
Por Augusto César San Martín Albístur
A Bernardo Arévalo Padrón y su inseparable compañera, su esposa Libertad.
Conducido por dos carceleros, Bernardo Arévalo Padrón se detuvo frente a la entrada de la oficina. Uno de los guardias empujó la portezuela y anunció su llegada: - Aquí traigo al recluso CR, jefe.
El aviso fue seguido por una voz áspera, salida de las profundidades de la habitación:
“Adelante”. Tras la orden, el guardia en jefe se levantó de la silla para sentarse a medias en el desolado buró. Gustaba izar su pequeña figura para resaltar la superioridad, aunque la experiencia durara poco.
Al entrar a la oficina, Bernardo inhaló el olor acre, que se intensificó cuando al cerrar la puerta le llegó el tufo de los uniformes manchados por la serosidad reseca que comenzó a circular viciosamente atrapado en aquel tugurio sin ventanas.
La desnuda bombilla que alumbraba el local descubría en las paredes la suciedad escondida detrás de los cuadros de los dirigentes gubernamentales. Incrustada en la pared, una tabla llena de puntillas separadas horizontalmente a la misma distancia sostenía mazos de llaves, esposas de metal, tonfas y un cinturón castrense repleto de sobresaliente remaches. El único mobiliario del lugar era el buró y una silla de madera, a la que al repararla le habían alterado su diseño original.
De un salto el guardia en jefe se paro frente a Bernardo, hizo crujir las botas, dio una vuelta alrededor suyo escrutándolo con intensiones vesánicas.
-¿Este es el tipo?- La indagación baldía trataba de romper la inercia.
- El mismo jefe- asintieron los dos subalternos de forma uniforme, y con sumisión cortesana.
- Así que te gusta gritar consignas contrarrevolucionarias. Pues mira, chico...-
El guardia en jefe dejó caer sobre el rostro de Bernardo, que se volteó por la violencia del golpe.- Yo no creo en toda esa mierda de los derechos humanos, me los paso por los cojones. Conmigo los humanos tienen que andar derecho…- ¡Zas! Otro zarpazo aterrizó sobre la boca de la víctima, que retrocedió un paso y luego se incorporó como impulsado por un resorte, quedando al final del movimiento más cerca de su agresor.
Bernardo Arévalo sentía sus labios endurecidos palpitar al compás de los presurosos latidos del corazón. Fijó sus ojos en los del jefe y su mirada inquietó a los tres uniformados.
- ¡Ah! eres guapo- en la voz del jefe se escuchaba el miedo. Entonces hizo una señal con el mentón.
Bernardo advirtió que la opacidad de la bombilla era tapada con una enredadera de puños y tonfas que aterrizaban en su cuerpo. Cuando se desplomó, esto provocó la incorporación de las patadas a la golpiza. Cada porrazo era una patética gota inquisidora que le hacía experimentar, en conjunto, el verdadero significado del martirio.
Los golpes llegaban como bombas silbantes, traqueaban el maxilar inferior o rasgaban la carne convertida en sangrante calvario del cuerpo. Las tonfas, con rapidez insuperable, chocaban contra el tórax y provocaban el quejido de las costillas, al instante rebotaban en la espalda, clavícula, nuca…como si fueran misiles que vulneraban el escudo protector de los brazos de Bernardo para caer en lugares estratégicos del organismo.
El guardia en jefe tomó una de las esposas colgadas en el tablón y utilizándola de manopla sostuvo la cabeza de Bernardo por la barbilla y dejó caer un puñetazo en su rostro que le fracturó la nariz.
El perentorio estremecimiento de la columna hizo caer los brazos del golpeado, que comenzó a desdeñar el amparo. Con la sensación de hundirse en el cieno, casi inconsciente, adopto la posición prenatal, cerró los ojos y se dejó poseer por la ola de azotes salidos de la diabólica providencia.
El estruendo de su cuerpo lanzado contra el buró lo hizo volver en sí. Abrió los ojos y se encontró con los rostros de los verdugos que lo miraban como si fuera un microbio propagador de epidemias. Los tres exhalaban el sudor de la faena, que chorreaba en sus rostros y les remojaba los sobacos del sofocante uniforme. El guardia en jefe se agacho, pegó el rostro al de su víctima y gruñó una pregunta:
-¿Todavía tienes ganas de repetir tu atrevimiento?
Ante la respuesta afirmativa, el gruñido se convirtió en grito que a Bernardo le pareció una patada en los tímpanos dañados.
El guardia en jefe se levantó, tomó el cinto militar que colgaba en la tabla de las llaves y transformó el grito en latigazos. Los cancerberos secundaron los azotes.
Una oleada de sangre anegó la boca de Bernardo. Las múltiples incisiones en el rostro sangraban el llanto del alma, cuyas lágrimas coloreaban el semblante de horror escarlata. Las piernas parecían carámbanos que habían roto el contacto con el palpitar del corazón. Una masa cegadora levantada ante él lo dejaba a la sombra.
El guardia en jefe apuntó al rostro de Bernardo Arévalo con la tonfa, sostenida por una mano afectada por el alcoholismo:
-Si tienes cojones, vuelve a repetir tu atrevimiento.
La amenaza se contradecía con la palidez del rostro bañado en sudor, que le escocía los ojos.
Desde el suelo, la mirada de Bernardo serpenteó de los guardias a los cuadros de la pared. Detuvo la vista en uno de ellos. La instantánea fijaba la imagen de un hombre vestido de verde olivo, semioculto tras un podio, que se dirigía a un público, cuyos semblantes le parecían a Bernardo náufragos entre las sombras de aquel retrato en blanco y negro.
Con rostro autoritario, el militar de la foto erguía imperioso el índice de la mano izquierda de forma que parecía dictaminar la eternidad de su poder. Una frase en la parte inferior del afiche lejos de estar en concordancia con el interés del auditorio, enmascaraba la apetencia del orador.
Bernardo escuchó voces del pasado, el presente y sobre todo el futuro de donde se escuchaba un coro de infantes, entre ellos su hijo, al cual le prohibían ver para evitar el contagio con las ideas que lo llevaron a la cárcel.
El dolor de los golpes animó a Bernardo. Cada herida o hueso quebrado representaba el germen de la decadencia de sus adversarios. Sentía crecer la satisfacción de estar encarcelado por expresar el pensamiento sin temor a las consecuencias. Lamentaba haber perdido la sensación de miedo que hasta entonces velaba por su vida. No importaba morir en forma bestial o humana. Como fuera, no podría existir mayor atrocidad que estar a merced de la voluntad de un hombre. Morir sería el fin de los males. Trató de incorporarse, pero la resistencia, más allá de su voluntad, le abrazaba el cuerpo con mil tormentos.
Levantó la cabeza con esfuerzo sobrehumano, la boca trepidaba en movimientos convulsivos, el resuello silbaba la asfixia en la garganta y obstaculizaba las palabras. Experimentó como se perdía en el desierto donde se escuchaba su voz, temió ser atrapado por el silencio y la razón perdida en la soledad de cualquier escena de la vida. Entonces olvidó los desengaños que habían vuelto imperfecta su entrega y se aferró a la libertad silvestre, donde cada sueño es la humanidad entera. Unió toda la engría que palpitaba en cada golpe para aumentar la voz del alma. Miró el cuadro en la pared, fijó su vista en el rostro del guardia en jefe y repitió la osadía de gritar: - ¡Libertad!
sanmartinalbistur@yahoo.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario