La Habana |
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A medio camino entre el análisis y la opinión, y sin responder claramente a su propia pregunta inicial, el periodista Carlos M. Álvarez acaba de abordar un tema controvertido: la transición en Cuba. O más exactamente, según lo plantea el título de su trabajo: ¿Se puede hablar de una transición en Cuba?
En principio, hay que reconocerle a Álvarez el mérito de la valentía: sostener que en la Isla estamos viviendo una transición resulta para muchos –más allá de su posicionamiento político o sus simpatías/antipatías hacia el Gobierno o la oposición– una total herejía. En especial es un tabú para quienes han comulgado con el poder; pero también, como él mismo señala, es algo que niegan muchos cubanos que no se relacionan en modo alguno con la política, y hasta un sector de la oposición interna y de los grupos más intransigentes de la emigración.
En el caso de la oposición, el autor no pudo –o no quiso– evitar la tentación de apelar a las cantidades imaginadas como fuentes de legitimación de la información, por lo que asume como si de un dato contrastable se tratase que “el grueso de la oposición” se muestra “ácida ante una Cuba que se despereza”. Ojalá en próximas entregas periodísticas Álvarez nos revele las fuentes estadísticas que le permitieron arribar a semejante conclusión, más allá de sus impresiones personales. Entre tanto, permítaseme cuestionarme la exactitud de su aserto.
Estamos ante un proceso de transición económica, extremadamente lento y estrictamente controlado por el poder
Por otra parte, el tema transición dista mucho de ser una novedad entre nosotros. Al menos no lo es para una parte significativa del periodismo independiente y para algunos grupos de opinión de Cuba y de la diáspora, que han estado apuntando como signos de transición ciertos cambios perfectamente perceptibles, que abarcan desde el discurso del poder tras la salida del expresidente F. Castro de la escena pública, hasta ciertas modificaciones del ordenamiento económico y social, o reformas legales, como por ejemplo, la reforma migratoria de enero de 2013.
Cambios éstos realmente insuficientes, tanto en sus propuestas y extensión como en su calado, pero que de alguna manera abren algunos resquicios a nuevos espacios –inimaginables apenas unos pocos años atrás– y que, muy a pesar de la élite gobernante y su claque, rompen el inmovilismo que caracterizó las décadas anteriores.
Quizás hubiese sido oportuno ponerle un apellido al término transición, porque si bien en su significado más simple y literal éste se refiere genéricamente al paso de un modo o estado a otro diferente, se hace evidente que para el caso de Cuba habría que precisar que estamos ante un proceso de transición económica, extremadamente lento y estrictamente controlado por el poder, en el que un Estado autoproclamado socialista, con economía cerrada y verticalmente centralizada ha venido mutando a un capitalismo de Estado donde el monopolio económico se concentra en manos del mismo poder político.
Es decir, que en Cuba no estamos asistiendo –al menos no hasta el momento– a una transición política –entendida como un avance hacia la democracia tras más de medio siglo de autocracia– sino, a lo sumo, a un proceso de traspaso del poder político de la élite octogenaria a sus herederos, tras haberse asegurado la garantía de su poder económico. Proceso que, por demás, ha estado acusando signos alarmantes de estilo dinástico. Estaríamos, pues, ante una sucesión política y no ante una transición.
Asistimos a un proceso de traspaso del poder político de la élite octogenaria a sus herederos
Y esto no es algo que ocurra “casi porque sí”, como parece afirmar un tanto displicente el periodista en el texto de referencia, sino que sucede porque el régimen castrista ha concentrado tal poder y se aseguró de desmontar tan hábilmente todo el entramado institucional de la sociedad civil cubana, que dispone de tiempo y recursos suficientes como para dosificar incluso los tímidos cambios económicos, según sus propios intereses, sin que existan los mecanismos sociales capaces, no ya de empujar de manera efectiva hacia transformaciones más profundas, sino siquiera de cuestionarse las decisiones que se siguen tomando desde el centro de poder.
Retomando a Adam Michnik, cuya cita resulta lamentablemente descontextualizada y fuera de lugar en el artículo de Álvarez, es cierto que en Cuba estamos viviendo momentos de indefinición, pero no porque el poder no sea “lo suficientemente fuerte como para barrer las formas políticas y económicas emergentes, y viceversa” –que, al contrario, lo es– sino porque las precarias y primitivas formas económicas han emergido promovidas desde ese mismo poder, en tanto las formas políticas alternativas aún no han emergido o son demasiado débiles y fragmentadas como para erigirse en alternativas. Tal es la peculiaridad de la frágil e insegura transición cubana, nos guste o no.
Así pues, respondiendo a la pregunta esencial del artículo de Carlos M. Álvarez para BBC Mundo, en Cuba se está verificando un proceso de transición económica que actualmente, por las particulares circunstancias de nuestra realidad sociopolítica y otros factores de índole histórica y cultural, está siendo promovida y controlada desde el propio poder. Hasta ahora solo se ha estado confirmando en el escenario económico, dizque “de manera experimental”, con evidentes muestras de fatiga. Quizás este proceso acumulativo de medios cambios y simulaciones dirigidos principalmente a la conservación del poder político, conduzca a un punto en que los acontecimientos se precipiten hacia un nuevo escenario, tan impredecible como diferen te al actual. Por el momento, el Gobierno sigue asido con fuerza a la batuta y no se vislumbra una transición cubana completa y positiva a corto plazo.
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