Nadie vendrá por mi (XXII)
Al volver y entrar en la parroquia, lo embargó la soledad del recinto. Una monja que lo vio llegar, le comunicó que lo esperaban para iniciar la comida .Pretextó un dolor de cabeza y se excusó por no poder acompañarlas, dirigiéndose hacia el templo, ahora solitario, cálido, desolado de fieles.
En el altar, sencillo, en una tosca cruz, Cristo continuaba muriendo por los pecados de sus hijos, desde que comprendió la miseria humana de éstos.
Intentó poner en orden sus pensamientos desde que salió de aquella casa .Necesitaba hablar con Él. Desde allí, comenzó a rogarle que los perdonara, porque no sabían lo que hacían o hicieron. Trató que el rezo fuera edificante y necesario para encontrar al menos una raquítica paz por la confesión de ella, en contra de ese acto abominable que tanto las leyes religiosas como las plasmadas por los hombres condenaban, y no podía concentrarse, él, santo varón, perteneciente a la Orden de los Carmelitas Descalzos, magro de cuerpo por los constantes ayunos en pos de un perdón para otros y para sí mismo, que hubiera querido alzar la voz, gritar y desahogarse como el que más, pero no podía: era un sacerdote.
Esta situación lo llevó entonces a acercarse más al altar, y allí, debajo de la misma cruz, sobre el frío y marmóreo piso, se tendió boca abajo, extiendo los brazos y lo llamó y llamó en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que los compadeciera y no los castigara, porque todos somos hijos del pecado en una forma u otra, y si merecían el castigo divino, que Él los perdonara para salvar aquellas almas, aquellos cuerpos que pecaron fueran de Él y nadie más.
Su rezo se hizo una letanía. Cuánto anheló que Cristo bajara y lo consolara con su inmensa ternura. Una ternura que nunca había recibido. A pesar de tener padres religiosos le fue negada al conocer ellos su inclinación y consumación en el sacerdocio, donde encontró un amor que después regó, sembró entre sus fieles, siempre teniendo sobre sí, sobre sus actos y su conciencia, que él no se debía a él sino a los demás, para ahora por primera vez, escuchar lo dicho por esa madre.
-¡Oh, Señor! ¡Apiádate de nosotros! ¡Apiádate de nosotros y de mí en este largo camino que debemos recorrer para merecer tu misericordia! ¡Apiádate!
Por la mañana, Sor Asunción, la encargada de conservar limpio el altar, así como de lavarle la ropa y cocinarle con la mayor de las devociones, lo encontró con los brazos en cruz, sumido en un profundo sueño que lo llevó a permanecer en esa posición, buscando y pidiendo y orando, para reconocer a pesar de sus años, los desconocidos vericuetos que a veces los humanos atraviesan, sin tomar en consideración para su tranquilidad espiritual.
(Continuará)
(Continuará)
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