domingo, 3 de abril de 2011
Babilonia es más que una metáfora
Escrito por Luis Cino Álvarez
Arroyo Naranjo, La Habana
3 de abril de 2011
(PD) Un trabajo sobre los rastafaris del fraterno activista por la integración racial Madrazo Luna, me ha recordado a mi amigo Yaser, un rasta de Mantilla que se casó con una sueca y se fue a vivir a Estocolmo hace más de seis años.
A Yaser, del que no he vuelto a tener noticias, debo casi todo lo que sé de primera mano sobre los rastafaris. Como conocía y en cierta forma le divertía mi pasión por los discos de Bob Marley and The Wailers, quiso mostrarme “la cosa real”. Allá por 1997, me invitó a una fiesta de reyes, “para celebrar la gloria de Jah”.
La fiesta era en El Moro, un barrio marginal de muy mala fama, lleno de lomas, baches, casuchas y maleantes, entre Mantilla y Lawton, por suerte, dos barrios que conocía bien, por si había que correr.
La casa, a la bajada de una empinada calle y poco antes de una zanja de agua verdosa y pestilente, estaba a medio construir. El frente era de bloques sin repellar; el fondo de tablas de cajones de embalaje. Nos recibieron una mulata alta de unos 30 años, con turbante alto, verde y amarillo, y un negro barbudo, con largos dreadlocks y los ojos enrojecidos. Me dijeron: “estás en tu casa, brother, sin lío”.
Dos baffles retumbaban junto a la puerta. Más de una docena de rastas se contoneaban con el reggae. Olía a marihuana a un kilómetro a la redonda. Pero no hubo ningún incidente, a pesar de la fumata colectiva y de que había más hombres que muchachas. “¿Por qué tiene que haber bronca?”, me dijo Yaser, “todos somos hermanos en el amor de Jah”. En aquella ocasión, no vino la policía. Tuvieron suerte, porque la PNR y el DTI siempre andan tras los rastas en busca de marihuana.
Los rastas en Cuba son frecuentes víctimas de los prejuicios raciales y la suspicacia policial. Considerados “raros” dentro de los angostos parámetros de lo que tiene por “normal” la Cuba oficial, son excluidos de muchos empleos “por su mal aspecto” y a menudo acusados de asediar a las turistas extranjeras si los ven conversar con ellas en la calle. Pero sobre todo, la policía los incrimina por el uso de la ganja.
Hace nueve años, cuando entrevisté a Omar, un mulato rasta de la Habana Vieja, que llevaba el león de Judá tatuado en un brazo, se mostró esquivo y receloso sobre la cuestión de la marihuana. Es la actitud que asumen casi todos los rastas cuando les hablan del tema. Pero todos coinciden en que “la ganja no es droga, porque es natural, viene de Jah”.
“Es una planta sagrada, la descubrieron en la tumba del rey Salomón. Es mágica y relajante, ayuda a la mente a liberarse. Yo no la fumo, pero pienso que es sana y ayuda a la mente a liberarse”, explicó Omar mientras conversábamos (sin grabadora, sólo aceptó un bolígrafo y un papel) en un quicio cerca del Castillo de la Fuerza.
El fenómeno rasta apareció en Cuba en los años 80, más como moda que como culto religioso. En los últimos años, los rastas, con sus dreadlocks y gorros tam con los colores de las banderas de Jamaica y Etiopía, son cada vez son más notorios en las calles de La Habana y Santiago de Cuba, principalmente. Más allá de los que utilizan su aspecto exótico para ligar turistas extranjeras, centenares de negros y mulatos, desde adolescentes hasta cincuentones, han incorporado el culto rastafari (una enrevesada interpretación mística del Antiguo Testamento ligada con creencias africanas y conciencia afro-caribeña acerca de la emancipación negra) a la peculiar urdimbre de la religiosidad cubana.
No existe una iglesia organizada que aporte cifras sobre la cantidad de adeptos, pero no cesa de crecer el número de los que proclaman a Jah como su único Dios, se dicen descendientes de las tribus perdidas de Israel y esperan que su redención se produzca con el éxodo que los sacará de Babilonia (el mundo blanco opresor) y los conducirá de vuelta a África. Eso, sin contar los que reverencian a los orishas, sin menoscabo de Jah.
Todos los rastas con los que he conversado coinciden en el carácter divino de Haile Selassie, el último emperador de Etiopía, que dicen descendía de Salomón y la Reina de Saba. No les interesó mucho -más bien me miraron atravesado- cuando les comenté que el Negus era un tirano sanguinario, que fue derrocado por Mengistu Haile Mariam, un golpista que apoyado por el ejército cubano, lo puso en cautiverio hasta su muerte e instauró un régimen tan despótico y asesino como el de Selassie.
Los rastas culpan de todo a Babilonia. Y en cierta forma tienen razón. Babilonia para ellos es más que una metáfora. Es su tormento cotidiano. Me lo explicó Yaser cuando me dijo que se iba a Suecia, aunque Agnes, “por majadera”, no le gustara demasiado en la cama, no dominara más que unas cuantas frases en inglés, supiera que iba a extrañar a los suyos y a morir de frío con tanta nieve, él que amaba la playa y se acatarraba cada vez que entraba un norte.
“Pero no aguanto más que me miren como un bicho extraño, me registren en la calle y me encierren en un calabozo cada vez que le dé la gana a estos blancos racistas. Hay muchos impostores, pero ¿qué creen, que todos los rastas somos jineteros? Y las europeas que nos cazan como animales de la selva, ¿piensan que somos, como la canción de tu adorado James Brown, máquinas sexuales, y que funcionamos por un puñado de fulas? No, man, no puedo más con esta mierda, me voy pal carajo, brother”, me dijo con rabia y tristeza.
Lo mismo que Yaser, pero con otras palabras, es lo que explica Madrazo en “Rasta-Havana”. Puede que a algunos les cueste comprender el asunto. No es tan complicado. Basta con un poco de empatía y apartarse un par de metros de los prejuicios.
luicino2004@yahoo.com
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario