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Muchas de las mutilaciones o muertes a machetazo en Cuba, tienen un patrón primitivo: ocurren por un muslo de pollo, un turno en una cola, o una muchacha hermosa.
Rolando Cartaya/ Especial para martinoticias.com 06 de agosto de 2011
Foto: Reuters
Un reportaje de Adolfo Pablo Borrazá en el último número del semanario Primavera Digital se titula “Al Machete”, pero no tiene nada que ver con el grito de guerra de los mambises en las guerras por la independencia de Cuba, sino con la proliferación de incidentes en la capital cubana que en los últimos meses han acabado en mutilaciones o muertes a machetazos.
El móvil fue en algunos casos tan tradicional como la infidelidad: un hombre en La Habana Vieja le abrió la espalda en dos de un tajo a su mujer porque ella le pagó sus engaños con la misma moneda.
Pero otras fueron motivadas por puras bagatelas: dos jóvenes esperaron a otro a la salida de una fiesta en Centro Habana y de un machetazo le arrancaron un brazo porque había “ligado” a la muchacha más bonita del “vacilón”, a la que uno de ellos también pretendía. Otro de 20 años, en el reparto Lotería de El Cotorro, le cortó la yugular a su padrastro al calor de una discusión ¡por un muslo de pollo!
Adolfo Pablo apunta en su reportaje que eso es lo que atormenta y espanta: que muchas de esas reyertas en las que casi siempre sale alguien herido o muerto, tienen un patrón primitivo, o sea, comparable a las que sostenían los miembros de una horda en la Edad de Piedra: ocurren por un muslo de pollo, un turno en una cola, o una muchacha hermosa.
Y agrega: “Desde pequeño uno aprende a golpes que para sobrevivir en esta peculiar valla, hay que aprender, al menos, a dar una bofetada”.
Este año se publicó en la isla el libro Violencia familiar en Cuba, Estudios, realidades y desafíos sociales, una compilación sobre el tema a cargo de seis especialistas del Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas.
En el prólogo, Pablo Rodríguez Ruiz, del Centro de Antropología de Cuba, señala que las carencias y limitaciones de una crisis económica que se prolonga ya por más de 20 años pueden constituirse en factor de estímulo a la violencia social, de la cual la violencia familiar –dice-- “es ámbito constitutivo y constituyente”.
Agrega que la reducción del salario real casi hasta el absurdo; las dificultades con el transporte; la estructura de gastos familiares donde el 70 % se va en alimentos no siempre fáciles de obtener; la oferta de bebidas alcohólicas; la doble moneda y la segmentación de los mercados; la omnipresencia del mercado negro y las relaciones informales; y la falta de perspectiva en el mejoramiento de las condiciones de la vivienda, entre otras circunstancias, aportan tensiones y frustraciones suficientes como para engendrar una cuota considerable de salidas violentas.
Pero si el acto de violencia es la última salida a esta crispación social espoleada por las penurias y necesidades insatisfechas, suele tener su rampa de despegue en la vulgaridad y la violencia verbal.
En “¿Jungla o manicomio?”, publicado por Cubanet, el colega Jorge Olivera dice desde La Habana que el orden, la mesura y los buenos modales son cualidades perdidas en un mar de comportamientos irracionales. Agrega que las malas costumbres que predominan en barrios y ciudades del país se explican, en buena medida, a partir de la desarticulación de la familia como eslabón principal de la sociedad, después que el Estado socialista sustituyó a la madre y el padre en la formación de sus hijos.
Así, hoy cualquier cubano puede ser aporreado verbalmente, sufrir un torrente de groserías en el agro mercado, el ómnibus o en la calle. Olivera coincide con Borrazá en que la causa para desencadenar el tropel de insultos y vulgaridades suele ser de una trivialidad tal que cualquier persona no familiarizada con estos escenarios pensaría que Cuba es un país de locos.
Señala el autor que ni profesionales, ni universitarios escapan al hábito de hablar a gritos, con un lenguaje plagado de obscenidades. En el otro extremo, la decencia puede ser motivo de burlas e improperios por parte de la mayoría.
Y concluye diciendo Jorge Olivera: “El paraíso comunista que íbamos a construir resultó ser una jungla, donde el instinto aventaja a la razón”.
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