miércoles, 14 de mayo de 2014

Nadie vendrá por mí

Hugo Araña
Capítulo V
Dormida como una muerta la encontró Rosita, que titubeó si despertarla o no para bañarla, hasta que optó por hacerlo. Ella abrió los ojos como si hubiera regresado de un viaje eterno.
Tuvo que ayudarla a levantarse, con no poco trabajo, porque si una era ya una vieja inservible, la otra no se quedaba atrás. La notó más débil, y comprendió que le faltaba poco para convertirse en un montón de huesos, y entonces, si llegaba, estaría condenada a un sillón de ruedas.
- ¿Cuándo me toca el pinchazo, Rosi? Porque él está al aparecer.
- ¿No puede aguantar un poco? - le contestó aquella sin mirarla, mientras la ayudaba a sentarse en el inodoro.
Cuando ya no quedaba nada que expulsar, la enferma se apoyó con los dos brazos en el borde de la bañadera para meterse en ella, pero antes comprobó la temperatura del agua.
- ¿No estará muy caliente?
- El médico se lo ordenó así, señorita.
- Está bien, Rosi. Ayúdame.
- Estese quieta para quitarle el camisón.
Ya desnuda, mientras la sumergía en el baño caliente, que al parecer le provocaba cierto éxtasis, le comunicó que el hermano la había llamado el día anterior. "El pobre, debe estar gastando mucho con esas llamadas", se lamenta ella.
- Como quiera que sea..., usted es lo único que le queda aquí -y la contempló abandonarse al placer de verse inundada hasta el cuello, respirando muy fuerte, como si el agua le restituyera un vigor del que jamás volvería a disfrutar.
- Prepárame algo para desayunar, ¿quieres? Déjame un rato aquí.
Rosita salió del cuarto de baño. Atravesó el pasillo, donde a cada lado las innumerables habitaciones permanecían cerradas a pesar de las vidas que cobijaron, de las voces olvidadas quizás todavía encerradas en ellas, que se negaban a desaparecer y se escondían en los rincones menos pensados, aliadas de las telarañas, convirtiéndose en minúsculas fortalezas contra el olvido, porque sus historias seguían allí, las de los ausentes por la muerte o por el abandono.
Por suerte no estaba obligada a limpiarlas. Ya no era necesario: nadie las vivía, se habían convertido en lugares vacíos, solitarios, y Rosita se alegraba, porque un mínimo movimiento le parecía un toque o una caricia, y las cortinas, hoy cubiertas de tanto polvo, aun con todo cerrado se movían lentamente como si alguien las meciera, como aquella vez cuando limpiaba la habitación de la señora, donde nada se había tocado y sin embargo a veces creía sentir como un tufo de rosas marchitas, y ni siquiera se atrevía a mirar al espejo que llegaba hasta el suelo, porque un día advirtió atónita que las velas que la señora encendía diariamente, en recordación perpetua de todos sus muertos, continuaban encendidas, y al volver a mirar al espejo se encontró con la figura del señor desnudo, a quien le faltaban pedazos del cuerpo, con el miembro largo como una serpiente que no reptaba sino que atravesaba el espacio hacia ella para...
Aquel día había salido de allí espantada, con ahogos y con el corazón a punto de salírsele del pecho.
(Continuará)
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