lunes, 5 de abril de 2010

Castro II en el IX Congreso de la Unión de Jóvenes Comunistas

Jorge Ferrer - 06/04/10
Mimbres de la Voz

Por estos días se cumple el XXX Aniversario del asalto a la Embajada del Perú en La Habana y el subsiguiente éxodo del Mariel.

Hace año y medio tuve oportunidad de entrevistar a Héctor Sanyústiz, el hombre que encendió la espoleta de aquel acontecimiento, uno de los más extraordinarios de la resistencia de los cubanos al castrismo. O la renuncia, según se vea.

Publiqué entonces nuestro diálogo en el anterior asiento de ETDLV.

Por estos días algunos me han recordado esa entrevista y otros con quienes la he comentado -aun lectores esporádicos de esta página- me han confesado desconocerla. Año y medio después, incluso a mí me ha dado placer leerla.

La recupero con gusto, pues, tal como la publiqué entonces -introducción incluída.

Sirva para la memoria. La memoria viva del exilio cubano.


Conozco a muchos Marielitos. A largas decenas de Marielitos. Y conozco la historia de Mariel, la llevo en la familia, y hasta me he permitido escribir sobre ella alguna que otra vez.

Cuando hace unas semanas me contactó Héctor Sanyústiz, sabía quién era… Bueno, creía que sabía quién era.

Sanyústiz, recordarán los que tengan más memoria, y lo recordarán sobre todo los Marielitos, fue el hombre que comenzó todo aquello. Fue el cubano que aquel 1 de abril de 1980, en torno a las 3:55 p.m., estrelló una guagua contra la Embajada del Perú. Un gesto que desató el viaje a la libertad de tantos cubanos desde el puerto de Mariel. Y, digan lo que digan, para mí es Héctor Sanyústiz el Padre del Mariel. Porque lo fue el guagüero y no el «negociador». Porque no fue quien se sentó a negociar con los Castro quien parió el éxodo de tantos. Fue el hombre que dijo hasta aquí y empuñó un timón que fue un destino.

He hablado largas horas con Héctor estas últimas semanas, hemos intercambiado docenas de e-mails. Hemos compartido historias, hasta nos hemos peleado y reconciliado, hemos chismeado y hecho planes.

Héctor es un tipo como cualquier otro. Un cubano como muchos de ustedes o como yo mismo. Un tipo que se enciende y se relaja, en ese espasmódico vaivén de los afectos que parece marcarnos a los cubanos. Y es también un tipo de una espontaneidad en el trato y la expresión cubanísimos, arcanos. Los de siempre, vaya.

Ambos nos hemos decidido a publicar esta entrevista en El Tono de la Voz. Se la agradezco sobre todo porque es el testimonio de una ruptura con el castrismo que pasó por la violencia y abrió paso a tanta gente hacia el exilio. Resolutiva por partida doble, entonces.

Y se lo agradezco más, porque en una cena el pasado sábado -¡qué cena, L., querida!– dije a cubanos lectores de este blog, cubanos en la treintena y salidos de Cuba en los últimos años, que andaba conversando con Héctor Sanyústiz y, sorprendidos, me preguntaron quién era ese.

Aquí les va, pues.

De común acuerdo, y dado que Héctor prepara un libro que recoge su historia, hemos callado algunos acontecimientos de su vida.

Entrevista a Héctor Sanyústiz
Jorge Ferrer



Jorge Ferrer: Tú naces en Oriente y te llevan a La Habana de pequeño. ¿Cómo fue tu niñez en la capital?

Héctor Sanyústiz: Yo nací en Oriente. Cuando llegué a La Habana, con apenas 6 años, nunca había visto un juguete. El primero que vi fueron unos patines de ruedas de hierro. Después de verlos y quedar sorprendido, los sentí estrallados en mi cabeza. De ahí en adelante, el guajirito noble y sencillo se convirtió en un volcán en erupción.

