 El 10 de septiembre en la Historia de Cuba
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• 1896 -
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- Mayor General Antonio Maceo en el Municipio de Mantua, Pinar del Río
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- José Miró Argenter en “Cuba Crónicas de la Guerra (La Campaña de Occidente) - Tomo III: Segunda Edición” de la Editorial Lex, 1942, páginas 82-84 describe los acontecimientos del 10 de septiembre de 1896 en la Historia de Cuba: |
“A las dos de la tarde de ese día (10 de Septiembre), se acampó otra vez en los montes de Francisco, bajo la triste impresión de que la jornada había sido infructuosa y que nos esperaban más grandes aflicciones. El cuadro que allí se ofreció no auguraba cosas halagüeñas.
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“Centenares de familias, con señales evidentes de terror y miseria, acudían al campamento en solicitud de abrigo, y de un pedazo de carne, como tribu que huye del desierto porque manadas de fieras han invadido el arenal y devoran sin piedad cuanto encuentran a su paso, impelidas por el ardor de la carnicería. Los guerrilleros habían asolado la campiña y cometido toda clase de iniquidades, de imposible narración, sin ofender el recato. Las mujeres y los niños estaban poco menos que desnudos, unas y otros, escuálidos, ojerosos; el hambre y el insomnio pintados en el semblante, la faz macilenta, la estupefacción que imprime en el rostro de la mujer el desvelo, el abandono del vestuario, la carrera tropelosa y el pudor puesto al desnudo. Era el período en que la guerra se manifestaba en toda su implacable ferocidad, en que las mayores tropelías encontraban aplauso, y todo era lícito: el crimen, el despojo, el incendio y la violación. Se consideraba obra patriótica limpiar la barbacoa del mísero bohío, incendiar las viviendas, llevarse los utensilios de la cocina, y coronar la obra de rapiña con el ultraje a la honestidad. Las bandas que a tales empresas se consagraban, tenían segura la aprobación de los que dentro de las plazas fortificadas pedían el exterminio de los insurrectos, y de sus cómplices y encubridores:, el exterminio de todos los que por necesidad vivían en los despoblados, fuera del radio de la reconcentración. Nunca saciados, exigían mayor número de víctimas, diariamente, y aun hallaban pía la conducta de Wéyler al dictar éste el célebre bando de reconcentración, porque el banquete que se servía a los reconcentrados lo sufragaba el erario público. Los guerrilleros buscaban el camino más corto para llegar impunemente al escondrijo del botín, y retornaban a sus cuarteles con las ganancias y trofeos de la función: el vestuario del campesino, el mísero Caballo cargado con una miscelánea de desperdicios, los ahorros del infeliz estanciero, el machete ensangrentado, y a veces, las orejas de las víctimas. Hallábanse también expuestos a las represalias, pues cuando caían en poder de cualquier grupo insurrecto, eran ahorcados, sin ceremonia, del árbol más próximo.
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“El general Maceo acogió muy conmovido la expresión de tanta orfandad y miseria, y ofreció protección a todas las familias desventuradas que acudieron al campamento, hasta dejarlas en lugar más hospitalario, en donde no se verían obligadas a vagar hambrientas, ni las mujeres servirían de oprobio a la soldadesca. Pero no tenía poder bastante ni recursos suficientes para contrarrestar la desventura general que tenía todo el carácter de una epidemia, de imposible desviación en su curso fatídico y riguroso. Aquel cuadro tan horrendo, no era más que un exponente de la guerra, dentro de un radio determinado, que se alzaría con el mismo pavor, y quizás con mayor merara, en otras comarcas, sin que nadie pudiera evitar su desarrollo y sus tristes manifestaciones. Todavía le gente infeliz sería castigada con mayores azotes. Llegaría una época en que la muerte patrullaría sola por los despoblados buscando seres vivientes sin tropezar con ninguno, y tendría que permanecer ociosa en el campo infecto de la fiebre pútrida, porque no hallaría un cuerpo que temblara bajo la algidez del terrible mal.
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“No obstante la resolución adoptada por Maceo de emprender el camino del Rosario, despachó varias comisiones por el litoral con órdenes estrictas de que indagaran por todos los medios posibles, en el término de veinticuatro horas, lo que hubiese de cierto sobre la expedición anunciada. ¡Oportuna y feliz demora!, pues a la una de la tarde se recibió el grato mensaje de que la expedición del general Ríus estaba en tierra, con toda felicidad. La buena nueva cundió con rapidez eléctrica por todo el campamento, y desapareció la nube del pesimismo que tantas cosas siniestras hizo presagiar en los ánimos más esforzados. Transcurridas las primeras impresiones de júbilo, se preparó la marcha hacia el Cabo Corrientes, punto designado para el desembarco de la expedición, en donde, realmente lo había efectuado el general Ríus el día ocho. Maceo dejó en el campamento de Francisco la mayor parte de la impedimenta, para recogerla al retornar del Cabo, con fuerzas necesarias para la custodia del vivac y depósito de pertrechos que trajo el general Díaz. Maceo salió de Francisco a las pocas horas de haber recibido el halagüeño mensaje, y en una marcha acelerada se situó en Bartolo, ingenio ruinoso en el distrito de Mantua. Quería llegar al Cabo Corrientes, para ser el primero en dar auxilio eficaz a los expedicionarios. He aquí, contado en pocas líneas, el largo y fatigoso viaje que tuvo que realizar para dar cima a sus designios.”...
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