miércoles, 22 de febrero de 2017

Trump y el nuevo paradigma político. Por Julio M. Shiling.





Thomas Kuhn, el físico y filósofo de la ciencia estadounidense, acuñó en su obra clásica La estructura de las revoluciones científicas (1962) el concepto de un "cambio de paradigma".
El meollo del planteamiento de Kuhn sobre revoluciones científicas, es que una vez que se presentan suficientes anomalías importantes que cuestionan y consecuentemente debilitan la fundamentación intelectual y práctica del paradigma existente, se produce una crisis dentro del entorno disciplinario en cuestión. Criterios opuestos chocan y el resultado de este brete es la reconsideración y deconstrucción del modelo en operación. El producto final es el surgimiento de un paradigma nuevo, producto de la corriente prevaleciente. Estamos ahora en la fase incipiente de un cambio de paradigma político. Esta inserción paradigmática hará mucho bien a la democracia en el mundo, servirá para robustecer su ética y colocará valores elementales en un lugar de visibilidad y relevancia nuevamente. 

La victoria electoral de Donald J. Trump tiene un trasfondo seminal para el panorama sociopolítico, que va mucho más allá de lo que constituye un cambio de predominancia de un partido en un país, del alzamiento de una figura particular como líder o de la supremacía ideológica de corrientes de pensamiento tradicionalmente conocidas.
 Esta revolución sociopolítica que se está gestando da muestras de tener características extraterritoriales, posee un arraigo mundial y cuenta como enemigos a bastiones de polos ideológicos opuestos. Curiosamente, tanto la trinchera de la amalgama que compone la izquierda radical que incluyen: el neocomunismo (marxismo cultural y comunismo asiático: China, Vietnam, Laos), el socialismo fabiano, el anarquismo, el fundamentalismo islámico, etc., como la derecha calificada que incluye adeptos al: el libertarismo, el liberalismo clásico, el comercio internacional y multinacional, etc.; todos han encontrado un enemigo común en esta revolución que tiene cómo su principal promotor práctico a Trump. ¿Qué cohesiona esta fuerza reaccionaria compuesta de corrientes tan divergentes? Y más importante aún, ¿por qué ha de servirle a la libertad este paradigma que surge?

Algunos sostienen que el modelo socioeconómico global existente se empezó a moldar, teóricamente y poco a poco, desde la introducción del circuito integrado en 1959 con su revolución electrónica subsecuente. La división de labor internacional, la redistribución del lucro empresarial y la transferencia de la riqueza que este modelo formuló, sin embargo, cogió cuerpo, autoridad y fuerza verdadera a partir de los acuerdos de "libre" pero no equilibrado comercio y del establecimiento de la Organización Mundial del Comercio ("OMC") en 1995. La orden estructural del modelo globalizado que se ha institucionalizado a partir del génesis del OMC y que ahora se le está retando, ha demostrado importarle un bledo la democracia y los valores universales y pre político como la libertad y los derechos naturales y humanos.
Como todo sistema socio-económico brota de sí mismo una ética que impacta el orden político, legal y moral, no podemos aislar el juicio crítico que se le extiende a lo que conocemos generalmente como la "globalización", a meras cifras de medidores establecidos. Los números que producen mecanismos macroeconómicos como el  Producto Interno Bruto ("PIB") de un país o una bolsa de valores ("bolsas") determinada, no revelan toda la realidad. No contienen una capacitación radiográfica integradora de una sociedad y su conexión con la economía. En otras palabras, no nos dice toda la verdad porque se concentra en contextos de análisis específicos y deja fuera mucho. Si la globalización ha servido los intereses materiales de la mayor parte del mundo, es una cuestión debatible cuando se hace una reflexión exhaustiva.    

China comunista, Vietnam e India, por ejemplo, han tenido una reducción significativa de la pobreza en los últimos treinta años. En los EE UU y otras potencias ricas, la alta esfera del entorno corporativo, esos con títulos de post graduado conectados con empresas multinacionales y los accionistas principales de éstas, han visto su patrimonio crecer impresionantemente, sin duda. Eso es lo refleja el PIB y las bolsas. Lo que queda menos señalado es lo que posibilitó todo lo mencionado previamente.

