domingo, 16 de mayo de 2010

El arte de hacer sufrir


La exhibición de escenas sumamente crueles y sádicas en películas de terror (aunque no sólo en este género ni en este formato) ha forjado una estética de la crueldad de la que —como espectadores— nos resulta cada vez más difícil rehuir. Pero una vez que nos acostumbramos a que cualquier cosa puede mostrarse, ¿cuánto más sufrimiento será posible soportar?


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SILVIA SCHWARZB.
Nunca antes el cine ha sido todo lo explícito que es hoy. Si ser explícito es decir o mostrar algo (o decir y mostrar algo) tal como es, la explicitud puede ser pensada como una decisión estética, cuyo contrario consiste en ser elíptico o sugerir. La falta de prestigio de la explicitud podría explicarse por las bajas pasiones con las que está asociada: si lo que se muestra es el máximo placer, con la obscenidad; si es el máximo dolor, con la crueldad. Pero la tolerancia del espectador no es la misma respecto del placer que respecto del dolor. Cuando una película muestra un acto sádico en detalle, sin elipsis, de modo tal de enfatizar la autenticidad del contenido, el espectador puede vivir esa experiencia como un reto: ¿será capaz de mantener los ojos abiertos hasta el final de la escena? Lo explícito, entonces, siempre es rechazado por razones ajenas al arte, no porque se trate de un tipo de puesta en escena que optó por un recurso espurio.

Representar un acto tal como se realiza fuera de una película, en principio, no es, estéticamente hablando, ni mejor ni peor que sugerirlo: el problema, para el caso, es de qué acto se trata. Que la mostración de actos sádicos, y no la del coito, sea el último eslabón de una serie de tabúes rotos en relación a la imagen cinematográfica, podría deberse a que la imaginación humana —no sólo la artística— parece mostrarse más amplia con respecto al dolor que con respecto al placer. La pregunta por cuánta más genitalidad llegará a verse en una película, si la película promete ser explícita, es menos perturbadora que la pregunta por cuántas más formas de crueldad serán inventadas en las próximas películas de terror.

Las películas de terror siempre han prometido acciones sádicas de alto vuelo. La diferencia es que, en la actualidad, no existen obstáculos para mostrar esas acciones tal como serían si fueran realizadas fuera de una película.

Entre lo explícito y lo audiovisual hay una afinidad. La explicitud requiere de una puesta en escena y la puesta en escena ideal para que una acción pueda volverse explícita es un dispositivo tecnológico que registre los pasos entre el inicio y el resultado de esa acción y que los registre con un grado de autenticidad que incluya el tiempo y el detalle. El teatro, el happening, la performance, y el body art tienen, frente al cine, la ventaja del aquí y ahora (las acciones se realizan mientras el público las está viendo), pero por eso mismo, por no recurrir a un sistema de planos que permita el detalle, esas acciones se mostrarían todas en plano general y el espectador las vería desde el punto de vista y la distancia en que se encuentra ubicado.

Por eso, registrar las acciones por medio de una cámara terminará volviéndose una de las condiciones de posibilidad para que las acciones crueles se vuelvan explícitas. Por más que la explicitud pueda ser un efecto del lenguaje verbal o escrito, no sólo de la imagen, en el caso de la palabra —salvo que esté incorporada al registro audiovisual de la puesta en escena y sirva para reforzar su significado— su poder es el de apelar a la imaginación para sugerir una imagen (y de esa imagen no se puede saber si es diferente, parecida, o igual, que la que representó otra persona).

En la sala de cine, además, la posición misma del espectador —sentado, a oscuras, rodeado de desconocidos— permite mostrarle escenas de contenido explícito. Que le sean mostradas o no, depende de la autorización pública que exista en cada época para hacerlo. Si el cine se prohibió en algún momento la explicitud, es porque la explicitud sin límites formaba parte desde un comienzo de sus posibilidades técnicas. No es el perfeccionamiento tecnológico de la cámara el que permite llegar a ver hoy, en películas de cualquier género —no sólo en las de terror—, escenas de alto sadismo. La pregunta que debería plantearse, entonces, es por qué hasta cierto momento sólo las películas de terror habilitaban a gozar del dolor ajeno y por qué recién a partir de cierto otro momento fue posible ver —y filmar— de manera explícita las escenas donde ese dolor era provocado.

