizá involuntario de las aristocracias que han sido. La familia dinástica cubana carece de estos límites que le habrían permitido fundamentar y legitimar a futuro, a través de los códigos y símbolos apropiados, su pretensión aristocrática.

En mis tiempos universitarios, en el primer lustro de los 80 del pasado siglo, escuche de un profesor un comentario que entonces no calibré en toda su significación. Dijo él que la Revolución Cubana moriría de su propio ímpetu y de su energía desbordada. Razonaba que esa tensa estabilización social conseguida a base de discursos, jornadas y metas no era sostenible a la larga por ninguna sociedad. Saludaba como su mejor logro, no la alfabetización, sino su institucionalidad constitucional, para mostrarse al final escéptico por el hecho de que la Revolución Cubana no podía desembarazarse de su pecado de origen: la permanente violación de sus propias reglas del juego. Y el profesor abandonó el paraíso.

El castrismo cultural se agota asimismo porque pretendiendo animar una aristocracia desde la ruptura con las tradiciones cubanas, perdió su propio control. Burló todas las reglas establecidas, e irrespeta constantemente la misma constitución limitada que le dio al cuerpo social creado. Esto tiene consecuencias, sin dudas, para las referencias políticas del futuro por su efecto de vacío en el repertorio simbólico e instrumental del poder. Un peligro cierto. Pero merece un análisis que no incluyo aquí. Y si la liquidación del castrismo cultural como aristocracia es algo que no interesa mucho, lo que merece plena atención son las consecuencias de su pretensión de dominio permanente sobre Cuba, vista esta como entidad social, como espacio físico, como posibilidad cultural y como imaginario.

El castrismo cultural ha supuesto la destrucción de Cuba en cuatro dimensiones básicas para todo proyecto de nación: como unidad económica, como espacio fluido de valores, como lugar para la integración de culturas y como república política de iguales. Hemos dejado de ser para no ser lo que nos dijeron que éramos. Esto es tanto un crimen de lesa cultura como un horror moral.

De ahí la necesidad de un nuevo contrato en la que recuperemos todo el optimismo de nuestra condición moderna como un medio para recuperar nuestra voluntad. Democratizándola.

¿Cuáles podrían ser las bases de este nuevo contrato? Estas solo deben ser definidas por los ciudadanos. Cualquiera de nosotros puede y debe tener lo que cree son buenas ideas para su país, pero lo más importante debe ser entrar a la plaza pública de definiciones con lo que John Rawls, un teórico de la política, definió como el velo de ignorancia. Que, simplificadamente, no es más que un intento de evitar el razonamiento preconcebido con su clara tendencia al autoritarismo. No es que se puedan evitar con este procedimiento las propias ideas, sino que se participa desde la escucha y evitando el principio de autoridad que es contrario a la preeminencia del ciudadano y de la diversidad cultural para la legitimidad del Estado y las políticas públicas. Sí creo necesario el diálogo —una especie de democracia a lo Jurgüen Habermas— como fundamento del ejercicio compartido de ese velo de ignorancia. El diálogo como concepto, como instrumento y como estrategia.

Y esto es imprescindible en Cuba. Aquí se ha arraigado una concepción premoderna, pero que se ancla en la modernidad que hacen brotar la fuente de legitimidad no del ciudadano sino de las autodenominadas vanguardias. Ello ha trabado la modernización de la plaza pública de discusión política. En Cuba esta modernización no llega y seguimos confrontando el problema de la pretensión de esas vanguardias, con su concepto de que una clase de iluminados tiene el deber y el derecho de conducir a la masa por el camino correcto. El despotismo ilustrado en marcha. El dilema de los clérigos en la sociedad que muy bien describió el pensador francés Julien Benda. Sin embargo, ¿qué derecho le asiste a alguien que haya estudiado toda su vida, que haya desarrollado una disciplina cualquiera en una academia cualquiera, prestigiosa si se quiere, para determinar lo que otro ciudadano menos ilustrado ―o ilustrado de otro modo― debe tener, hacer o decir? Realmente ninguno. Los conocimientos pueden tener y tienen valor para la sociedad, desde luego, pero no otorgan poder vicario por encima y en representación del resto de los ciudadanos. Esa es la razón por la que la autoridad intelectual en sociedades políticamente modernas y formadas por ciudadanos y ciudadanas maduros se alcanza como crítica del poder. Cuando se trata de construir la convivencia, el intelectual es igual al resto de los ciudadanos. Ni más ni menos.

El día en que sustituyamos el Nosotros, el pueblo ―un error sintáctico que desplaza el poder y la legitimidad hacia arriba― por el Nosotros, los ciudadanos habríamos triunfado como sociedad y nación.

Esa meta histórica en Cuba hace tanto más necesaria aquella modernización cuanto que la vanidad de los intelectuales es inmensa, precisamente en un país de despotismo ilustrado donde, históricamente, los intelectuales han sido incapaces de definir un proyecto más o menos satisfactorio de nación. Para empezar, toda su epistemología, la que les marcas el saber posible, ha estado divorciada de la planta cultural cubana. De manera que sobre este fracaso histórico y cultural se puede erigir la nueva plaza pública de discusión y definición sobre el fundamento más legítimo: el ciudadano en toda su diversidad y pluralidad. El modo de desplazar el poder y la legitimidad hacia abajo.

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