Cuando se venía de Oriente a La Habana, en aquellos tiempos tan difíciles, no era muy fácil subsistir. El hambre y la miseria se daban la mano. En San Miguel del Padrón, que fue donde me crié, encontré una fuente de trabajo, un futuro, y por eso no estudié, en contra del deseo de mis padres. Preferí trabajar escondido y fingir que iba a la escuela. Lo que hacía era madrugar y esperar a las prostitutas que regresaban de su trabajo. Les preguntaba en qué podía ayudarlas desinteresadamente, pero sabía que mi ayuda me iba a dejar propinas. Se trataba de hacerles las compras que ellas me ordenaban cuando abría la bodega a las 8 de la mañana, mientras ellas dormían. También ayudaba a personas incapacitadas, que tenían algún dinero. Nunca lo hacía mostrando interés, pero sabía que mi recompensa venía detrás del favor. De igual manera, ayudaba a quien no me diera nada, porque eso me hacía feliz.

Por aquella época también tuve que aprender a defenderme de otros niños que se burlaban de mí y ahí comencé a romper cabezas, dar galletas, patadas por el culo, hasta que encontré el respeto por la fuerza. Los domingos contaba lo que me había ganado en la semana y lo cambiaba en efectivo. Cuando pasaba por donde los demás niños que jugaban, me acercaba a ellos, me metía la mano en el bolsillo y hacía sonar mi dinero, y así les daba a entender que cuando me gritaban esclavo, por estar trabajando y no querer jugar con ellos, esa era mi esclavitud… Y siempre me llevaba a alguien conmigo al cine, a la matiné, como le llamaban. Luego, lo invitaba a la fonda donde un almuerzo costaba 10 centavos y no te lo podías comer de tanta comida que daban. Me preguntaban: «Héctor, ¿qué quieres comer? Y yo me reía y pedía «Rubia con ojos verdes», harina con aguacate. ¡Cosa más grande tiene la vida, chaguito!

JF: Y un día, llega la revolución…

HS: Yo seguía adelante con mi vida, hasta aquel fin de año de 1959, cuando yo estaba sentado en una esquinita de la sala de mi casa mirando a todos bailar y de pronto se sintió un bullerío afuera, que se oía por encima de la música alta. Todos gritaban. «¡Se fue Batista! ¡Se fue Batista!», pero en ningún momento escuché a nadie decir el nombre de Fidel. Claro, yo era un niño y estaba asustado, y algunos estaban disparando, la gente estaba como loca en la calle. Unos días después aparecieron Camilo y Fidel juntos, y siempre estaban juntos. Camilo hablaba, no me acuerdo de qué pero hablaba. Después hablaba Fidel y así fueron apareciendo poco a poco los tiranos. Hubo unos días de tranquilidad al menos para mí que era un niño y ni sabía qué pasaba ni me interesaba. Yo seguía en mis trabajitos como siempre, pero de alguna manera sentía como algún tipo de terror, hasta que escuché de unos juicios que se celebrarían en la Ciudad deportiva, y hablaban de un tal Sosa Blanco, y la gente jodiendo decía: «¿Qué pasa si Sosa pasa?», y alguien respondía: «Que te quema tu casa». Bueno, yo no miré mucha televisión, pero se hablaba de fusilar mucha gente y eso me hacía sentir mal. Sólo vi una escena donde una mujer reclamaba y decía a uno de los acusados: «¿Te acuerdas de este hierro, cuando me lo metiste por mis partes?» Para mí que la mujer mentía, porque decía que el hierro estaba al rojo vivo y yo pensé que si el hierro hubiera estado hirviendo esa mujer no estaría haciendo el cuento. Yo pensé en mi padre y en algún momento me compare con el hijo de algunos de aquellos acusados que inevitablemente iban a morir y sentí cierta angustia. Ya los muchachos de mi edad o un poco más mayorcitos sabíamos que había llegado gente con muchas ganas de matar. A medida que fueron pasando los días, las cosas se fueron calmando y los juicios fueron quedando atrás, y yo también fui perdiendo mi temor. Pero un buen día llegó Playa Girón y el pánico regresó. De nuevo volvieron los juicios y los milicianos regresaban con pedazos de los uniformes de camuflaje de los que habían matado o cogido presos. ¡Ustedes no se imaginan lo que pasamos los niños del comienzo de la tiranía actual! ¿Hasta cuándo habrá gente que todavía apoye a estos hijos de perra?

JF: ¿Qué otros recuerdos tienes de aquellos primeros años de revolución?

