miércoles, 27 de julio de 2011
Un viaje de pesadilla
Wednesday, July 27, 2011 | Por Luis Cino Álvarez
LA HABANA, Cuba, julio (www.cubanet.org) – Hace unos días viajé a Isla de la Juventud por asuntos familiares. La experiencia apenas pudo ser peor. Nunca pasé tantos aprietos en un sitio al que haya acudido de modo voluntario.
No es que la isla carezca de encantos –que tiene bastantes-, que la vida allí sea un poco más difícil que en La Habana, que haya nubes de mosquitos, demasiado grandes y agresivos. Si me quejo es porque viajar a Isla de la Juventud constituye una auténtica pesadilla. Al menos a través de los barcos que hacen el recorrido de poco más de 60 millas náuticas entre Batabanó y Nueva Gerona.
En avión –dicen- si no se es turista extranjero con bastante moneda convertible, o un nacional que compró el pasaje con muchas semanas de antelación, la historia es similar.
La línea marítima es cubierta por tres barcos tipo catamarán, ensamblados en Santiago de Cuba. Cada uno tiene capacidad para transportar 150 personas. Sale uno diariamente, excepto los viernes y domingos, en que salen dos. Si se aglomera demasiado público, en especial los fines de semana, hay un viaje extra. Pero como las aglomeraciones de público, tanto en Nueva Gerona como en La Habana son a diario, esto es sólo en casos extremos en que los aspirantes a viajar amenazan con virar las terminales al revés.
En la terminal habanera, en la calle Espadero, en La Víbora, se las arreglan razonablemente bien para salir de la congestión de pasajeros. Muchísimo peor es en la terminal de Nueva Gerona, donde hay que permanecer días anotado en una desesperante lista de espera para comprar pasaje. Uno llega a sentirse atrapado en una ratonera, especialmente si no tiene dónde parar en la isla.
El viaje en los catamaranes es cómodo, sólo que están diseñados para llevar a los pasajeros encerrados en un salón con aire acondicionado en el que apenas les permiten levantarse de los asientos si no es para ir al baño. Cuando alguien se para, nota el nerviosismo de los guardias uniformados del Ministerio del Interior, que recorren el salón atentos a la menor anomalía. Evidentemente temen que a alguien se le ocurra secuestrar la embarcación.
Antes de subir a bordo chequean varias veces los documentos de identidad. Los pasajeros y sus equipajes tienen que pasar por el detector de metales. Uno hace el viaje de poco más de tres horas, vigilado, en calidad de sospechoso. Durmiendo, mirando el mar a través de los cristales de las ventanas o la película de acción y los vídeo-clips de pop latino en las pantallas del salón. Si tiene hambre, las hidromozas venden una magra merienda: galletas de soda y refresco enlatado.
Lo peor fue el viaje de vuelta. Tuvimos que hacer cola en la terminal de Gerona desde la tarde del sábado hasta el lunes al mediodía. Nos pusimos dichosos porque el domingo una mujer dio un escándalo de argolla al que se sumaron varios viajeros, y el director, para aplacar los ánimos, decidió habilitar un viaje extra para el día siguiente. De no ser así, no sé cuanto hubiéramos podido resistir sentados en el piso, sin bañarnos y alimentándonos de pan y refrescos. Por eso, cuando a la una de la tarde del lunes abordamos el barco Río Júcaro y este enfiló por el río Las Casas hacia el mar, dimos gracias a Dios y respiramos con alivio.
El viaje de regreso lo hice en un asiento al lado de la ventana. La pantalla me quedaba lejos y soy miope. No importó. No me gustan los filmes de acción ni el pop latino. Aunque hambriento y reventando de las ganas de orinar (no quería intriga con los guardias), disfruté mirando el mar y la cayería de los Canarreos. Sólo eché de menos las toninas, abundantes en otra época, cuando uno las miraba saltar en el agua desde la cubierta del ferry. Ahora no hay ferry, no dejan subir a cubierta y no sé por qué ya no se ven toninas.
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