
Ricardo González Alfonso.
(Radio Martí, 19/11/10) - El Comité para la Protección de los Periodistas inició la publicación de una serie de historias escritas en primera persona por periodistas cubanos que fueron arrestados en la Primavera Negra del 2003, una redada masiva contra disidentes en la isla.
Todos los reporteros y editores fueron condenados en juicios de un día de duración, acusados de actuar contra la "integridad y la soberanía del estado", o de colaborar con medios extranjeros con el propósito de "desestabilizar el país", señala el Comité.
Este martes, el Comité publicó "Encontrando libertad en una celda cubana", de Ricardo González Alfonso:
Existe una relación sensual, casi tangible y visible, de pasión y de amor, entre la poesía, el periodismo y la libertad. Los ejemplos abundan. Muchos de sus protagonistas trascendieron la fama fugaz e irrumpieron en la Historia. Sus nombres aparecen en las enciclopedias. Son los grandes, los maestros, los dignos de veneración.
Pero no siempre se precisa de semejante estatura intelectual para ser protagonistas de esas relaciones. La historia, así, escrita con minúscula, a veces nos concede el privilegio de ser partícipe de una de esas pasiones de tinta y de papel, como quien dice de piel y de sangre. Los caminos pueden ser muchos. Incluso, paradójicamente, la cárcel puede conducir a la libertad.
El 18 de marzo de 2003, cometiendo un delito de lesa tolerancia, la seguridad del estado de Cuba realizó una redada en todo el país. Las detenciones se prolongaron por tres días. A 75 miembros de la proscrita sociedad civil nos arrestaron, de éstos 26 éramos periodistas independientes. Comenzaba la llamada Primavera Negra. Mas el gobierno fracasó en su intento de acallar voces capaces de gritar y de cantar más allá de las rejas y de los muros, de los guardias y del terror.
A mi me condenaron a veinte años de cárcel por ejercer un periodismo libre del control gubernamental. Días después me trasladaron a 533 kilómetros de donde residía, y me internaron en la prisión camagüeyana de Kilo 8, conocida como "Se me perdió la llave".
En esta penitenciaría me encerraron en una celda solitaria y minúscula. Casi concluía con el largo del camastro, pues sólo había espacio para un orificio, que torpemente hacía la función de servicio sanitario; y para un tubo cabizbajo con vocación de ducha. El ancho, también breve, poseía el valor de los símbolos: el de un hombre con los brazos abiertos.
En estas condiciones permanecimos nueve compañeros de causa, distribuidos celda a celda en un pequeño pasillo, de modo tal que podíamos oírnos, mas no vernos. Por esta razón titulé "Hombres sin rostro" al poemario que clandestinamente escribí en aquel calabozo.
Algunos de mis cómplices fueron los propios carceleros.
Naturalmente, sin sospecharlo, sin imaginar siquiera como el rigor que me imponían facilitaba mi labor furtiva de creación poética.
Durante los primeros tres meses permanecimos sin luz eléctrica, lo que me obligaba a escribir de día. Mas como habían tantas rejas entre los guardianes y nosotros, (por ejemplo, once puertas con candado para salir a las visitas), el abrir y cerrar de aquellos portones de hierro nos avisaban de la proximidad de los carceleros, y me daba tiempo a esconder mis versos prohibidos y libres.
Los borradores de los poemas los escribía en un pliego de tamaño común; pero después los transcribía con letra diminuta en unos papelitos de pocos centímetros, y los ocultaba en mis chancletas. Entonces quemaba la cuartilla grande, y me deshacía de las cenizas arrojándolas por aquel orificio torpe y sanitario.
Nuestras celdas las registraban tres veces por semana. Cuando llegaban a la mía me levantaba (siempre estaba acostado, pues no había espacio para más) me ponía las pantuflas - mi escondrijo secreto- y salía de la celda, pues no cabíamos los dos guardias y yo.
Después solicité a mi esposa que me trajera varios pliegos de grosor muy fino; así como dos paquetes con sobres para enviar cartas. Estos paquetes de celofán transparente poseían una pegantina fácil de despegar, y que al cerrarse parecían que nunca se hubiesen abierto. En uno de los sobres escondía mis poemas, transcritos a unas tiras un poco más grandes que las originales, donde podía extraerlas ocasionalmente para corregir algún que otro verso.
Para engañar a los guardias rasgué chapuseramente el otro paquete, de modo que mis carceleros no descubrieran el ardid del sellado falso. Cuando requisaban el calabozo registraban los sobres de este paquete, creyendo que permanecía virgen el que contenía los versos proscritos. Cuando terminé de escribir los 45 poemas de "Hombres sin rostro", debí buscar el método de sacarlos de la prisión sin levantar sospechas. Temía perder en un instante mi labor creativa de meses de sigilo.
Me valí de una cajetilla de cigarrillos. Cuidadosamente abrí por el fondo la envoltura de celofán, dejando intacto el sellaje industrial. Extraje la mitad de la picadura, e introduje los rollitos de papel con los poemas. Después los rellené uno a uno los cigarrillos y los guardé de nuevo por el fondo de la cajetilla. Entonces, con mucha delicadeza, pegué el celofán. Sólo faltaba la requisa de la visita. La última frontera.
Ese día llegó. Durante la inspección revisaron meticulosamente mi mechero, pues tenía un compartimento discreto para guardar no sé qué. Los carceleros, al verlo vacío, se tranquilizaron y fueron menos diligentes en la revisión, de modo que no descubrieron el falso sellaje.
En la visita le entregué la cajetilla a mi esposa, y en un susurro le informé del contenido poético de cada cigarrillo. Posteriormente ella divulgó "Hombres sin rostro" por internet. Una editorial española, otra estadounidense y otra francesa publicaron el poemario.
La osadía tuvo su precio. Me enviaron a una celda de castigo, también diminuta; por camastro, un banco de concreto; y el suelo alfombrado con escreta de roedores. Allí me mantuve 16 días en huelga de hambre, exigiendo un trato tan malo como el que recibían mis compañeros, no peor. Gracias a la campaña internacional que realizó mi esposa me sacaron de la celda de castigo.
Tiempo después, como debía ser intervenido quirúgicamente, me ingresaron en el Hospital Nacional de Reclusos, en la prisión Combinado del Este, en Ciudad de La Habana. En este centro médico el rigor era menor, y pude escribir y publicar crónicas, artículos, un reportaje, algunos testimonios y otro poemario: "(Con)fines humanos".
Nunca pudieron silenciar mi voz ni las de mis compañeros de causa. Habíamos permanecido fieles a esa relación sensual, casi tangible y visible, de pasión y de amor, que existe entre la poesía, el periodismo y la libertad.
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