POR: GUIJE CUBA
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• 1896 -
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- Mayor General Antonio Maceo en los municipios de Guane y Mantua, Pinar del Río.
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- José Miró Argenter en “Cuba Crónicas de la Guerra (La Campaña de Occidente) - Tomo III: Segunda Edición” de la Editorial Lex, 1942, páginas 92-95 describe los acontecimientos del 23 de septiembre de 1896 en la Historia de Cuba:
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“Se atestaron de pertrechos las cananas de nuestros soldados y las bastas mochilas de los convoyeros, que ya llevaban dos arrobas de plomo sobre las espaldas. También se montó el cañón neumático para hacerlo funcionar en la primera oportunidad. Salió Maceo de los Remates el domingo 23 de Septiembre, con la considerable retahíla de bagajes, peones cargados de pertrechos, reses para el abastecimiento de la columna; rosario descomunal que ocupaba algunos kilómetros de extensión, y así y todo, llegó á Montezuelo al cerrar la noche. Maceo había atravesado, literalmente, de sur a norte, todo el distrito de Guane. En los momentos de acampar, cuando la gente se desaprendía de las ligaduras de la carga y buscaba codiciosa el pedazo de tierra que le sirviera de lecho, se recibió la inesperada noticia de que fuerzas españolas se hallaban a corta distancia del campamento, en la loma China, protegiendo unas obras de fortificación. Uno de los campesinos, que venía con la carga a cuestas desde las inmediaciones del Cabo, al desprenderse del pesado equipaje, cayó exánime, muerto: tenía la espalda rajada y mostraba el costillar, entre grandes cuajarones de sangre. ¡Oh héroe del sufrimiento! ¡glorioso, mil veces más glorioso que los héroes de relumbrón que se han alzado sobre las pavesas del país y sobre los hombros fornidos de los mártires anónimos, que dieron su vida por la libertad de la patria! El comandante Higinio Cumbá, con un pequeño destacamento, había hostilizado a los españoles durante todo el día 22 y parte del 23. El enemigo trataba de construir otra línea fortificada que enlazara a los Arroyos, Mantua, Guane y Montezuelo, para formar de esa manera un cinturón que pusiera dique a las incursiones de los insurrectos, que ya por dos veces acudieron al litoral del Sur en auxilio de buques filibusteros. Y por otra parte, las columnas que operaban en aquel distrito, desde Mantua a los Arroyos, y de este lugar a Guane, tenían la completa seguridad de que el núcleo insurrecto hallábase en las inmediaciones del Cabo Corrientes; habían de presumir cuál era el objeto del viaje por aquellos confines deshabitados; y era de rigor la deducción de que iban a cerrarle el paso a Maceo, al emprender éste el camino de retorno, ya que no lo hicieron anteriormente. El avance de Maceo por el litoral, la presencia de grandes masas insurrectas en el caserío de Dimas, la acción de los Arroyos, y otros sucesos de pública resonancia que hubieron de anotar las lanchas cañoneras que vigilaban la costa, no daba margen a conjeturas: Maceo había ido al Cabo a favorecer el alijo de un buque expedicionario, y necesariamente tenía que volver a la montaña por caminos inevitables y, conocidos del opositor. Procedió el general Maceo a situar la avanzadas para que el campamento no fuese sorprendido al amanecer; y ordenó que un batallón, al mando de un jefe de brío, cuya designación recayó en el teniente coronel Pedro Delgado, hostilizara con rudeza el vivac de los españoles. Delgado cumplió con eficacia su cometido, puesto que, apenas transcurrida media hora (serían las nueve de la noche) el tiroteo de los españoles demostraba la buena puntería de los soldados insurrectos. Este ejercicio no podía satisfacer a Maceo en aquella oportunidad, teniendo, como tenía a su alcance, una pieza de artillería, de efectos raros para los profesionales españoles, en atención a que no les era conocido el invento de nuestra máquina de guerra. Ordenó al ingeniero Villalón que emplazara la pieza y arrojara proyectiles sobre el campamento de loma China, por intervalos de diez y de quince minutos. Las bombas de nitroglicerina debieron causar efectos precisos en el campo español por cuanto su artillería no tardó en responder al novísimo y extraño reto de los mambises. La metralla de los españoles apagó las luces de nuestro vivac, pero una de las bombas del cañón insurrecto, al explotar sobre el campamento de loma China, iluminó un gran espacio de la montaña, sirviendo de reflector a los tiradores de Pedro Delgado. La proximidad entre las dos fuerzas beligerantes hacía presumir un encarnizado combate dentro de pocas horas; el abra pintoresca de Montezuelo, al descorrerse el tupido telón de la noche, iba a ser teatro de una sangrienta disputa. La columna española estaba compuesta de Wad Ras, San Quintín, Cantabria y algunas guerrillas de Pinar del Río, al mando del coronel San Martín; la columna, como ya se ha indicado llegó a loma China el día 22 con el objeto de levantar otra línea fortificada.