HS: Tenía un amiguito llamado Mario como mi padre, y sobrino de Orlando, el dueño de la bodega que estaba en la calle 6 al lado de la Quincalla de Felipe en la Calzada de San Miguel del Padrón… Bueno, no sé qué problema tuvo con unos milicianos en el hospital La Balear, pero lo fusilaron. Cumplí 59 años el 27 de septiembre, y créanme que todavía me duele pensar en mi amigo Mario y el padre que le fusilaron. Llévense a la cama este dolor que todavía siento por mi amigo Mario y piensen, como pensé yo, como se sintió Mario el día que dejó de ver a su padre para siempre. ¡Y todavía esa gente esta ahí haciendo daño! Esa revolución se engrandeció con la sangre que los inocentes derramaron y esos hombres que murieron fueron el aviso de lo que le podía suceder a cualquiera que hiciera un comentario de mal gusto para estos terroristas que todavía mantienen el terror vivo en nuestra Cuba.

Un día sale en el periódico que todas las mujeres que ejercían la prostitución tenían que presentarse en el Departamento de Salud pública para un examen médico, para que pudieran continuar ejerciendo la prostitución. Algunas de las prostitutas de las cuales yo me consideraba empleado no fueron y las que fueron las evaluaron. Las que tenían buena apariencia y no estaban enfermas pasaron a ser miembros del Ministerio del Interior. Las otras terminaron en el famoso UMAP. También recogieron a los chulos, los carteristas, los homosexuales, y los Testigos de Jehová. Todo el mundo quedo sorprendido, las madres desesperadas y hubo un gran descontento pero de afuera para dentro, cuidadito con abrir la boca.

Pocos meses más tarde, aparece una gordita llamada Pastorita Núñez, que creo que era la directora de viviendas ocupadas por los terroristas, una bonita estrategia para calmar el descontento, y en su discurso dice que todos los cubanos que pagaran rentas iban a pagar la mitad y al cabo de 10 años iban a ser dueños de esas propiedades. Al otro día, había cientos de camiones repartiendo una chapa metálica donde decía «Esta es tu casa, Fidel». ¡Qué manera más dramática de calmar el dolor de las madres que les llevaron a los hijos al UMAP! Los únicos que no aceptaron esas chapas fueron los Testigos de Jehová. Hasta en mi casa recuerdo ver leído una…

Después apareció en la revista Bohemia un tipo joven con barba, un rosario y una corona de espinas en la cabeza, ¡parecía el mismito Jesucristo! Muchos sabian quien era, pero los ninos no lo sabíamos: Era el Difunto Mal Nacido de Fidel Castro… Recuerdo a todas las viejas, entre ellas mi abuela, con su retrato en un cuadro, en la sala.

JF: Cuéntame cómo llegó un tipo que había militado en las Fuerzas Armadas Revolucionarias, las FAR, a decidir que había que entrar en una Embajada. ¿Cómo fue tu paso por el orden castrista?

HS: Yo milité en el Ministerio del Interior cuando casi iba a cumplir los 16 años, involuntariamente… Y después estuve tres años en la Marina de Guerra, trabajando para el mismo Ministerio del Interior, pero terminé como chofer. Nunca les fui útil. Cuando me tenía que comunicar con ellos en los diferentes códigos, porque los cambiaban para cada comunicación, y ejercer mi función de chivatiente, nunca tenía nada que informarles y les decía que todo estaba en orden. Cuando uno de los que en nombre de la Patria chivateaba a alguien, yo llamaba a mi contacto y daba mala evidencia de ese hijito y terminaba en la Siberia. Todo el que me caía mal lo desaparecía, siempre con cosas relacionadas a la ideología comunista.

Mi paso por el orden castrista fue muy malo. En el año 70, me botaron deshonrosamente de la Marina de Guerra y me condenaron a 10 años de cárcel en la Base Naval de Cabañas, en Pinar del Río, por darle un piñazo en la mandíbula a un Primer Teniente y por deserción. Por suerte, cuando Raúl Castro se fue a Russia a pasar la Escuela Superior de Guerra lo sustituyó el comandante Juan Almeida Bosque, y en el mes de noviembre del 70 concedió una amnistía conocida como Ley # 58 para todos los militares presos. No podían acogerse a esa ley los militares que habían matado a alguien, o los condenados por traición a la patria y robos. Después de quedar en libertad me llamaron de regreso y me ofrecieron un trabajo en el departamento de hidrografía náutica militar, como civil. No lo acepté y ya no tuve que ver con ellos nunca más. A partir de ahí, mi vida se convirtió en un doble infierno y ya más nunca pertenecí a nada que tuviera que ver con ellos.

