PUBLICADO PARA HOY 27 DE NOVIEMBRE
Por Augusto César San Martín Albístur
Los pájaros que duermen en los flamboyanes de la avenida no dejaron de chillar durante la madrugada en un vano intento de protesta por la lluvia que les martirizaba el descanso y no cesaría hasta el atardecer. Acostumbrado a despertarme con el barullo de las aves, la noche se convirtió en largo amanecer que agraciado con la lluvia invernal convidaba a permanecer entre sábanas por el resto del día.
Contra mi voluntad, una fuerza extraña me expulsó de la cama y antes de imaginarlo estaba listo para salir y ejecutar el plan del día pero sin la menor idea de cómo, mientras el cielo estuviera descargando estornudos sobre las envejecidas calles de La Habana.
Al fin decidí. Paraguas en mano, crucé la puerta de la casa como Quijote con su lanza, preparado para la batalla contra los molinos de viento que trituran la voluntad del más afanado en mi tierra .
Un vestigio de cordura me detuvo en el portal del edificio a esperar que la lluvia moderara su forma e igualáramos las armas con las que nos enfrentaríamos, yo con mi potente sombrilla y ella con su invencible gravedad. Como no se equilibraban las fuerzas, decidí reforzar mi defensa con una estrategia difícil de lograr, sobre todo bajo el intenso ataque del agua. Resguardado por la sombrilla, salté hacia la calle y alzando la mano con ímpetu necesario para vencer, combiné el movimiento con un grito: -¡Taxi!
Comenzaron los milagros. El taxi se detuvo, el chofer abrió la puerta y para colmar el portento, no tuve que preguntar al taxista hacia donde se dirigía. Un taxi de moneda nacional a mi disposición. ¿Estarán cobrando valor los mártires impresos en ellas? Sentí lujuria.
El prodigioso taxi se parqueó justo en la puerta del consulado español de forma tal que no fuera molestado por la más mínima gota de lluvia. La paz que me invadía se convirtió en júbilo cuando después de ver las largas filas para trámites consulares y preguntar por la última persona para la gestión que debía hacer, el custodio, con forma casi celestial, me advirtió que no había nadie, podía pasar cuando estimara. Reacción: pasmado. No merecía tantos milagros, al menos en tan poco tiempo.
Cuando atravesé la puerta, nadie preguntó a donde me dirigía, era invisible. Inmóvil, como si esperara por mí, el funcionario parecía un maniquí detrás del vidrio. Después de recogido el documento, una voz mencionó mi nombre, la notaria; la misma persona que desde el pasado mes de noviembre trataba de localizar para que me devolviera el pasaporte olvidado en su oficina. Llamaba con insistencia y cuando ganó mi atención, se disculpó por no haberme hecho llegar el documento debido a que desconocía la dirección donde vivo. Detallé las desventuras en los intentos por verla para recoger el documento y nos despedimos con el dulce alivio que reporta el perdón.
Con la certeza de haber sido tocado por la mano celestial, decidí dejarme vencer por el cielo. Abrí la sombrilla y cantando bajo la lluvia, comencé el regreso a la casa. Por el camino, el incendio de un edificio me detuvo por unos minutos pero continúe la marcha para no dar ventaja al temporal que ya tenía mis pantalones empapados. Algo temeroso por los derrumbes, sorteaba la avenida comercial de Galiano, que mantenía sus tiendas cerradas por la interrupción de la corriente eléctrica, lo que provocaba con énfasis la aglomeración de transeúntes que aguardan la escampada conveniente para continuar camino; el paso de los camiones de bombero los mantenía entretenidos como si observaran ovnis volando en la misma dirección.
Cuando doblaba la intercepción de las avenidas de Galiano y Reina, la voz de un niño llamó mi atención. Al principio, pensé que pediría algo de dinero para comprar golosinas, intenté continuar camino pero su insistencia venció la omisión. El niño, de unos ocho años, indagaba sobre el lugar donde arreglaban espejuelos. En cuanto le indiqué el sitio, en el que casualmente había estado el día anterior, me pidió que si me hacía camino lo acompañara.
En el trayecto me explicó que había usado las la gafas de su papá y se le había perdido un tornillito con su tuerquita minúscula, muy sui generis. Repararlo le costaría diez pesos y él sólo tenía cinco por lo que debía pedir el favor para pagar la mitad del precio. Le pedí mostrarme los espejuelos y para mi asombro la pieza que le faltaba era igual a la que había sustituido el día anterior, en el mismo lugar hacia donde debía dirigirse el muchachito.
Veinticuatro horas antes estuve en el taller de reparación de espejuelos porque uno de los dos minúsculos tornillitos se me había extraviado. Como no tenía el modelo, me propusieron cambiar la pareja, devolviéndome el que quedó solitario en el plástico. Ante la insistencia del reparador, eché el tornillito en la billetera sin encontrar razones para ello.
Aun llevaba en el bolsillo la pieza que un niño necesitaba para volver a ser niño, porque un chico con preocupaciones se convierte en adulto. Cuando le mostré el tornillito que combinaba con el par que se mantenía en las gafas, el pequeño abrió su rostro a la alegría al punto de olvidar abrir su débil sombrilla cuando nos disponíamos a cruzar la calle.
Nos sentamos en la estantería de una tienda abandonada y tratamos de reconstruir lo dañado en los espejuelos del padre de aquel niño que no se percató del milagro de haber seleccionado entre la multitud a la persona que llevaba en el bolsillo la solución exacta de su dilema.
Cuando llegué a la casa, tenía la ropa empapada, la lluvia se jactaba de su victoria y yo la dejaba que sonriera sobre mi cuerpo. A fin de cuentas, estoy convencido que cuando Dios estornuda nos bendice en la tierra.
sanmartinalbistur@yahoo.com
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