viernes, 22 de abril de 2011
Gallo con vaso de whisky en el espejo
Entre las hazañas bélicas acometidas por el escritor Enrique Labrador Ruiz está el haberle orinado la cabeza en una bronca de borrachera al también escritor Enrique Serpa
Armando de Armas 22 de abril de 2011
Foto: Tintín “Yo vislumbraba en esos encuentros con Ricardo (Porro) una curiosa afinidad con otros personajes cubanos de la sombra, del exilio interior, sobre todo José Lezama Lima y Enrique Labrador Ruiz. Lezama era precavido, temeroso; Labrador, en cambio, contaba historias grotescas a grito pelado, bebía whisky a destajo y no se cuidaba de nada”.
Entre las hazañas bélicas acometidas por el escritor Enrique Labrador Ruiz está el haberle orinado la cabeza en una bronca de borrachera al también escritor Enrique Serpa, al menos eso asegura la leyenda maldita que rodea en vida y muerte al autor de las novelas gaseiformes y los novelines neblinosos. Hazaña que confirma el poeta Manuel Díaz Martínez, quien además define al narrador, nacido en Sagua la Grande en 1902, como malévolo e ingenioso, y como hombre que habría vivido intensamente en el vórtice del periodismo, la cultura y la política del país.
De formación autodidacta, Labrador Ruiz comienza como corresponsal en el periódico El Sol de la ciudad sureña de Cienfuegos, donde tenía una sección titulada Pasavolantes, hasta 1923, en que dicho diario se traslada a La Habana. En la capital el autor terminaría trabajando para periódicos de renombre como Alerta, Información, Pueblo, Diario de la Marina y El País.
También lo hizo en revistas cubanas y extranjeras, entre ellas: Revista de la Universidad de La Habana, Revista Cubana, Noticias de Arte, Bimestre Cubana, Babel, Américas, Universidad de Antioquia y Repertorio Americano. Por otro lado, Labrador Ruiz resultó merecedor en varias ocasiones del prestigioso premio Juan Gualberto Gómez, que otorgaba en la isla el Colegio Nacional de Periodistas, y perteneció además a la directiva de la Asociación de Reporteros de La Habana y a la del Colegio Nacional de Periodistas.
Y es que, al decir del poeta Gastón Baquero, “...este escritor de cuerpo entero, este enorme escritorazo que es Enrique Labrador Ruiz, no subestimó nunca escribir para los periódicos, o escribir en los periódicos, como de tan mala manera decimos. (¿No sería mejor decir que Labrador Ruiz no subestimó nunca publicar en periódicos lo que escribe?). Jamás, continúa el poeta, le dio repeluzno que algunos tontos le llamasen periodista, queriendo motejarle en negativo, creyendo empequeñecerle –ningunearle–, que diría un mexicano. [...] El periodista no es otra cosa que un escritor que generalmente no escribe libros, sino artículos, ensayos breves, crónicas, reportajes, entrevistas, informaciones, pero en tanto que escritor, es un literato que cultiva determinada rama o manifestación de la literatura, de la palabra bien escrita, eficazmente articulada, a la que llamamos periodismo”. Baquero, entre los más grandes poetas y periodistas que la isla ha dado, sabía muy bien de lo que hablaba.
Como intelectual Labrador Ruiz emprende una guerra contra el aletargamiento de las letras cubanas, que ofrecían la imagen de sobrevivir bucólicamente a son de maraca y bongó en lo que definiríamos como realismo de lo telúrico, y en medio de esa guerra particular es que escribe las que denominó novelas gaseiformes: El Laberinto de sí mismo (1933), Cresival (1936) y Anteo (1940). Estas novelas devienen en rompimiento con la tradición de lo narrativo isleño que, por otro lado, coincide con una década en que comienza a manifestarse la experimentación de la prosa en autores como Alejo Carpentier, Ecue-Yamba-O (1933), y Lino Novás Calvo, Pedro Blanco, el negrero (1933). No obstante, hay que decir que en ese momento la estética individual de Labrador Ruiz, influida por el modernismo y la literatura europea e iberoamericana de vanguardia en general, viene a hacer de sus prólogos a Cresival y Anteo verdaderos programas de renovación, donde sin lugar a dudas puntualiza aspectos medulares de la novela moderna.