Ha habido una transferencia de riqueza olímpica de la clase media trabajadora sin título universitario en países como los EE UU y otros ricos (o del "primer mundo") hacia potencias globalizadas como China comunista, et al, y a una minoría de los ciudadanos de esas naciones del primer mundo. La disparidad de ingreso que este modelo ha producido es escandalosa. En algunos casos y momentos, la alta cúpula corporativa gana trescientos cincuenta veces más de lo que es la remuneración promedia de sus obreros de esas mismas empresas. El abaratamiento de cierta mercancía que este orden globalizado ha brotado, no equipara la pérdida del estándar de vida de la clase trabajadora sin formación académico superior. Estos son sólo algunos aspectos que demuestran lo cuestionable que es rendir un veredicto favorable al orden globalizado existente, ni siquiera en aras materiales y económicas.        

El paradigma nuevo venidero, a pesar de presentar su banderín de lucha en los EE UU con argumentos donde predomina la economía, es en lo político y lo ético donde tendrá su impacto más significante. El modelo globalizado operando a full desde los mediados 1990's y vigente aún, produjo un cambio en las reglas del juego de corte político y moral. Al fusionar erróneamente mercados con democracia, le abrieron la puerta a los males del relativismo moral y la equivalencia falsa. El resultado de la globalización ha sido desastroso para la institucionalización universal de los derechos humanos, algo que se propuso el orden post Segunda Guerra Mundial. ¡Hasta la caída del comunismo soviético se echó a perder!

La Unión Soviética, el primer Estado comunista y el centro de mando desde donde se lanzó la guerra mundial para imponer el marxismo-leninismo violentamente y en atuendo revolucionario, fracasó en su intento original porque fue combatida exitosamente por las democracias del mundo usando una combinación de estrategias. Entre ellas estaba el combate político, ideológico, bélico, cultural y económico. En otras palabras, fue una postura integradora que llevaron en los EE.UU el sello pronunciado de la Doctrina Truman (1945-1979), la política de contener el comunismo y posteriormente vino la Doctrina Reagan (1980-1990) que sustituyó el principio de contención por la más agresiva terapia de retar frontalmente y revertir el marxismo en el poder. El mundo libre ganó la Guerra Fría pero perdió la paz por la priorización de la economía, como su mecanismo de transición predominante.
¡Qué ironía ver a los comunistas y los capitalistas coincidir en una aberración tan colosal! Los marxistas ortodoxos insistieron hasta el final, a pesar de tener evidencia empírica que contradecía su dogma, que la economía era el factor determinante en la vida y en su esquema cósmico. Las democracias triunfantes después de la caída del comunismo soviético cometieron ese mismo error perceptivo y analítico al extenderle al entorno económico credenciales transformadoras tan desorbitadas y abandonar la postura multidimensional que les había dado la victoria en el primer lugar. En el caso específico del curso que adoptó el mundo libre post URSS, fue la priorización del sistema socioeconómico como agente de cambio y la desatención total a consideraciones de los sistemas de creencias que constituyan ideologías, sus instituciones y la cultura que arrastraban. Los ganadores de la Guerra Fría dieron primacía a lograr la institucionalización universal de un modelo económico genérico o cuasi genérico, para consolidar la victoria percibida, cuya base fundacional de este modelo serían los mercados, el comercio global, la desaparición de barreras internacionales para la producción de bienes y servicios y el traslado y la repoblación de la base industrial.         

Francis Fukuyama, el politólogo estadounidense, captó esencialmente la percepción falsa que prevaleció inmediatamente después de la caída del comunismo soviético en los círculos políticos democráticos, en su obra El fin de la Historia y el último hombre (1992). En ese libro, que fue una profundización de un ensayo suyo del mismo nombre escrito en 1989, el influyente intelectual de origen japonés argumentó que la muerte percibida del comunismo significaba el fin de las ideologías, ya que la democracia liberal había ganado la batalla de las ideas de forma contundente e irreversible aparentemente y que a partir de ahí la "historia" paraba de reflejar choques de contradicciones, según el dogma marxista propiamente (tesis, antítesis y síntesis). Para Fukuyama, igual que para la clase política de las democracias de ese momento, la "síntesis" había alcanzado la posibilidad de eternizarse. Las democracias cometieron aquí también, otra equivocación como la que cometió Marx, al suponer que la "historia" pararía y dejaría de producir síntesis nuevas. En ese momento, fueron pocos los que vislumbraron que el comunismo produciría una versión modificada, una síntesis al final, que pretendiendo portar un vestuario desideologizado, resurgiría y avanzaría por medio de nuevas alianzas y todo bajo la mirada tolerante y amoral del nuevo orden económico global.