Si, desde el punto de vista de la psicología, la crueldad podría ser considerada una pasión —porque la pasión es la mera forma que un individuo le da a un contenido, como pensaba Hegel—, desde el punto de vista de la estética, la forma que la crueldad le imprime a un acto, con el fin de causar dolor, es siempre una forma eminentemente audiovisual. Si suele hablarse de palabras crueles, de personas crueles, y sobre todo, de que decirle a otro la verdad —cuando la verdad involucra su autoestima— es un acto cruel, la crueldad parece tener de por sí un poder audiovisual, como si fuera la cualidad de mostrar lo que está oculto, de hacer ver a otro lo que ese otro no quiere ver, de confrontarlo cara a cara, en imágenes y sonidos, con las cosas tal como son.

Quien mejor indagó los límites de la crueldad dentro de los límites del cine clásico fue sin duda Hitchcock. De ahí también que los límites para la crueldad que haya tenido el cine clásico los haya puesto él, al filmar la escena de la ducha en Psicosis (1960) y que, al reconocerlos, ya los hubiera trascendido, corriéndolos hacia delante. De todos modos, aunque el cine clásico hubiera sido menos cruel sin Hitchcock, la crueldad era un rasgo intrínseco a él, sólo que entendida de una manera que es la opuesta de la contemporánea. La crueldad, en ese contexto, consistía en manipular al espectador por medio del retaceo de información audiovisual. Los cineastas clásicos especulaban deliberadamente con la expectativa del espectador de ver algo que sabía de antemano que no le iba a ser mostrado. La maestría, en materia de puesta en escena clásica, es la capacidad de lograr que cada cosa mostrada signifique el doble de lo que se deja ver, como para que sirva de promesa, y haga de anticipo, de algo que más adelante se verá más y mejor —porque se terminarán los indicios y aparecerá la cosa en sí—.

De las películas de terror —quizá porque el terror es la pasión humana más fuerte que puede liberarse durante un espectáculo— el espectador podía esperar que le mostraran algo más que indicios. No obstante, ese momento prometido, el de mirar de frente a la Medusa, es al que ninguna película de terror clásica, por ser clásica, podía llegar, pero que, por ser clásica, se caracterizaba por prometer. En el cine clásico, crueldad significa prometer, hacer desear, y no dar, una experiencia cuyo valor didáctico fue el de crear espectadores de cine. En el cine moderno, en cambio, por no haber géneros, la crueldad por excelencia es la de hacerle sentir al espectador que, durante la proyección, el tiempo existe, y hacérselo sentir impidiendo que se olvide de sí mismo. Si olvidarse de uno mismo, por no sentir el tiempo mientras pasa, es lo que se busca en el entretenimiento, la crueldad del cine moderno es la de negarle al espectador el derecho de entretenerse. Sólo el cine contemporáneo, cuando se propone la reescritura de los géneros, se encuentra con el espectador óptimo para el cultivo de lo explícito y, dentro de las variedades de lo explícito, para el cultivo de la crueldad en el género de terror. Dado que la representación de acciones crueles, en una película, el espectador no puede medirla con la vara de la realidad extracinematográfica, será entonces el grado de entrenamiento audiovisual el que le permita decidir cuánto más sufrimiento ajeno es capaz de soportar.

Antes que con la crueldad, el cine fue explícito con la violencia, que se justificaba, en manos de directores virtuosos, como Peckimpah, Scorsese, Friedkin, o Cimino. La crueldad, respecto de la violencia, constituyó un estadio superior de lo explícito, a pesar de que en el cine contemporáneo una acción violenta siempre es posible que se convierta en cruel. Se trate de violencia o de crueldad, el impacto lo causa el contenido explícito de la escena y no la forma en que los hechos se disponen dentro de la trama —el suspenso como tensión acumulada—, porque la crudeza de lo que ve el espectador no puede anticiparla ni por los acontecimientos que preceden a la escena ni por el tono general de la película —la película puede ser ligera y la escena, seria— ni por el género —la escena puede aparecer dentro de una película que no es de terror—.

Por eso la crueldad sólo puede ser diferente de la violencia sobre un suelo común que las hace, en primera instancia, parecerse: las acciones aplicadas a otro ser humano, en ambos casos, implican un daño físico que puede llevar a la muerte. Pero lo que hace que la violencia —el uso de la fuerza— se convierta en crueldad es el quebrantamiento de una ley no escrita, la de no gozar con el sufrimiento ajeno. Esa ley afecta a la mirada en la misma medida en que involucra a la moral. De ella se deduce que querer matar no es lo mismo que querer hacer sufrir y que lo primero es menos malo que lo segundo —y que, incluso, bajo ciertas circunstancias, matar puede ser justo, pero no si se lo hace de una manera cruel: disfrutar del dolor ajeno empeora la acción—.

