jueves, 13 de mayo de 2010

Creadores en tiempos de Stalin


Crónicas profanas, General Mayo 13th, 2010
Literatura, revolución y totalitarismo

MONIKA ZGUSTOVA (c) LA VANGUARDIA

Una revolución es como pasar del lunes directamente al miércoles, y

eso es tan nocivo como pasar del lunes al domingo, enseñaba el

escritor Zhukovski, tutor del zar Alejandro II, a su discípulo

cuando era pequeño. En Rusia ese aforismo se demostró como acertado.

La revolución rusa y su consecuencia, el totalitarismo soviético,

fueron fatídicos para los creadores rusos.
La década de los veinte lo fue particularmente para los poetas. En esos tiempos los críticos literarios rusos escribieron sus lamentaciones por el mal trato dispensado a los escritores, Jakobson en su ensayo Sobre la

generación que desperdició a sus poetas, Shklovski en su profético

artículo dedicado a la muerte de Jlébnikov, que podría servir como

necrológica para todos los escritores (rusos) encarcelados,

sentenciados al gulag y muertos a lo largo de las siete décadas de

totalitarismo sentenciaba: “Discúlpanos por lo que te hemos hecho y por lo que

haremos a los demás, por todos aquellos a los que mataremos… El

Estado no se responsabiliza de la destrucción de su gente: en

tiempos de Cristo el Estado no quiso entender el arameo y en general

nunca ha entendido la lengua de los hombres. Los soldados romanos

que agujerearon las manos de Cristo no son más culpables que los

clavos. El dolor sólo es para el crucificado.”

Si el papel de Lenin en la historia es el de un revolucionario

implacable, el de Stalin es el de un dictador despiadado. El único

personaje que Stalin admiraba era Lenin. Puesto que Lenin criticaba

a los intelectuales y desconfiaba de los creadores cuyo arte no

comprendía, Stalin llegó a odiar fieramente a los intelectuales y

los artistas. Por eso, durante su gobierno hubo más pensadores y

creadores en los campos de concentración que en las academias.

Stalin gobernó la URSS durante un cuarto de siglo; su poder se

reafirmó en 1928 y duró has ta su muerte en 1953. En esta época se

impuso sobre el país una cultura monolítica, contraria a la relativa

libertad, al espíritu cosmopolita y de experimentación en el arte,

la literatura y la música que caracterizó los años de gran

efervescencia prerrevolucionarios que se extendieron hasta avanzados

los años veinte. Durante el cuarto de siglo en cuestión, Stalin

logró consolidar su poder de hierro convirtiendo a los pensadores y

artistas en ingenieros del alma humana. Los escritores, al igual que

todo el país, tenían la obligación de elogiar a Stalin y su política

y de participar en la construcción del nuevo hombre soviético. A los

escritores -y, al fin y al cabo, a todo el pueblo ruso- se les negó

hasta el último de los refugios de la integridad humana: la libertad de callar.

Purgas intelectuales En su excelente libro Esclavos de la

libertad, Vitali Shentalinski retrata el destino de dos mil

escritores rusos desaparecidos durante los años del terror en las

grandes purgas organizadas por Stalin. Las biografías de esos

creadores fueron falsificadas y sus manuscritos secuestrados, cosa

que dejó a los rusos sin puntos de referencia intelectuales ajenos

al régimen. Este volúmen es el primero de la trilogía en la que

Shentalinski, que aprovechó la apertura de archivos secretos del KGB

durante la glasnost, da a conocer varios centenares de escritores

represaliados en la época soviética. En uno de los capítulos

Shentalinski recupera los expedientes de Borís Pilniak y descubre

cómo este escritor, junto con otro, Victor Serge, en la primera

mitad de los años treinta, la época en que enfermó y murió Malevich,

víctima de persecuciones, lograron la confianza del autor rumano

Panait Istrati, que vivía en París y visitó la URSS. Pilniak y Serge

contaron a Istrati cómo era la vida en un estado totalitario y cómo

ese estado trataba a sus creadores e intelectuales. “No hay en este

país, decía Pilniak, ninguna persona adulta, que pueda pensar por sí

misma, que no haya meditado en la posibilidad que lo fusilen.”

Istrati lo entendió. Pero, como ya sabemos, los intelectuales

occidentales hicieron caso omiso a los horrores que se padecían en

la URSS, inventando su propia fábula sobre un paraíso comunista. Los

escritores rusos morían prematuramente víctimas del totalitarismo

(Mayakovski, 37 años, se suicida; Yesenin, 30 años, se suicida y las

autoridades literarias lo ponen a la lista negra, declarándolo

decadente y desintegrado; Tsvetáieva, 49 años, se suicida a su

retorno del exilio; Babel, 44, muere tras ser acusado de trotskista;

Blok, 41, muere sumido en la depresión; Zamiatin, 51, tras duros

ataques por las autoridades soviéticas, muere en el exilio;

Jlébnikov, 37, muere olvidado en la miseria; Pilniak, 38, muere

acusado de trotskista; Bulgákov, 45, muere aterrorizado; Gumilyov,

37, fusilado; Akhmátova, perseguida, a partir de los años 30, casi

toda su vida; Mandelstam, 51, muere en el gulag). Mientras, Sartre,

Aragon y Neruda, entre otros muchos, cantaron elogios al brillante

presente soviético. Todos esos muertos y perseguidos a través del

siglo XX, esos jesucristos, algunos reconocidos y muchos

irremediablemente caídos en el olvido, a diferencia del Jesucristo

arameo sufrieron en vano. Su sufrimiento no sirvió para nada, ni

siquiera para abrirnos los ojos a los intelectuales occidentales que

seguimos a través del siglo XX con los ojos voluntariamente vendados

al dolor de los compañeros de oficio.


Monika Zgustova es escritora (su última novela es ´La mujer

silenciosa´, Ed. Acantilado, Quaderns Crema en catalán). Es

especialista en literatura rusa y checa y traductora de estas

lenguas

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