lunes, 31 de octubre de 2011
Urbino, G. Caín y los tigres
Lunes, 31 de Octubre de 2011 03:22
Escrito por Luis Cino Álvarez
Arroyo Naranjo, La Habana
(PD) Siempre he pensado que si no es por el afán de congraciarse con sus amos y sus censores, sólo la envidia puede justificar el desdén por la obra de Guillermo Cabrera Infante de muchos escritores cubanos contemporáneos suyos.
En definitiva, no es rara esta reacción mezquina. Más de medio siglo de aberradas políticas culturales han generado un medio donde imperan la mediocridad y el servilismo. Incluso los creadores verdaderamente talentosos tienen que recurrir a la simulación y las medias tintas. Y eso deja un inevitable saldo de frustraciones.
Tal vez el caso más penoso respecto a los ataques contra Cabrera Infante, uno de los autores más sólidos y creativos no sólo de la literatura cubana sino de la hispanoamericana en general, provino del fallecido escritor Lisandro Otero.
Otero nunca pudo perdonar el reconocimiento que obtuvo, en su momento y después, "Tres tristes tigres" por encima de "Pasión de Urbino". El resentimiento se le desbordaba cuando se refería a Cabrera Infante. Burgués de Miramar achacaba a Cabrera Infante, venido a La Habana de la loma de Gibara, "el síndrome del salto de clase". Lo acusaba de atragantarse de William Faulkner y plagiarlo desembozadamente (no sé si lo diría con conocimiento de causa luego del esfuerzo por imitar a Alejo Carpentier para escribir Temporada de ángeles).
En un capítulo de su libro "Disidencias y coincidencias en Cuba" (Editorial José Martí, La Habana, 1984) definía la obra del escritor exilado en Londres como "trozos de historietas, narraciones truncas, prosa inconclusa sazonada con ejercicios de pastiche, parodias acrobáticas, laberintos gratuitos, pésima y oscura sintaxis, supercherías gratuitas, alguna que otra agudeza, comadreos de aldea, bromas demasiado escuchadas".
Otero, un buen escritor, no cabe dudas, en los años 60 fungió como comisario cultural. Fue su modo de aplacar sus cargos de conciencia de intelectual burgués –los mismos de Luis Dascal, el protagonista de su trilogía iniciada en La situación, seguida en Ciudad semejante y que concluye en "El árbol de la vida". Pretendía prescindir de algunos pruritos y quedar bien con el régimen revolucionario. Tal vez no lo consiguió nunca totalmente. Sabemos cuán difícil resulta hallar coartadas para el pecado original de los intelectuales de "no ser lo suficientemente revolucionarios" que decía Che Guevara.
La estancia de Lisandro Otero en México, que parecía tomar todas las características de otro aterciopelado quedarse –tan audaz y contestatario se mostraba-, no resultó exactamente como él esperaba, y tuvo que regresar a Cuba, en plena crisis de los años 90, dispuesto a aceptar, una vez más, las reglas de los domadores.
A finales de 2005, unos años antes de su muerte, pude conversar con Lisandro Otero durante la presentación de un libro suyo en el Palacio del Segundo Cabo. Era una tarde fría y lluviosa. Iroel Sánchez, entonces presidente del Instituto Cubano del Libro y un par de segurosos que no disimulaban mucho que lo eran, no nos quitaban los ojos de encima a Juan González Febles que me acompañaba y a mí. Después, pudimos conversar brevemente, pero con más soltura, en una cercana tienda de la Habana Vieja donde volvimos a coincidir. El escritor respondió nuestras preguntas con amabilidad, a pesar de que reconozco que no puedo evitar ponerme hosco e impertinente cuando hablan mal de Cabrera Infante, que es uno de mis autores preferidos. No obstante, me quedé con la impresión de que Otero era un hombre receloso y asustado.
Lisandro Otero, en plan de Sumo Literato, reprochaba a Cabrera Infante "una acumulación verbosa y deshumanizada", que según concluía, "no es verdadera literatura", sino "fuegos de artificio".
En definitiva, los resabios, pedanterías y prejuicios elitistas de Lisandro Otero siempre influyeron en sus peculiares criterios, que vomitaba como si fueran verdades inapelables. Como cuando llamó "apóstata aborrecido" al Premio Nóbel de Literatura Vidia Naipaul o calificó al rock como "aberrante deformación de las formas musicales" y a Elvis Presley como "rey de la payasada para rústicos". Qué no diría de Cabrera Infante, a quien no podía ocultar que detestaba, si en favor de Vladimir Nabokov sólo pudo adjudicar su destreza con las palabras "a sus muchas patrias y su pertenencia a ninguna".
Pero su encono contra Cabrera Infante era excesivo y enfermizo. Al leer los augurios que hacía en los años 80 Lisandro Otero sobre la obra de Cabrera Infante no puede uno evitar sentir vergüenza ajena y hasta lástima por tanto resentimiento: "La obra de Cabrera Infante se extinguirá con los años... Cabrera Infante no escapará a la anulación por el desarraigo. Ese será el final de su aventura".
Me temo que las cenizas de Lisandro Otero no hallan la paz en el jardín de un convento de la Habana Vieja ahora que la aventura de Guillermo Cabrera Infante, luego de su muerte en su exilio londinense, apenas se inicia.
luicino2004@yahoo.com
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