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“A la una de la madrugada continuaba el tiroteo; cesó a cosa de las dos, se renovó a las cuatro, con bastante ímpetu, y al clarear, las dos fuerzas enemigas estaban en orden de batalla para abrir la pelea sin dilación. Ocupaban los cubanos la loma de San Felipe y parte de la China, a muy corta distancia de los batallones de San Martín. Empezó el combate con mucha violencia, sin previas escaramuzas; insurrectos y españoles estaban apercibidos y agraviados: los cubanos no habían de cejar, teniendo, como tenían, las cartucheras repletas, ni concretarse los españoles a defender las avenidas de su campamento. Bajo un fugo horrible avanzaron las tropas de San Martín por la derecha de la posición que ocupaba Maceo, con objeto de flanquearla y dominar el campo en su totalidad, al adueñarse de aquella altura; pero fueron repelidos por nuestros tiradores, que dieron muestra de saber manejar el nuevo fusil, metiéndole peines con suma rapidez. Ya no existía el temor de que el instrumento bélico se volviera mudo e inofensivo, por falta de ración. Tampoco los españoles daban señales de cansancio; no flaqueaban, aunque estuvieran sorprendidos de aquel vigor de los insurrectos, que habría de costarle grandes pérdidas a los batallones de San Martín, si pretendían humillarlo con otro esfuerzo capital. Por picachos y quebradas se batía el cobre porfiadamente; todo retumbaba bajo el tronido de las descargas. El espléndido panorama de Montezuelo, tal vez el más hermoso de Vuelta Abajo, se encortinó de negrura sin la intervención de los elementos atmosféricos, sin que asomara la barra negra del huracán, cual si un agente extraño y tremebundo fuera el causante del repentino trastorno. Casi simultáneamente, una sección de infantería trató de envolver nuestro flanco izquierdo, en donde se hallaba el cuartel general, alerta y preparado, para impedir el nuevo avance de los españoles; éstos, después que bajaron de la loma China, se metieren por la vereda del Husillo con el objeto de quitar el estorbo de la guardia insurrecta; pero al fuego mortífero que les opuso Maceo, hubieron de retroceder con bajas de consideración. El jefe que mandaba esa maniobra quedó fuera de combate, y con él, dos o tres oficiales y buen número de soldados. No estaba aun zanjado el desafío de Montezuelo, porque al replegarse los españoles sobre loma China, nuestras fuerzas iniciaron la marcha hacia la laguna de Lázaro, para defender el camino que tomó la impedimenta en las primeras horas de la mañana. Entonces el jefe de la columna española, deseoso de recuperar el terreno que había perdido en sus dos intentos de flanqueo, atacó nuestra retaguardia, que cubría el regimiento Gómez, de la brigada del Sur, el cual tuvo que desplegarse y batallar con tesón para contener la acometida de la vanguardia española. Acudió Maceo con la mayor velocidad y con refuerzos suficientes; hubo otra disputa muy enconada en el valle de Lázaro, cerca de la laguna de este nombre, y cejaron los españoles a eso de la una de la tarde, retirándose a los atrincheramientos de loma China. El combate de Montezuelo, denominado de Jagua por los españoles, nos causó sensibles pérdidas; tuvimos 68 bajas, entre muertos y heridos: la quinta parte del número de combatientes. Fueron heridos entre otros, Antonio Núñez y el capitán Cosío, éste de gravedad. Pero la columna de San Martín, sobre haber experimentado un fuerte quebranto, desapareció de la escena; ya no volvió a combatir. San Martín había peleado en Peralejo. Los lidiadores de Oriente se veían de nuevo las caras en el extremo occidental de la isla, batallando con el mismo ardor, unas veces en las sabanas, otras, sobre las cumbres de los montes.”
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