martes, 26 de abril de 2016

La vida es un Carnival

JUAN ANTONIO BLANCO | Miami | 25 Abr 2016 - 9:29 am. | 3


Protesta en Miami por los derechos de los cubanos.
Por estos días, la apasionada controversia suscitada en torno a la empresa de cruceros Carnival me recordó esa canción de la inmortal Celia Cruz, "La vida es un carnaval". Una desatinada decisión de esa compañía desató las críticas de la comunidad cubanoamericana, tanto entre aquellos a los que no les interesaba por ahora viajar a la Isla, como de quienes acostumbran hacerlo aunque en su mayoría prefieren la vía aérea.
La explicación es sencilla: defienden un derecho inalienable y universal. El de entrar libremente a su país de origen sin pedir permisos, cuando lo prefieran, por el medio que quieran y por el tiempo que deseen. El hecho de que Carnival se plegara inicialmente a la demanda del Gobierno cubano, al negarse a trasportar pasajeros de ese origen en sus viajes a la Isla, fue la última gota que llenó una amplia copa de abusos comerciales y violaciones legales de los derechos de la diáspora cubana. Lo que hizo más lacerante este último insulto fue la pretensión de aplicar, esta vez de forma extraterritorial, las restricciones de viaje a los nacionales residentes en el exterior.
Algunos de los abogados y gerentes de la empresa fueron incapaces al inicio de entender la situación, y probablemente la interpretaron en clave política: "son esos pocos que se oponen al deshielo entre ambos países". Su ignorancia los condujo a desinformar a los altos ejecutivos de la empresa sobre lo que estaba en juego.
Al negarse a vender boletos a personas de origen cubano, Carnival violaba la Ley de Derechos Civiles de 1964 que establece que no se puede negar hospedaje —los cruceros no son solo medios de transporte, sino también hoteles flotantes— a una persona por razón de su pertenencia a un grupo determinado. Carnival había cruzado una línea roja. Había insultado no solo a los cubanoamericanos sino a cualquier grupo social —judíos, negros o incluso musulmanes y cualquier otro— que pudiera ser objeto de discriminación en el futuro.
Los cubanos no estaban solos. La ley internacional (Artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos), la citada legislación de EEUU y la solidaridad de otros grupos potencialmente vulnerables estaban de su lado. La empresa cambió su postura y anunció que recomenzaría la venta de boletos a personas de origen cubano y aplazaría la salida de sus viajes hasta que el Gobierno de la Isla autorizara su entrada al país. Pocos días después, el Gobierno cubano anunció que permitiría viajar en barcos de pasajeros y mercantes a aquellos cubanos que tuvieran el permiso de entrada para visitar el país en que nacieron. En dos palabras: se replegó. La industria turística, que aporta considerables ingresos al Estado, tiene un déficit de decenas de miles de habitaciones. Los cruceros le traen mercado y aportan su hospedaje. 
Sin duda es legítimo celebrar la rectificación corporativa de Carnival y el repliegue político del Gobierno cubano. Pero falta un detalle adicional.
A diferencia del avión —que es exclusivamente un medio de transporte del que los pasajeros tienen que descender con una visa para que la nave sea serviciada y no se imponga una multa a la empresa— los cruceros son un hospedaje flotante y sus inquilinos no están obligados a bajarse del barco. Pueden permanecer a bordo si así lo prefieren. Un barco es considerado territorio de la nación bajo cuya bandera navegan aun cuando estén en aguas y puertos de otro país. Las autoridades portuarias tienen derecho a objetar solo aquellas actividades del navío que provoquen la contaminación de las aguas o medio ambiente natural.
Aunque resulte aparentemente ilógico desde el punto de vista económico, si un cubano desea comprar su boleto sin tener el permiso de entrada a la Isla —porque el régimen en Cuba se lo ha negado—, debería comprarlo bajo el entendido de que no bajará de la nave al llegar a puertos cubanos. Si en territorio de EEUU se le negara adquirir el "hospedaje a bordo" en esas condiciones se continuaría la violación de sus derechos por razones discriminatorias.
No dudo que, entre los cientos de miles a los que por todas estas décadas se les ha negado la entrada al país en que nacieron, haya algunos que deseen ver de cerca su ciudad natal aunque sea desde un camarote. Si eso es lógico o no, si son cinco o cinco mil los que desean ejercer ese derecho, esa debe ser su decisión personal. La empresa de cruceros no debiera negarse a venderle hospedaje a bordo por no tener un permiso de entrada a la Isla.  
La empresa Carnival nunca fue "el enemigo" aunque inicialmente se alineara —por ignorancia y/o petulancia de algún asesor despistado— con aquel. El enemigo de los derechos de la diáspora cubana es el régimen que existe en la Isla. Y la prohibición de viajar por mar al país en que se nació es solo uno de los múltiples abusos vigentes.
La determinación e inteligencia colectiva desplegada exitosamente para enfrentar este insulto, habría ahora que extenderla al largo pliego de demandas de los cubanos radicados en el exterior: persistencia de los permisos de entrada bajo otro nombre (pasaporte "habilitado"); costos inverosímiles de trámites consulares, pasajes y comunicaciones; arbitrariedades en el trato de inmigración y aduanas; insensibilidad y maltrato de representantes consulares ante tragedias humanas (como es el caso con el actual éxodo) y una lista interminable de otros atropellos.
A menudo hay cubanos que desde el exterior se preguntan por qué los que viven en la Isla no se manifiestan de forma masiva para reclamar sus derechos. Sin embargo, es hora de que los que ahora viven en países con libertades democráticas, se pregunten también cuándo van a organizarse y movilizarse a escala internacional para defender sus derechos específicos como diáspora cubana. Si inspirados por esta victoria parcial con el tema de los viajes en cruceros eso comenzara a ocurrir, se abriría la posibilidad de alcanzar triunfos de mucha mayor envergadura en este campo.

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