JF: Y es entonces cuando te vinculas con el transporte, ¿no?

HS: Sí, porque me fui a manejar taxis. En ese tiempo la chivatería era muy grande, pero yo sabía por dónde me paseaba: ellos me habían enseñado. En el Centro # 1 de autos de alquiler, que le daba servicios a la Terminal de ómnibus, todo el que me olía a chiva y se me enfrentaba, le pasaba los puños. Me hice respetar, y mi apellido, que no era muy común en esos tiempos, era como decir peligro. De ahí me botaron también y en el año 74 me fui a manejar ómnibus al Paradero de Lawton. Allí nadie me conocía y opté por mantenerme en paz y tranquilidad. Conocí un buen amigo al que llamaban por el nombrete de Macuto. Su nombre era, Rene Salazar y era secretario de trabajo voluntario del sindicato y aspirante al partido, pero sentí en él una buena energía y de vez en cuando me pedía que le diera una vuelta voluntaria. Nos hicimos amigos y no me estuvo mal, porque no era chiva. Al cabo del tiempo, me propuso que si quería la secretaría de propaganda del sindicato y la acepté. Eso me amparaba de no hacer guardias ni participar en nada con el cómite de defensa de la revolución, la mayoría eran chivatientes. Lo lindo del caso es que una tarde llego al paradero y me entero de que el compañero René Salazar, aspirante al partido, se había ido del país con otro amigo mío de nombre Giraldo Caballero, y ahí empezaron mis deseos de seguir el camino de aquel ex aspirante al partido comunista. ¡Aquello fue todo un show! Bueno, de ahí en adelante todos los que eran amigos de él quedaron fichados, pero la ficha que me pusieron a mí no fue de importancia, ya que yo estaba integrado en el sindicato. A los pocos días, explota el secretario de la juventud, de apellido Núñez y hermano de un general del Ministerio del Interior, porque lo cogieron abriendo las alcancías de las guaguas. Ahí ya me di cuenta de que los únicos que no comían cuento eran los guagüeros.

Seguí metiéndome en problemas… Con choféres que creían que yo era chiva, y empecé a romper ojos otra vez, pero esa vez me dio tan fuerte que me fajaba a los trompones en cualquier lugar de Lawton. El descontento entre todos era tan grande que ya no se sabía a quién golpear. La represión que había era demasiada. La policía registraba a la gente en la calle, le quitaba las cosas… La gente ya no respetaba a la policía, y aunque nunca se dijo hubo muchos policías muerto o mal heridos, al punto que tenían miedo. Fue entonces que empezaron a traer a policías orientales como yo, pero con diferente sentimiento



JF: Han pasado más de 28 años desde aquel día en que la guagua impactó contra la verja de la Embajada del Perú. ¿Ha valido la pena?

HS: Claro que valió la pena. Mis acciones hicieron desestabilizar al régimen comunista que nadie quería, pero tampoco desafiaba. A veces, recordando ese día sonrío y me pregunto qué estarían tramando esos hijos de puta aquel día, el 1 de Abril del 1980. Yo le llame a ese día: «Asalto a la Libertad». Te juro que nunca sentí ni un poquito de miedo al enfrentar aquellas ametralladoras agujereando el autobús. De veras no sé cómo te lo estoy contando… El miedo llego después, cuando a la hora de estar allí sangrando, se apareció Isidoro Malmierca, Ministro de Relaciones Exteriores, haciendo preguntas que yo contesté de mal humor, hasta hacerlo callar, y decirme: «Mira, firma este documento para que puedas ser atendido en un hospital cubano». Imagínate que el hospital era el Carlos J. Finlay, como sabes un hospital militar. Ahí empezó mi odisea: ofensas, amenazas de que me iban a cortar la pierna donde me había impactado una bala –la otra bala me impactó muy cerca del ano– y me decían que si en realidad me daban asistencia médica, jamás iba a caminar, que ellos se encargarían de eso. Pero dentro de mi miedo oculto, siempre los desafié con humillaciones y les gritaba asesinos, les decía que habían matado a Camilo Cienfuegos, el hombre que el pueblo en realidad quería, y ellos se iban para que yo me callara…