Siguiendo la lectura falsa que ha reinado desde la década post soviética (no post comunista), los presidentes estadounidenses desde George H. W. Bush (padre) hasta Barack Obama aceptaron la premisa subyacente que insistía que el mundo se había desideologizado, que el comunismo había muerto, que la democracia era sinónima con el capitalismo (o versiones del mismo) y que la globalización era un mecanismo eficaz para promover la democracia. Este entendimiento formuló, valga la redundancia, un prototipo económico global que debido a la ética que dicho sistema ha generado, la democracia ha estado en un periodo de recesión universal severo, derechos fundamentales se han defenestrado y movimientos subversivos han logrado penetrar instituciones democráticas y han logrado gestar una inercia entre la clase política democrática que no ha sabido qué hacer frente a dictaduras que comercian en el mercado ávidamente y reprimen a sus ciudadanos con la misma eficacia. Algunos de estos regímenes despóticos hasta tienen votaciones y toleran oposiciones marginales.

Esto es una sinopsis de la situación.
 El comunismo se reinventó en el Foro de Sao Paulo. Dando fidelidad y reconociendo la supremacía de la premisa gramsciana, los comunistas de este siglo aceptan la primacía de la cultura como el motor determinante en la sociedad y actúan en acorde a esa racionalización, la propiedad privada pero "dirigida" es ahora tolerada selectivamente y ha sido insertada en formación unísona con la ideología (como lo fue con los fascistas). El comunismo asiático, i. e., modelo chino/vietnamita, ha seguido robusteciéndose con creces gracias a la globalización. El islamismo radical, tanto el suni como el chiita, ha visto su capacitación para penetrar las instituciones democráticas simplificarse, producto del prototipo económico existente. La igualación de valores que la ética del globalismo ha confeccionado, ha hecho posible que hoy gigantes de la barbarie como China comunista, ocupen un lugar tan importante en los asuntos del mundo. El castrocomunismo, su satélite en Venezuela y las otras dictaduras del llamado socialismo del siglo XXI (Ecuador, Bolivia y Nicaragua), entienden lo útil de este sistema amoral que no discrimina a ningún socio económico, aunque dicho productor o mercado sea un violador en serie de crímenes de lesa humanidad.

Por eso y mucho más, es primordial que triunfe este movimiento político y esta corriente intelectual que se está manifestando en los EE UU, en Europa y en América Latina ahora y que logre producir un paradigma político nuevo. La democracia y la libertad se beneficiarán de un modelo sociopolítico cuya ética abrace valores tradicionales como la familia, que honre a la nación y la enaltezca, que rechace el relativismo moral y la igualación de todas las culturas, que reinserta la institucionalización del respeto a los derechos humanos, que eleve y concrete el principio de la rendición de cuentas y que se concluya con el secularismo desenfrenado que sirviendo los propósitos de un ateísmo fundamentalista, ha intentado excluir a Dios de la vida de la sociedad.         

Tal vez Trump ni siquiera esté consciente de las ramificaciones que su guerra contra el orden del globalismo existente tendrá sobre el prototipo político prevaleciente. El cambio sísmico que este enfoque disidente promete, sin duda, tiene muy preocupados a dictadores y empresarios que han estado en complicidad con el despotismo. El bien y el mal existen y no pueden o deben coexistir. Es hora ya que el sistema que ha promovido una equivalencia inmoral a equiparar en aras prácticas de la política y el comercio, concluya. ¡Los demócratas del mundo le deben dar la bienvenida al nuevo paradigma político que se está gestando!  
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