viernes, 12 de febrero de 2010

EL TORO DE PEQUECO



Por Frank Correa

Jaimanitas, La Habana, febrero 11 del 2010 (PD). De todas las historias de Pequeco, (y tiene muchas), la del asesinato del toro es la más peculiar.

Fue en la playa Cajío, al sur de La Habana, una noche tormentosa, cuando de casualidad se encontró al animal en las afueras del pueblo, amarrado con una soga en la cerca de una finca. Confiesa que no tenía nada planeado, y tomó aquel regalo como una señal. La soledad del campo le dejó el terreno allanado. El viento y la lluvia terminaron por convencerlo que eran estupendos cómplices.

El toro estaba dormido, echado sobre el pasto, junto a un árbol. Pequeco vino por detrás y sacó su “mata vaca”, que siempre carga consigo por si las moscas, y se lo enterró hasta el cabo, exactamente por el punto donde se llegaba más rápido al corazón. Cuenta en tono de chanza que ni Manolete, ni siquiera Palomo Linares, hubieran acertado con mayor precisión aquel pedazo de fleje adaptado a cuchillo. El toro se ladeó y quedó muy quieto. Más tarde, cuando lo abrieron para botar las vísceras, dijeron que tenía el corazón cortado como un rábano.

Limpió las huellas digitales con su pantalón y tiró el cuchillo bien lejos, a los matorrales. Luego se echó a correr por el camino pedregoso hasta el poblado de Cajío, a proponer la carne. Pero resultó que el individuo en que confió era un agente de la Seguridad del Estado, que organizó una rápida operación de captura de la carne y el malhechor, que sorprendieron dentro de la finca, mientras descuartizaba la res.

Una escuela al campo enclavada en los alrededores quedó sin leña para la cocina durante quince días, pues entre otras funciones, el toro era empleado como animal de tiro, sacaba los troncos de río y los arrastraba en una carreta hasta la escuela. Encontrar un toro sustituto fue una de las peores consecuencias del aquel delito, porque su dueño no quiso prestar otro toro para la escuela al campo. Ni ningún otro dueño de animales del lugar quiso arriesgarse a prestar alguno de los suyos. Al final tuvieron que suplir la faena de la leña con un burro.

También se tuvo como agravante que el toro era propiedad de un general del MININT y la finca donde sucedió el hecho también le pertenecía. El general tuvo que presentarse y atestiguar en su contra durante la vista del juicio. La entrada del general a la sala lo toma Pequeco como el momento decisivo de su historia. Confiesa que al verlo con la piel tan rosada y pulcra, con tantos animales a su nombre y una finca tan grande, comprendió que su delito no era un simple sacrificio de ganado vacuno.

Complotaban en su contra aquel periodo especial tan prolongado y en su variante más cruda, sin familia, desempleado, confundido, con todos los caminos por delante sin perspectivas, la juventud que a pasos agigantados se le escapaba, y para colmo resultó víctima del tenebroso aparato de la Seguridad del Estado, que conspiró contra la certera estocada aquella noche de lluvia. Además de aquel general dueño del toro occiso, en la playa Cajío también poseían fincas otros dos generales del MININT, y dos miembros del Comité Central del Partido Comunista, todos con animales a montones, sueltos, confiados, como incitando al delito. Casi todos los lugareños laboraban en oficios que tenían que ver con esas fincas y eran miembros del aparato operativo de vigilancia.

Cuando le llegó su turno en la vista, Pequeco decidió cambiar por completo la versión de lo sucedido. Dijo que lo que se trataba aquella tarde no era un simple sacrificio de ganado, contemplado en el código penal como un delito común, era el ajuste de cuentas a la diferencia de clases instaurada por la dictadura comunista.

Se le ocurrió aquella frase tan distintiva que sonó rara en sus labios, pero con muy buena entonación y sin titubeos, por lo que fue recogida en el acta como otra agravante más, algo que encolerizó sobre manera al tribunal en pleno, sobre todo al fiscal, que subrayó al acusado como doblemente peligroso.

--Triple --dijo Pequeco complacido --. Mi plan era poner toda esa carne en circulación, vaciarle los corrales a los “ñángaras” y vendérsela al pueblo a un precio asequible. ¿Ustedes se imaginan el pueblo de Cajío con toda esa hemoglobina? De seguro que había un estallido social.

beilycorrea@yahho.es

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