Quienes mejor posicionados están hoy para redefinir el límite de lo estético son los cineastas asiáticos, porque en el cine asiático la irrupción de la crueldad puede suceder dentro del marco de cualquier género. A su vez, en sus películas, los géneros tienden o a hibridarse, hasta el punto de desaparecer como tales, o a alternarse a lo largo de la proyección. De todos modos, el cine no asiático ya ha asimilado del cine asiático el criterio de que no hay un límite para la representación cruda de acciones crueles: si el espectador no estuviera preparado para verlas —porque ha ido a ver la película desprevenido— la película misma le servirá de test para saber lo que es capaz de ver. De hecho, se puede ver una película cerrando los ojos cada vez que sea necesario. Ahora bien, cerrar los ojos mientras dure la crueldad —intuyendo por lo que se escucha cuál es el momento en que cesa— es índice de terror, y el terror está perfectamente incorporado dentro de los límites de lo estético.

Al placer negativo que provoca, consistente en una conmoción momentánea, la estética lo reconoce como sublime. En lugar del placer moderado que provoca lo bello, lo sublime provoca una sensación más intensa, la del terror, pero del terror por algo de lo que se es espectador, en lugar de partícipe, con lo cual quien lo siente se sabe a salvo de ser alcanzado por su poder. El límite de lo estético sólo se habría cruzado si, ante la mostración en crudo de crueldades extremas, desapareciera la conmoción que a algunos los hace gritar y a otros, cerrar los ojos, y en su lugar apareciera el asco.

El asco es la clase de fealdad que no puede ser representada sin que se frustre el placer estético. Por eso, en el nacimiento de la estética, en el siglo XVIII, el asco constituye un concepto límite. Cuando una imagen despierta asco —decía Kant en el parágrafo 48 de la Crítica del juicio (1790)— es porque su contenido está representado como si invitara a gustar de él, mientras el espectador se opone a hacerlo con violencia. En este caso, la representación de un hecho por medios artísticos no se diferencia en nada de ese hecho mismo tal como es en la realidad. Este sería el caso de las escenas de tortura en las películas de denuncia. En ellas, la tortura está filmada de manera explícita como para que el espectador sienta asco y que ese asco se convierta en indignación moral.

La crueldad, cuando persigue fines moralizantes, se mantiene dentro del sistema clásico de la catarsis. Este sistema hacía que el espectador se identificara con la víctima, sintiendo por ella piedad y terror —piedad y terror que en realidad estaban dirigidos hacia el propio yo, puesto en el lugar del yo de la víctima—. A su vez, siguiendo la indicación de la Poética de Aristóteles, la liberación de esas pasiones —piedad y terror— debía provocarla la concatenación de los acontecimientos dentro de la trama. Cuando, con este mismo sistema de catarsis, el espectador contemporáneo aprende a gozar de la desgracia de la víctima, identificándose con el verdugo, la crueldad pasa de seria a ligera. Este es el caso del cine de terror dirigido a adolescentes que son fanáticos del cine de terror precisamente porque los verdugos martirizan y asesinan con parsimonia a adolescentes como ellos. La progresión, en este tipo de películas, fue de la puesta en escena del asesinato —como en las sagas de Pesadilla, Noche de Brujas o Martes 13— a la puesta en escena del suplicio y la tortura —como en Hostel 1 y 2, Visitor Q, Audition, Living Hell, o El juego del miedo—.

Ahora bien, si el cine de terror sigue el nuevo canon estético de lo explícito, está destinado a desaparecer. ¿Cómo se hace para impactar al espectador —sea por medio del terror o por medio del asco—, si el espectador está acostumbrado a vivir bajo la sensación de que cualquier cosa puede suceder en cualquier momento (tal como le enseñaron los medios, primero y ahora, internet) y, cuando ve cine de terror, lo hace con la expectativa de un impacto más novedoso, más extraño, y más intenso que el que ya conoce? El obstáculo para llegar tan lejos como se pueda, en un momento donde no hay obstáculos, es doble: por un lado, el público está a la vanguardia de la operación —es él el que pide más y obliga a los cineastas a superarse— y, por el otro, lo explícito, para impactar, tiene que ser crudo, y, para ser crudo, debe limitarse a usar los recursos del realismo integral. Pero entonces, el género de terror se transformaría en una exhibición de atrocidades sin rango estético, con lo cual, para competir con la TV y con internet, terminaría pareciéndoseles.

Si el problema de la crueldad se circunscribiera al cine de terror, no sería un fenómeno estético tan interesante. Que hoy cualquier película puede tener escenas explícitas de crueldad extrema indica que la tolerancia del público ha generado un nuevo estatuto de las imágenes cinematográficas. Por primera vez, el público sabe que en una película puede suceder cualquier cosa, precisamente porque él es capaz de ver cualquier cosa. El público está hoy a la vanguardia de cualquier operación estética. La vanguardia, podría decirse, es el público.

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