Cosmopolita y enciclopédico, trasgresor siempre, los temas que trató fueron del lenguaje a la política y del pasado prehispánico de México al erotismo
viernes, enero 2, 2015 | Ernesto Santana Zaldívar | 1 Comentario
LA HABANA, Cuba. -Terminada toda celebración por el centenario del nacimiento en 2014 de escritores tan primordiales para la literatura latinoamericana como Nicanor Parra, Julio Cortázar o Adolfo Bioy Casares, debemos recordar que la particular centuria con Octavio Paz guarda un carácter muy particular, pues no ha sido gratuita en Cuba la prohibición de su literatura durante decenios.
Ahora, cuando el aniversario cerrado queda atrás, no debemos dejar que quede atrás el significado mismo, inmensurable, de Octavio Paz. No solo de su obra como inmenso legado, sino también la significación de una persona que no se limitó a pensar, comentar y poetizar su época, y fue también uno de sus protagonistas: un hombre de su siglo, en fin.
Como escritor, como intelectual, su importancia es universal. Clásico viviente, y al mismo tiempo controvertido como pocos, anduvo por los caminos más imprevisibles, practicó las más arduas aventuras del verbo y descubrió la cultura de la India y del Oriente para varias generaciones. Cosmopolita y enciclopédico, trasgresor siempre, los temas que trató fueron del lenguaje a la política y del pasado prehispánico de México al erotismo.
Su oceánica producción pasó por renovar la lírica mexicana cuando publicó Piedra de sol en 1957, quizás porque, como se ha señalado, pese a la claridad de su escritura, hay en ella un acento surrealista y contracultural notable, muy a tono con la revuelta renovadora de los años 60. Es fascinante el hábil dibujo de su prosa ensayística, que nos deja la impresión de que lo viéramos pensar —con ese “pensar escribiendo” de Alfonso Reyes—, de que somos testigos de sus ideas en acción.
Y hablamos aquí de su “pensar apasionado”, que se revelaba no solo en la expresión escrita, por sí misma trepidante, sino en su propia actividad social y cultural, tan intensa, porque Octavio Paz fue un ejemplo puro del intelectual comprometido, esa especie cada vez más en extinción cuyas manos se niegan a soltar los más calientes dilemas morales y políticos porque, considera, en su resolución se juega nuestro destino.
Y eso significa, por ejemplo, para Paz, renunciar a la Embajada de su país en la India cuando la matanza de Tlatelolco de 1968 y regresar al país, no para encabezar un partido revolucionario de izquierda, como soñaban muchos de sus jóvenes y ansiosos lectores, sino para fundar la revista Plural, precisamente órgano de la disidencia de izquierda en México y en Latinoamérica.
El nombre ya es revelador, pero, además, Paz pretendía jugar un papel parecido al de Albert Camus, George Orwell o Arthur Koestler, los ex comunistas románticos, ahora desencantados con la Revolución, y aun como Václav Havel o Andréi Sájarov, que desde dentro del imperio soviético, criticaron a la izquierda totalitaria real partiendo de una postura de izquierda democrática posible.
Esa izquierda totalitaria no perdonó a Octavio Paz entonces, mucho menos en América Latina y en su país, y lo que él hizo a partir de esa época solo envileció el tono de las acusaciones, que no cesarían con el premio Nóbel en 1990 ni con su muerte en 1998. Un hito en esa trayectoria contra el totalitarismo fueron sus declaraciones, en 1971, a raíz del caso Padilla, a favor de la libertad de expresión, que lo desmarcaron definitivamente de la revolución castrista.
Fue acusado casi siempre de conservador, y también de neoliberal, de ultraderechista y hasta de agente de la CIA. La prensa cubana llegó a llamarle, en lugar de Octavio Paz, Octavio Guerra. Pero él siguió adelante y en 1974 —al leer Archipiélago Gulag, la cruda denuncia de Alexander Solzhenitsyn sobre los campos de concentración soviéticos— alcanzó su definitivo punto sin retorno.
Aunque tenía sesenta años, intentó advertir a los más jóvenes sobre los peligros del mesianismo político donde confluyen el culto al poder y el mito revolucionario. Le parecía fundamental que, como “nuestro tiempo es el de la peste autoritaria”, debía hacerse una crítica de orden histórico y político: la “del gobierno de excepción por el hombre excepcional, es decir, la crítica del caudillo. Esa herencia hispanoárabe”.
La revista Vuelta, heredera de Plural, desde 1976 hasta su fallecimiento tendría un profundo impacto en el mundo de habla hispana. Lejos de pretender ser una publicación académica al tratar la realidad política latinoamericana, Vuelta quería ayudar a operar una transformación en esa historia precisamente, promoviendo la democracia e impugnando dogmas ideológicos y todo tipo de caudillismo, desde el guerrillero hasta el presidencialista, de manera que prohibieron su circulación igualmente en la Nicaragua sandinista, en el Chile de Pinochet, la Argentina de Videla y la Cuba de Castro.
Pero el ensañamiento contra su obra y su figura —que es el ensañamiento contra su significación— ha sido mayor en Cuba que ningún otro país latinoamericano, sin la menor duda. A pesar de que varios de los textos de Octavio Paz aparecieron por primera vez en este país, en la revista Orígenes, y aun cuando hace más de tres lustros que murió, su literatura sigue siendo peligrosa para el régimen. A lo más que se ha llegado es a publicar, en 2013, por Casa de las Américas, Octavio Paz, Valoración múltiple, en edición al cuidado del investigador Enrique Saínz. Para evitar conflictos con el poder, y de hecho para que el propio libro existiera, seguramente, se decidió “dejar fuera interpretaciones de sus criterios políticos, muchas veces acertados y otras tantas erróneos”, como dice Saínz en el prólogo.
Añade también que, de su obra, “lo menos perdurable y lúcido es precisamente su discurso político explícito, como sucede casi siempre cuando los grandes escritores opinan de política”, y remata el estudioso con una, a mi entender, desafortunada aseveración: “Más nos enseñan sus juicios estéticos y su poesía que sus criterios políticos, así como también es más perdurable la obra de Dante que la política italiana del siglo XIV”.
Es cierto lo que dice de la obra de Dante, pero comete una reducción abusiva con el escritor mexicano, porque la importancia de Octavio Paz no radica solamente en la validez de sus ideas políticas, que pueden ser discutibles, por supuesto —como la criticada cercanía que guardó con el PRI en una época—, sino en su ejemplo de hombre de letras comprometido, en palabras y hechos, con la libertad del espíritu humano en su más valiente acepción. No es esencial definir su posición exacta en el espectro político porque su verticalidad contra todo atropello autoritarista y su independencia de pensamiento son transparentes.
Tuvo el coraje de perseguir no solo la verdad artística y literaria, que sabía evanescente, sino también la verdad social y política, que sabía lava confusa. Dijo lo que pensaba y no dudó ante los embates de la incomprensión, la hipocresía y el caudillismo. Cuando Elena Poniatowska le preguntó en una entrevista cómo le gustaría morir, le respondió: “Desde luego que sin olor a santidad”.
Todo esto, y mucho más, hace que Octavio Paz haya sido un gran mexicano del siglo XX, pero, además, que sirva como paradigma de intelectual libertario para el siglo XXI.
Diciembre de 2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario