Escrito por Rogelio Fabio Hurtado
Las Quincallas tenían nombres de mujeres o de santas. Anita, La Caridad y Santa Teresita fueron las de mi barrio, en Arroyo Apolo. Eran femeninas, a diferencia de las bodegas, a las que se les adjudicaba el nombre del dueño o el de su raza. En mi barrio eran la de Roberto o la de los chinos.
Las quincallas radicaban en los barrios, pues las del centro ya eran tiendas. Ofertaban artículos de poca monta: dedales, carreteles de hilos, agujas, cintas de pasamanería, botones (desde los de la canastilla hasta los de nácar), cepillos, peines y demás artículos de tocador, siempre baratos, prendas de fantasía finísimas, lápices, libretas, juguetitos plásticos, pelotas de goma y, al final, hasta chiclets de balón con postalitas de peloteros de las Grandes Ligas.
Sus dependientas solían ser muchachas, parientas del dueño por lo general. En la de mi calle Mario, reinó sobre nosotros Zoilita Arrieta Pastrana, ¡Gloria para ella dondequiera que envejezca!
La aciaga Ofensiva Revolucionaria de 1968 barrió con las quincallas. La mayor parte de su surtido desapareció, pues el talco, los bordados, el Agua de Colonia con Vetiver y hasta los peinecitos de bolsillo devinieron objetos pequeño-burgueses, anacrónicos para aquella Era, que según su cantante, pariría un corazón.
Ahora, las quincallas osan reaparecer tímidamente, bajo la peyorativa denominación de timbiriches, reducidas a angostas mesitas, donde se amontonan, igual que antaño, artículos de poca monta, sólo que ahora los precios pican mucho más alto. Igual que entonces, las atienden muchachas espléndidas, del todo ajenas al realismo socialista.
rhur46@yahoo.com
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