Jorge Ferrer: ¿Cómo sales de Cuba? Tengo entendido que te imponen un pacto de silencio y te vienes a los EE.UU.: ¿te sentías cómodo con él?
Héctor Sanyústiz: El 19 de Abril del 1980, alrededor de las 3 o las 4 de la madrugada, el diplomático que me cuidaba, el joven Federico Espinoza, me dijo que iba a la habitación de Radamés Gómez, mi amigo y también herido de bala superficialmente en la espalda y la cabeza. Federico me dijo que golpeara la pared si sucedía cualquier cosa, que él iba a estar atento. Cinco minutos más tarde se me aparece un general alto y corpulento de la raza negra y me amenaza con que si no me entrego antes de las seis de la mañana, el pueblo se iba a meter en el hospital y me sacaría a pedazos. En esos momentos yo me incomodo, me cago en su madre y le digo que sus tropas especiales, no el pueblo, podían venir por mí, pero de seguro al menos a uno yo me lo comía vivo, y en eso empecé a golpear la pared. Cuando llego Federico ya el general había abandonado la habitación. Imagínate la pared de aquel hospital era una pared muy gruesa, y yo estaba muy débil, apenas podía golpearla. Tenía una bala alojada en la cadera y me tenían puesta una tracción en mi muslo derecho con unas cabuyas y de ellas guindaban unas pesas. La pierna izquierda la tenía recién operada de una bala que me la había atravesado.

En fin, llegó la mañana siguiente y me esperaba el desayuno de siempre. Las turbas no cesaban de gritarme «¡Paredón!» en la Plaza de la Revolución, «¡Mataste a Pedro Ortiz, un ejemplo revolucionario!»… Todos los alumnos de la Escuela de Medicina del hospital lo hacían todavía más cerca. Yo estaba en el tercer piso y ellos debajo gritándome. Honestamente, no tenía miedo, me daba lo mismo cualquier cosa, pero aquella bulla diaria, todavía hoy, 28 años después, la recuerdo como si la estuviera oyendo.

Bueno, siguieron pasando los días y te juro que en los 21 años de revolución nunca me intereso oír hablar a Fidel, pero estaba loco por que llegara el 1 de mayo. Llegó el desagradable día y en el hospital pusieron el discurso a todo lo que daba. No olvidaré nunca cuando dijo que nosotros jamás abandonaríamos el país, que habíamos sido la gota que había derramado la copa, por la muerte del custodio Pedro Ortiz Cabrera. Diez días después del discurso de Fidel, inesperadamente, como a las 10 de la noche, se apareció el capitán Cándido Ferreira, la única persona autorizada por el gobierno peruano para tener contacto con nosotros y me dijo: «Sanyústiz, le traigo buenas noticias». Esperemos a que llegue el diplomático con Radamés, y ya estando los 4 nos dijo que el gobierno de Cuba nos daba la oportunidad de abandonar el país, si queríamos a la mañana siguiente en el primer avión que saliera para Miami. Yo le dije: «¿Usted está loco? Si Fidel dijo en el discurso que nosotros jamás saldremos de Cuba». Y él me contestó que esa era la información que le habían dado, que al parecer se había producido un cambio. Entonces yo le pregunté por los cuatro que estaban en la Embajada, que si también ellos tenían la misma oportunidad, y me respondió que no, porque ellos no podían entrar a la embajada a negociar con ellos por la cantidad de gente que habían allí, que la oportunidad era solo para mí y Radamés. Yo le dije que él no podía entrar a la embajada pero que el diplomático sí podía, pero insistió en que la oferta era para nosotros dos y más nadie. Rechacé inmediatamente la oferta, a menos que todos pudiéramos viajar juntos. A todas estas, yo estaba pensando que era un acuerdo entre Perú, Cuba y los Estados Unidos. Antes de irse, dijo que lo pensáramos bien, porque era una buena oportunidad de lograr lo que queríamos y además viajando directamente a Miami. Yo le repetí que o salíamos todos o no salía nadie, porque habíamos entrado juntos a la Embajada y sólo nos iríamos juntos si llegábamos a un acuerdo bajo la condición de asilados y protegidos hasta Miami por un diplomático


