Una reflexión sobre el periodismo y los comentarios publicados en este y otros medios.
Joseph Conrad.
Apenas reparamos en lo mal que le va a la policía política de la dictadura en sus intentos de utilizar las opiniones de falsos lectores para descalificar el trabajo de los medios que se dedican a divulgar la verdadera realidad cubana. Del mismo modo que siempre les ha resultado expedito infiltrar agentes o captar chivatos entre las filas de la oposición, pifian en el caso de los lectores topos, sean los de este periódico o los de otros, porque no hay uno solo entre ellos al que no se le vea el refajo por debajo de la saya, como dirían las abuelas.
Tal vez ocurra porque no existe hoy entre los cubanos otro ejercicio democrático tan diáfano como el que practican a diario nuestros lectores mediante la publicación de sus criterios, agudos o simples, apasionados o jodedores, radicales o equitativos, audaces, conservadores, oportunos o intempestivos.
Joseph Conrad, el gran novelista polaco, apuntó que él escribía la mitad de sus libros y que de la otra mitad se encargaban los lectores. Algo similar quizá podríamos sostener quienes escribimos para estos medios. No solo porque nos sentimos obligados a pensar ante todo como lectores, así como a enfocar los temas imponiéndonos ciertas prioridades de contenido. También porque al debernos a un público que nos asume como vehículo para el examen y la denuncia de sus infortunios, siempre nos tensa el temor de no cubrir tales expectativas.
Ocurre entonces que la moderación de las pasiones e incluso la autocensura actúan con mayor peso en quienes escribimos aquí que en quienes nos leen y juzgan. Pero no está mal que así sea. Es lo que nos toca en beneficio del bien común.
Igual tal vez sea nuestro aporte para el rápido descubrimiento de los lectores topos, que cada vez son más y se proyectan más diversamente, pero siempre en vano. Desde los que fingen ser imparciales pero no pierden la ocasión de deslizar sus guiños de complicidad o condescendencia con el régimen, hasta los que acusan al articulista de agente encubierto, con el malsano propósito de confundir, al tiempo que disfrazan el carácter de su propia misión como agentes. Desde los que se venden como desprejuiciados ciudadanos del primer mundo, con la secreta intención de parecer más creíbles en su rol de topos, hasta los presuntos nihilistas que no creen en nada, así que tampoco en las razones de quienes se oponen a la dictadura. Se trata, en fin, de un contingente formado por miles de vasallos, que no tienen que ser necesariamente asalariados de la Seguridad del Estado, aunque muchos lo son.
Y existe únicamente un motivo para que toda esa morralla de lectores topos no haya conseguido abrirse paso entre nosotros: la respuesta de los auténticos lectores, cuya perspicacia y cuyo celo podrán pecar por exceso pero jamás por defecto.
En cuanto a los articulistas, importancia menor tal vez tenga (al menos para mí) que algunos de esos auténticos lectores nos cuestionen el valor del texto sin haberlo leído enteramente, o aun cuando, habiéndolo leído, se prenden de una frase o de una única afirmación —con frecuencia la menos afortunada— para juzgar por ella todo nuestro trabajo. Muy pocas veces faltará la rectificación de algún otro lector bien enterado. Pero en cualquier caso, tales desafueros se compensan con creces mediante las opiniones de aquellos que sitúan en entredicho, ante nosotros mismos, ciertas certezas que consideramos infalibles.

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