
Por Frank Correa
Ahí viene el Coco.
La oscuridad, la luz, la gloria
se disputan lugar
en su huelga de hambre
por un día,
diez días, cien días…
Un hombre se diseca lentamente.
Espanta el bocado.
El agua huye.
¡Ahí viene el Coco!
Su delgadez, su rostro.
¡Viene el Coco!
La redondez del mundo
aludida
con la proclive llegada de la muerte.
El general se aprieta los galones.
El cardenal se arregla la sotana.
El canciller salta en la cuerda del equilibrista.
El comandante se repara, sale.
Porque al niño que a través de los siglos grita:
¡Viene!
una vez desoyeron.
El Coco lee la Biblia.
Contesta el teléfono. Despide aviones.
Sigue muriendo.
Aunque la herrumbre en los barrotes sea más negra
encerrar al Coco es imposible,
va de siglo en siglo
en muchos hombres,
buscando por necesidad la muerte.
Pero el mundo
da todas sus vueltas,
obliga al Coco a acercarse tanto
que la roza.
Acaricia sus grietas. La posee.
Casi al final la muerte despierta,
corre cuando el niño grita:
¡Ahí viene!
Tiembla cuando piensa
que alguna vez no faltará a la cita,
huye ante las inmensas ganas
que trae el Coco por acometerla.
Otra vez investirla. Y preñarla.
¡Viene!
El general, el cardenal, el canciller,
la redondez del mundo
escucha el grito de advertencia,
por la posible llegada de la muerte.
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