Toda la humanidad es perdonada, pero el Señor debe morir. Esta es la contribución revolucionaria del epílogo que, hace 2.000 años, un grupo de escritores judíos radicales añadió a la sagrada escritura de su religión. Por haber hecho eso, millones hoy en Occidente adoran ante la imagen de una deidad ejecutada como un criminal y —no menos importante— otros millones que no adoran en absoluto llevan dentro de su ADN cultural un presentimiento de origen religioso de que alguna vez, de alguna manera, "los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos".
Jack Miles
La búsqueda de la reivindicación social, que bajo el nombre genérico de "
socialismo" parece tener un segundo aire en nuestro siglo XXI (que algunos tildaron apresuradamente de escéptico y posthistórico), se arraiga en lo más profundo de la psique occidental —y, por extensión, del mundo entero— a partir de un pensamiento judío radical que ingresa, como un virus, en la civilización grecorromana por vía del
cristianismo.
El profetismo del antiguo Israel es una airada protesta contra la inequidad de una sociedad que se consideraba regida por un Dios justo. La justicia divina se escandaliza por la opresión que ejercen las castas dominantes (príncipes y sacerdotes) sobre los pobres. Por boca de los profetas —antecesores de todos los agitadores modernos— el Yahveh bíblico se declara partidario de los menesterosos y explotados y abomina el elaborado ritual que se supone él mismo ha establecido. Amós 5:21-24 es acaso el pasaje que mejor ilustra este pensamiento ("quita de mí la multitud de tus cantares, pues no escucharé la salmodia de tus instrumentos Pero corra el juicio como las aguas y la justicia como impetuoso arroyo…") aunque dista de ser insólito.
No debe confundirse esta ideología con el credo de la igualdad, que es muchísimo más moderno y más democrático; se trata, por el contrario, de una furibunda doctrina de reivindicación social, en que los soberbios son abatidos y los humildes son exaltados, ("a los hambrientos colmó de bienes y a los ricos envió vacíos", dice la mujer elegida de Dios en el Magníficat (Lucas 1:53). "¡Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las miserias que os vendrán" (Santiago 5:1).
Esta doctrina que propone la radical inversión de la escala social —que el cristianismo expresa en esa suerte de apotegma: "los primeros serán los últimos, y los últimos, los primeros"— establece, desde el principio, una paradoja insoluble, ya que, al convertir los primeros en últimos y a éstos en primeros, la diferencia se mantiene intacta con el solo cambio de posición de los protagonistas, de opresores a oprimidos y viceversa.
Habrá quien arguya con algo de razón que, siendo los oprimidos tradicionalmente una mayoría, siguen siendo mayoría cuando pasan al puesto de opresores, lo que en jerga marxista se ha llamado "dictadura del proletariado". Sabido es también que esta mayoría debe confiar en una "vanguardia esclarecida", que constituirá la elite del nuevo reparto.
Los que hemos sido víctimas de este experimento, que hunde sus raíces en la Biblia aunque algunos no lo adviertan, sabemos que cualquier sociedad donde se ensaye sale mucho peor con el cambio.
El socialismo y el comunismo en particular (la Iglesia fue un experimento comunista hasta que una sabia y cínica contrarrevolución la convirtió en el imperio romano disfrazado) no es más que la colérica rebelión contra el natural orden del mundo, "tal como es y tal como está llamado a ser", para decirlo en las sabias palabras de Renán. Pese a la amorosa prédica de Jesús, los mueve el odio contra los estamentos y clases en que cualquier sociedad sana se organiza. A esta cólera se le llama "justicia" o, más específicamente, "justicia social" y su origen puede rastrearse en los textos sagrados sobre los que se funda Occidente.
Junto a la libertad y el saber que nos legan los griegos, y el derecho que nos aporta Roma, subsiste la ponzoña de esta pasión semita de la que heredamos la inconformidad con el orden social y el impulso a subvertirlo. Acaso una pizca de este ingrediente resulte beneficiosa para el logro de una sociedad más armónica, que es otra manera de decir más justa, sin escandalosos bolsones de miseria ni la exhibición de riquezas obscenas; pero los legisladores de un Estado moderno han de manejarlo con mucho tiento no sea que corroa, como un ácido poderoso, los cimientos de cualquier convivencia.
Los que desde
la izquierda vociferante —llámense Nicolás Maduro, Pablo Iglesias o Alexandria Ocacio-Cortez— proponen el socialismo como la panacea ignoran —o quieren ignorar, lo cual es peor— su histórico descrédito. Por malicia o necedad, quieren destapar nuevamente la botella donde la humanidad ha encapsulado una y otra vez a este genio maléfico. Los demás, la mayoría a quienes asiste el sentido común, debemos resistirlo ante de que vuelva a desencadenarse el terror fratricida o la parálisis, o más bien ambas cosas.
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