Respecto a su modo de hacer literario, de vivir para el hacer literario, Labrador Ruiz escribió en sus Notas en torno a una personal estética, Universidad de Antioquia, 1944, "... podría decirles que para crear de esta forma me he apoyado tan sólo en las aristas de una realidad profundamente táctil a mis sentidos; aristas ocultas y vibrátiles, apenas sensibles a la mordedura de una pluma lerda o esquiva, ya que me inclino por lo común hacia lo que ha sido menos fácil de registrarse en un pulso que se gobierna bajo el acicate de lo transitorio, lo huidizo y lo desatado ... Y todo ello en razón de que me es muy caro el mundo que me rodea; que amo ese mundo contradecido y fatalista cuya apretada urdimbre nos envuelve en una perpetua atmósfera de angustia; que soy parte de esa atmósfera, y que estoy siempre en vena de analizar en él hasta aquello más difícil de ser ocultado de su destino colectivo (...)". En 1950 publica La sangre hambrienta, galardonada con el Premio Nacional de Novela de la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación de Cuba, y donde aparentemente se pudiera apreciar en el autor un retorno a la novelística de lo telúrico, de donde había huido como diablo de la cruz, pero un análisis más concienzudo nos apercibe de que lo que se nos da en esta novela es más bien una universalización de lo telúrico, lo telúrico en tanto dolor y desgarramiento del hombre en cualesquiera espacio y circunstancia. Luego el autor logra acá la operación alquímica de meter, no el mundo en la aldea, ese improbable facilismo, sino la aldea en el mundo, esa probable complejidad.
El grueso de su obra en cuentos lo conforman tres libros: Carne de Quimera (1947), Trailer de sueños (1949) y El Gallo en el Espejo (1953), donde el atento lector apreciará la fuerza de Labrador en la configuración de mundos en la ambigüedad entre la fantasía y la realidad, dualidad que sumada al esmero lingüístico, al dominio del idioma y sus múltiples manifestaciones semánticas, viene a constituir la esencia de sus historias. Historias en las que la experiencia de escritor maldito abunda en el humor, la ironía y el sarcasmo.
Un universo que Labrador Ruiz nos ofrece, demiurgo dadivoso, dotado de una realidad que no desdeña sino que asume las situaciones oníricas, en medio de un desdoblamiento del sujeto que se proyecta dentro de una trama de nebulosas síquicas, donde se aprehende la condición del hombre mediante el hablar de la calle, donde deseo, locura, maldad y bondad se entrelazan mediante el hilo de Ariadna de una prosa de peso que se sostiene en un estado de ingravidez. Lo que se apreciaría especialmente en la cuentística manifiesta en La Almohada China, Spondylus Imperialis, Conejito Ulán, Cinqueños, Tu sombrero, Reparada, El Gallo en el Espejo y El Viento y la Torre. En 1946 obtuvo el Premio Nacional Hernández Catá con su cuento Conejito Ulán, incluido en la serie de novelines neblinosos titulada Carne de quimera y recogido en múltiples antologías.
En ese sentido del uso del idioma profundo, indagador en el inconsciente, el autor declaró en una entrevista que le hiciera el académico Reinaldo Sánchez para la revista Novedades, Miami, 1985: “Y a mucha gente no le importa Góngora, el constructor de la forma ornamental, aunque todo estudioso del idioma tiene que ver con Góngora como él se proyectó... Hay otra persona, que se llama Cervantes, que no escribía así, sino que lo hacía llanamente, con términos visuales y convencionales. Sí, pero don Miguel sabía muchas cosas. Sabía que había un idioma profundo y que lo usaba con cierto cuidado porque su desdichada vida lo hacía condescender un poco”.
Ocurre que Enrique Labrador Ruiz, como Miguel de Cervantes, sabía ascender a la cúspide de la complejidad del pensamiento sin desentenderse del devenir de la realidad, una realidad que, a su vez, no sería esa obviedad que se nos presenta, o nos la presentan, como la realidad por excelencia sino que, por el contrario, como ya hemos analizado anteriormente en la cosmovisión de Julio Cortázar, abarca aspectos inasibles y numinosos que, no por inasibles y numinosos, dejan de ser reales; excepcionalmente reales en todo caso. Las alturas a las que orondo arriba Labrador Ruiz no lo hacen evadir de ninguna manera sus compromisos en tanto hombre de mundo, hombre en este mundo, lo cual lo lleva a distanciarse sabia y prudencialmente de la recién estrenada dictadura marxista en la isla y a vivir en una suerte de marginalidad, exilio interno, sin aceptar los arrumacos y presiones con que los detentadores del poder procuran domesticar a artistas e intelectuales desde el mismo año 1959. El escritor chileno Jorge Edwards, embajador del allendismo ante el castrismo en 1971, escribe en el artículo Absueltos por la Historia, publicado en el diario español El País de 5 de abril de 2011: “Yo vislumbraba en esos encuentros con Ricardo (Porro) una curiosa afinidad con otros personajes cubanos de la sombra, del exilio interior, sobre todo José Lezama Lima y Enrique Labrador Ruiz. Lezama era precavido, temeroso; Labrador, en cambio, contaba historias grotescas a grito pelado, bebía whisky a destajo y no se cuidaba de nada”.
