Cuba actualidad, Marianao, La Habana, (PD) En su libro “La galera de la muerte”, (ediciones Carta de Cuba, 2006) el sacerdote franciscano vasco Javier Arzuaga Lasagabáster narra la misión que le correspondió en los `primeros meses de 1959, y que puso a prueba su condición de sacerdote y de hombre.
El primero de enero de 1959 era el Párroco de la iglesia de Casablanca, en La Habana. El campamento militar de la Cabaña formaba parte de su parroquia y habitualmente iba todos los domingos a celebrar la misa en la capillita de Santa Bárbara”.
“El nuevo Comandante- sigue diciéndonos Arzuaga- Ernesto Guevara, el Che, prohibió la misa, pero me dio autorización para visitar la cárcel y atender su población de presos a cualquier hora del día o de la noche. Fungí como capellán de la prisión de La Cabaña durante cinco meses, hasta la primera semana de junio”.
“A partir del 29 de enero a la madrugada, que se ocupó la que vinimos a llamar galera de la muerte, pasaba por ella todas las noches a conversar sin prisas y rezar un rato con los condenados. Acompañé en ese tiempo al paredón de fusilamiento a cincuenta y cinco condenados a muerte”.
Realmente, me siento inclinado a transcribir textualmente todo el testimonio, ya que mis comentarios no pueden recrear el dramatismo de esta narración que fluye angustiosa entre la vida que se acaba abruptamente y la vasta muerte que comienza.
Arzuaga nos concede el insólito privilegio de compartir los días, las horas y hasta el minuto fatal junto a los condenados. Así, nos enteramos de la última voluntad del más conocido de todos, el teniente coronel Jesús Sosa Blanco, quien pidió a su esposa que le trajese unos zapatos nuevos, para estrenárselos en su encuentro con la señora muerte. “Pidió que le permitieran ponerse presentable- ropa interior limpia, bañado, afeitado”. Sosa le pidió de favor al sacerdote que se los quitase. Le dijo: “Prefiero que me echen descalzo a la tierra, tú me los quitas cuando me hayan liquidado y mañana, en Casa Blanca o en La Habana, se los regalas a un pordiosero, mira que tenga el pie grande. Se me ha ocurrido gastarles una pequeña broma a la revolución y a Fidel, ¿Qué te parece?”.
Así, sin estridencias, el sacerdote humaniza a estos seres, condenados de antemano por sus vencedores a una muerte lenta pero segura. El Padre les advierte de entrada que no discutirá con ellos “los hechos que los han puesto en esta situación” pero indudablemente sabe que, aunque se cumplan los formalismos, las sentencias máximas ya han sido dictadas. Esta certidumbre convierte todo el rito judicial en una farsa agónica.
Hace constar Arzuaga, quien en el momento de la descarga permanecía casi al lado de ellos, mostrándoles el crucifijo, que ninguno de los 55 pidió que lo amarrasen al palo ni que le vendasen los ojos.
La irrepetible Cuba de 1959, aquella fiesta interminable que siguió a la caída de un régimen dictatorial repudiado por la inmensa mayoría, hizo de aquellos fusilamientos una suerte de venganza colectiva. Lo que no sabíamos entonces era que el terrible paredón iba a convertirse en el recurso máximo del Máximo Líder.
Advierto a los amantes de las bellas letras que no lean este testimonio sobrecogedor si desean asistir a la actual Feria del Libro en la Fortaleza de La Cabaña.
(A mi primo Armando González Rodríguez, quien sufrió allí)
Para Cuba actualidad: rhur46@yahoo.com
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