Arturo Santana quiso entrar en el cine grande con estrépito
martes, abril 5, 2016 | Ernesto Santana Zaldívar | 0 Comentarios
LA HABANA, Cuba.- “Bailando con Margot” es una producción cubana de 2015 que se está poniendo desde hace unos días en cines de La Habana y que se exhibió en el último Festival de Nuevo Cine Latinoamericano. La dirección y el guion son de Arturo Santana, que, aunque debuta aquí en el largometraje de ficción, tiene mucha experiencia en el videoclip.
El título completo es “Bailando con Margot, una película en siete cuadros”, y de entrada se nos advierte que los personajes de la historia “están basados en otros que también fueron ilusión”, lo que no parece mal.
Según el realizador, el proyecto inicial es de 1996, aunque ya desde antes tenía otras ideas para el cine. “Se trata de una película con aires de superproducción, con entrecruzamiento de géneros, centenares de figuras y locaciones, tres épocas”, ha declarado Santana: “Creo que es el sueño de todo director que ame el cine”.
Llama la atención que, siendo un primer filme y siendo precisamente cubano, la dirección de actores y sobre todo los diálogos resulten convincentes, incluso con miembros del elenco que uno no acostumbra a ver trabajar con naturalidad. Por supuesto que Mirta Ibarra está a la altura de su papel como Margot de Zárate, la viuda ricachona a la que le roban el famoso cuadro “La niña de las cañas”, de Leopoldo Romañach.
Ahí arranca el filme, el 31 de diciembre de 1958, pero con retrospectivas a 1918, 1928 y 1933, relatando la historia de amor de Margot con Esteban mientras se investiga —es un decir— el robo, para rematarlo todo al amanecer del primero de enero de 1959, con fondo sonoro de barbudos y celebrantes de la fuga de Batista.
En realidad, lo que ocurre es que la propia producción devora a la historia y, los personajes, que en general pueden ser coherentes y suficientemente perfilados —incluso el detective de Edwin Fernández, que tanto abusa de sus modelos—, se disuelven en un fondo donde ellos a veces parecen solo un apoyo.
Porque no es que sea un filme “con aires de superproducción”, sino “con ínfulas de superproducción”, con unos desbordadísimos deseos de recordarnos a grandes directores y grandes escenas, y, peor aun, grandes escenarios. Lugares inolvidables. Olvidando el director que esos inolvidables espacios son, sobre todo, la mirada del artista.
Escoger mansiones impresionantes y edificios de arquitectura y mueblería portentosas no garantiza que los escenarios resultarán inolvidables. Ni siquiera asegura que una buena fotografía terminará siendo una gran fotografía. Y no lo digo solo porque se note tanto el olor a pintura fresca en los lujosos autos y en muchos sets, sino porque el manierismo de la concepción total acaba en lo churrigueresco más obsceno y, para colmo, la historia es cualquier cosa menos compleja o retorcida.
Lo previsible emploma esos ambientes tan posados como los mismos extras. La película quiere ser muy pictórica con sus siete cuadros y con el lienzo de Romañach, muy visual, y de hecho muy audiovisual, con boxeo, vodevil y desfile de fastuosas locaciones, pero detalles como la mano sacando billetes del bolsillo mil veces y el fácil recurso de poner a cualquier personaje a beber licor escena tras escena, pueden cobrar tanto peso que la película toda se desvanece en una aparatosa, y demasiado alargada, caricatura de sí misma.
Y eso no tenía por qué ocurrir. Con el mismo guion e igual trabajo actoral, salvando clichés y debilidades de la historia, con más abstinencia de pompas, se hubiera hecho una buena cinta en pos del cine negro o del neonoir, o del homenaje retro o lo que sea, que el membrete no da sustancia. Como tampoco las intenciones. Porque el amor al cine no garantiza que un director hará buen cine, y mucho menos que el espectador saldrá de la sala amando las historias de la gran pantalla como lo hizo el realizador en su momento.
El amor por Raymond Chandler y el ansia retro no le garantizó a Ignacio Cárdenas Acuña que “Enigma para un domingo” fuera una gran novela, pero de alguna manera estaba abriendo un camino. ¿Por qué quedarse en esa autocomplacencia aldeana —tan propia del cine cubano—, que no cobra visos de universalidad ni siquiera apelando a la música de Rembert Egües?
En cuanto a los que gustan de ir a ver cine cubano para disfrutar chistes e ironías contra el gobierno —lo que en sí mismo no es una virtud, claro—, se encontrarán aquí con tan impoluta corrección política que una sirvienta que vive muy bien trabajando para Margot, y hasta estudia en la universidad, en cuanto oye que Batista ha huido, se quita el delantal y lo tira despectivamente ante su ama.
“Por influencia del videoclip, del documental”, asegura Santana, “mi pensamiento siempre fue fragmentario, de collage cinematográfico y pastiche estético. Y eso lo agradece mucho la estructura de la película y, por consiguiente, el espectador”. ¿Cuál espectador?, puede preguntarse uno. ¿El propio director? La verdad es que al final podría haberse agradecido a sí mismo si hubiera sido más inconforme con lo que salía de sus manos. O sea, más humilde.
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