Imagino que sí, la historia se repite, ascendente, interminable; que las naciones se reinventan, se protegen, buscan su salvación haciendo que nazcan hombres, mujeres de la misma simiente. Los héroes cotidianos, anónimos, los apóstoles de los tiempos de crisis que surgen en disímiles épocas, y que comparten una historia, aún sin saberlo (sin conocerse) como si un hilo invisible los uniera, los alimentara, los aupara en su misión.
Era mayo de 1972, y los de mi generación jugábamos nuestros juegos infantiles, aprendíamos a caminar, a hablar, a mirar el mundo desde la realidad de nuestra breve isla caribeña. Ignorábamos que en aquellos instantes un hombre, a unos kilómetros, a pocos pasos de nosotros, moría por defendernos el futuro. Ignorábamos que habíamos nacido esclavos, que éramos los prospectos perfectos del totalitarismo, del macabro plan del “hombre nuevo”. Pero un día, algunos de nosotros, a su tiempo y desde sus circunstancias, descubrirían, intuitivamente, esa verdad vedada.
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