Por Juan Antonio Blanco
Ottawa
Guillermo Fariñas –como antes Orlando Zapata– no es un desequilibrado mental ni desea la muerte. Por el contrario, desea vivir. Su caso no es el del joven checo que se prendió fuego ante los tanques soviéticos en la Plaza de Wenceslao. No es lo mismo suicidarse para llamar la atención sobre una injusticia que emprender una negociación con los opresores en la que se usa la propia vida como instrumento negociador.
Fariñas está enfrascado en una negociación, no en un acto suicida. Persigue un objetivo: salvar la vida de dos decenas de presos enfermos. La muerte no es su propósito, sino un riesgo que acepta en esta negociación. Lo que lo hace aparecer suicida es que crea en la factibilidad, por remota que ella sea, de tener éxito con un interlocutor que, además de soberbio, ha dado muestras de estupidez reiterada por el modo en que se ha venido conduciendo. Pero suicida, no es. Una vez que ha decidido llegar a inmolarse, los costos de su paulatino deterioro físico son transferidos, –de manera gradual y cada vez más alta–, a quienes rechazan el diálogo. Por eso no está interesado en apresurar su deceso. Sabe que el precio a pagar por el gobierno es mayor en la medida en que demora su muerte, pero no retrocede ante ella.
Cada día de esta huelga de hambre equivale a un progresivo desangramiento de la credibilidad nacional e internacional del gobierno. Por eso Fariñas permite que lo recuperen en el hospital pero reanuda la huelga inmediatamente después, sabiendo –según los médicos– que este proceso ya lo ha puesto al borde de la muerte varias veces, desenlace que se hace cada vez más inevitable al decir de los galenos. Fariñas lo sabe. Dada la estulticia demostrada por el gobierno cubano en este asunto, cuando llegue el día en que el cuerpo del huelguista no resista más y fallezca le habrá impuesto al régimen un altísimo precio y es probable que el intento negociador de Fariñas sea retomado por otros dispuestos a igual sacrificio.
( El disidente Guillermo Fariñas, al comienzo de su huelga de hambre, el 26 de febrero de 2010, en su casa en Santa Clara. )
Me molesta cuando los dirigentes están dispuestos a disponer alegremente de la vida ajena y –sin consultarlo– anuncian la disposición del país a “desaparecer”, antes de ceder a un reclamo humanitario como el que hace Fariñas. Los presos cuya liberación solicita son los que están en la lista de enfermos con delicada salud confeccionada por los propios médicos del Ministerio del Interior. Se trata de las mismas personas en relación con las cuales han tratado algunos diplomáticos extranjeros de obtener un gesto humanitario en conciliábulos cerrados. Lo que ha hecho Fariñas es sacar el asunto a la luz pública y exigir soluciones.
El que antes fuese combatiente de las tropas de elite cubanas en África se ha tomado en serio la consigna de Patria o Muerte en esta otra lucha. Por ahora el gobierno cubano tiene la suerte de lidiar con Damas de Blanco que están comprometidas –al igual que Fariñas– con la no violencia. En Rusia están enfrentando las “viudas de negro”, que también están dispuestas a morir pero procuran que junto a ellas perezcan la mayor cantidad de personas en sus atentados suicidas. Ese odio criminal es el resultado de sembrar intolerancia.
Quisiera que en Cuba nunca llegásemos a esa situación. Estoy seguro de que tampoco Fariñas ni las Damas de Blanco lo desean. Su conducta nos dice que ellos están dispuestos a morir por alcanzar sus objetivos, pero no a iniciar otro ciclo de violencia en la historia nacional.
Lamentablemente el gobierno cubano parece tener otras ideas. La principal amenaza que hoy enfrenta no proviene de Washington, la oposición, el exilio o tan siquiera del malestar –creciente y masivo– entre ciudadanos y militantes. La raíz de su actual desestabilización no radica en una conspiración mediática internacional, sino en la incapacidad que vienen mostrando para la gestión de problemas y conflictos internos.
Juan Antonio Blanco Gil es doctor en Historia, profesor de Filosofía y ensayista.
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