Así, Labrador Ruiz estuvo entre los pocos intelectuales que allá en la isla no firmaron la famosa e infame carta contra el poeta comunista Pablo Neruda, redactada como cabeza de playa, de turco, es decir, cabeza de régimen, por Roberto Fernández Retamar, Lisandro Otero y Edmundo Desnoes, por la participación del poeta chileno en el Congreso del Pen Club en Nueva York; ¡vaya censura pura y dura contra el camarada por pisar tierra enemiga en pose intelectual! La misiva, casi un misil, empezaba con esa empalagosa y sospechosa confianza que suelen emplear los militantes marxistas cuando a punto están de crucificar a uno de su tribu: “Compañero Pablo: Creemos deber nuestro darte a conocer la inquietud que ha causado en Cuba el uso que nuestros enemigos han hecho de recientes actividades tuyas. Insistiremos también en determinados aspectos de la política norteamericana que debemos combatir, para lo cual necesitamos contar con tu colaboración de gran poeta y revolucionario”. Neruda jamás perdonó a los firmadores de la misiva como un misil. Pero, más importante, tampoco olvidó nunca a Labrador Ruiz, el hombre que a pesar de los riesgos no traicionó la vieja amistad que los unía.
El escritor exiliado José A. Albertini, quien en Miami tuviera trato, etílico sobre todo, con Enrique Labrador Ruiz, nos ofrece una aproximación al autor de El Gallo en el Espejo que en buena medida corrobora mucho de lo que anteriormente habíamos venido afirmando acerca de su índole maldita y de su amistad a toda prueba con el poeta del muy cursi, pero muy popular, Veinte poemas de amor y una canción desesperada.
Lo conocí en la casa del ya fallecido periodista, escritor e historiador Cristóbal A. Zamora, autor de “El pastor” una estupenda biografía de Benito Juárez, premiada por la Organización de Estados Americanos (OEA).
Una tarde a finales del año 1980, como era mi costumbre, pues éramos vecinos, llegué a casa de Zamora y allí ya estaba, tomando whisky Enrique Labrador Ruiz. En Cuba yo había leído algunas de sus obras como Carne de quimera, La sangre hambrienta, el cuento Conejito Ulan, etc.
Cristóbal Zamora nos presentó y yo le manifesté lo complacido que estaba al poder conocerlo personalmente. En realidad creo que apenas escucho mi cumplido y sí me instó enseguida a que lo acompañara en la libación.
Lo recuerdo como un hombre de amplia cultura, pero dado a una manera sencilla, llana y convincente de hablar. Su voz era sonora y su figura, por entonces andaba por los 78 o 79 años de edad, denotaba que en la juventud fue de complexión fuerte.
A partir de aquel primer encuentro, en otras ocasiones nos vimos en casa de Zamora. Tanto Zamora como Labrador Ruiz no tenían buena situación económica y me convertí en el proveedor de la infaltable botella de whisky.
Labrador era un tomador de armas tomar. Paladeaba el licor con deleite y a medida que el contenido de la botella bajaba nos embrujaba con su verbo fácil y lúcido. Nunca lo vi embriagado.
Y era entonces, cuando disfrutaba del trago, que comenzaba con las anécdotas de sus viajes alrededor del mundo y de las amistades del campo literario, para terminar con las opiniones sobre el acontecer político. Recuerdo que profesaba una gran amistad por el fallecido Premio Novel de Literatura Pablo Neruda. El y Neruda fueron grandes amigos y a la salida de Labrador Ruiz de Cuba, el poeta chileno lo ayudó económicamente.
Una tarde, a punto de despedirnos (la botella de whisky ya había perdido el contenido) Cristóbal Zamora le dijo: “Te acuerdas el día que tomando en un bar (se me ocurre que fue en el hotel Inglaterra, pero no estoy seguro), le caíste a trompones a Enrique Serpa y cuando Serpa cayó al suelo le quisiste mear la cara”. Entonces Labrador prorrumpió en una carcajada sonora y respondió: “El pobre Serpa, nunca pudo conmigo. ¡Cosas de juventud!”
La imagen que parece prevalecer de Enrique Labrador Ruiz, muerto en Miami en 1991, es la de un hombre entero, enteco, que a trallazos de alcohol se para bonito frente a la vida; bonito como valiente. Un gallo en el espejo, gallo como gallardo, gallardo como guapo, frente al espejo de la existencia, espejo como realidad que se difumina, invierte y revierte en un mundo distinto al esperado, al parametrado por los detentadores del poder. Un escritor que parece pasar a la posteridad apretando un vaso de whisky en una mano y un puñado de páginas pergeñadas en la otra. Un gladiador que supo enfrentar a sus enemigos, apostar por sus amigos y, por si fuera poco, dejarnos una obra perdurable.
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