lunes, 31 de enero de 2011

El real horror




Escrito por Rogelio Fabio Hurtado


Marianao, La Habana, 01 de febrero de 2011,


(PD) Acabo de leer El Carnaval y los Muertos”, novela de Ernesto Santana que mereció Premio Franz Kafka del pasado año. Me ha impresionado la capacidad del escritor para reflejar la sordidez de nuestra realidad nacional, sin haberse distanciado físicamente de ella ni hacerle concesiones edulcorantes de ningún tipo. Santana narra al duro.


A partir de una secuencia de acciones minimalista, más propia del relato, (un joven fugado del Sanatorio para enfermos de SIDA de Los Cocos visita el apartamento del Vedado donde vivía un camarada muerto a su lado en la guerra africana), edifica mediante monólogos jadeantes de agonía, la estructura de toda su novela.

Este procedimiento narrativo, artísticamente inobjetable porque reproduce la árida monotonía de nuestra irrealidad socialista, se torna por momentos arduo para su lector, precisamente por eso. Quizás algunos subtítulos más explícitos o la inclusión oportuna de un narrador en off, a la manera de los noticieros agregados por Dos Passos en sus grandes novelas, allanarían el camino, aunque le quitarían la áspera desnudez, como de muro sin repellar, que buscó intencionalmente el autor para ser consecuente con los seres solitarios que protagonizan su novela.

Si los personajes de Arenas, Zoe Valdés y Pedro Juan Gutiérrez se evaden a través de la exacerbación de sus vivencias eróticas, los de Santana habitan muy concretamente aquí, viven en Cuba y son el subproducto final de un experimento sociopolítico llamado por sus nada científicos autores el hombre nuevo.

El tema amoroso está presente, aunque se integra a lo doloroso, que es la tónica dominante en toda la novela. Quizás el único error consista en comenzarla al poner al lector frente a una carta cuya importancia dentro de la trama sólo puede aquilatarse casi al final de su lectura.

El colega Miguel Iturria sugiere en su reseña aparecida en la revista Voces, comenzar por la escena final. Creo que la riqueza humana de las amantes mellizas del protagonista no queda agotada.

La sobriedad de la prosa, cuidadosamente despojada de inútiles adornos poéticos y de alardes de suciedad, es un logro, así como la flexibilidad para conciliar la fluidez narrativa con la expresividad de las atmósferas febriles y alucinantes.

El tratamiento de la guerra angolana me ha hecho recordar al desaparecido Eddy Campa Bacallao y a su excelente cuaderno Calle Estrella y Otros Poemas, malogrado a fines de 1979 por la sección del DSE consagrada entonces impunemente a la deshonrosa misión de combatir el diversionismo ideológico, frustrando a cuanto joven capaz de escribir la verdad detectaran.

Uno de aquellos poemas estaba dedicado a un compañero suyo de la escuela secundaria, quien había perdido una de sus piernas en aquellas praderas africanas. Campa le recordaba cuando ambos escribían en los pizarrones el lema hippie “Hagamos el amor y no la guerra” Ese fue uno de los textos más objetados entonces por las investigadoras, quienes no sólo se apropiaron del cuaderno, impidiéndole que lo enviase a un concurso literario en la Nicaragua sandinista, sino que lo confinaron durante tres semanas en una celda de Villa Maristas, hasta que el desdichado poeta tuvo que reconocer que sus desamparados versos eran diversionistas.

Creo que debemos reconocerle a Eddy Campa el crédito de precursor, puesto que su dignidad y su desarmada entereza también están presentes en esta, por fin premiada y publicada obra de Ernesto Santana.

De aquellos años 70s, desolados y huérfanos de todo apoyo para el underground literario cubano, algún terreno se le ha ganado al prepotente totalitarismo, cuyos voceros ya no osan hablar del diversionismo ideológico y se ven forzados a homenajear a varios de sus condenados de entonces. Aunque ni Campa, René Ariza, Esteban Luís Cárdenas ni Benjamín Ferrera estén ya con nosotros, lo cierto es que “se han tenido noticias de mi hermano el poeta, escribió algo muy dulce y algunos lo han leído”.

rhur46@yahoo.com

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