A partir de ese momento, fueron cinco días de negociaciones conmigo a solas, ni siquiera en presencia de los dos diplomáticos que nos protegían. Mi respuesta fue siempre la misma. Por fin, en la madrugada del 16 de mayo apareció alguien, en mi libro está su nombre, y me dijo en tres palabras que me iba al día siguiente por el Mariel y si no lo hacía me atuviera a las consecuencias. Con la misma, salió de la habitación. Uno de los que lo acompañaban regresó un instante después y me dijo que no se me fuera a ocurrir decir nada de aquello a nadie, ni siquiera al oficial que estaba al frente de mi caso. E insistió: «Busca la manera de aceptar la salida, buscando un pretexto». Yo quise hacer una pregunta, pero me cortó y me dijo: «No preguntes nada, pero si no cumples, ya verás lo que te espera…»

JF: ¿Cómo fueron tus primeros años en los EE.UU.?

HS: Los primeros años estuvieron llenos de amenazas, secuestro de mi hijo de solo cinco años, hubo amenazas de muerte por teléfono… Con decirte que cuando me encontraba a algún amigo me escondía para que no me reconociera. Cuando me llevaron a procesar al aeropuerto de Opa-locka un chofer de autobús me reconoció y me dijo sorprendido: «Mentira, no me lo puedo creer. Sanyústiz, ¡tú nos has dado la libertad!».

Allí había una señora con un altoparlante y pidió que hicieran silencio para dar una noticia que interesaba a todos lo presentes, ¡más de 15.000 personas! Todos callaron y la señora dijo que el chofer del autobús gracias al que todos los que estaban allí habían llegado a los Estados Unidos, se llamaba Héctor Sanyústiz y también estaba gozando de la misma libertad y estaba junto a ellos. Para mí fue una satisfacción muy grande e inesperada que tanta gente aplaudiera mi acción de muerte o libertad. Me ericé como me está pasando en estos momentos en que te lo cuento, Jorge.

Enseguida la prensa me cayó arriba. Por suerte el FBI me rescató y no dejó que contestara ninguna pregunta. De ahí desaparecí hasta el año 1998 cuando me dio un ataque al corazón y tuve que ser intervenido quirúrgicamente. El resto, si le interesa a alguien, está en mi libro, donde se cuenta la pequeña historia de un joven de 30 años que sin proponérselo casi desata una guerra civil en mi país, Cuba, y dejó un régimen sediento de sangre como un vampiro y desestabilizado moralmente para siempre.

JF: Me consta que has sido parco en tus relaciones con los periódicos. Y sé que ha habido desencuentros y enojos. ¿Qué pasa? ¿Eres tú quien no ha sabido administrar la memoria o los que te han abordado no han sabido hacerlo?

HS: Mira, Jorge, yo soy una persona sencilla y nunca me ha gustado hacer eco de lo que hice, y menos me he tildado de héroe. Al contrario, cuando me han preguntado si yo me considero un héroe he dicho que no y simplemente no me gusta que alguien no entienda que cuando me ha pedido una entrevista, y le diga no, es no. En el 2005 yo vivía en North Hollywood, California, y se conmemoraba el 25 Aniversario del Mariel. Una mañana me llaman por teléfono de Univision, la señora Leticia Herrera, y me invita a viajar a Miami para dicho festejo. Le dije simplemente que no. Leticia insistió, pero no acepté. Entonces me dijo que viajaría a California y que si yo quería íbamos a los estudios de Univision y allí me entrevistaba. También me propuso invitarme a los estudios de Hollywood y presentarme a un marielito que se llama Rene Lavan, pero le reiteré mi negativa y le pedí que saludara al muchacho y le dijera que me siento orgulloso de que un marielito haya llegado a un nivel tan alto como actor de cine. Luego me llamaron de nuevo de Univision para lo mismo, otra persona de la cual no quiero dar su nombre para ignorarla, la considere una estúpida por algo que me dijo despectivamente y, muy sencillito, la mandé bien lejos.

Jorge, cuando yo digo no, te juro que no hay dinero que me compre el Sí. Al día siguiente me llamo la señora María Elena Salinas, yo no estaba, me dejo sus teléfonos y la llamé: una señora muy respetable, una verdadera periodista, me pidió una entrevista para un diario que ella escribe que se llama La Opinión, y con mucha pena, porque a esa señora yo la he visto en todos los eventos y la considero la mejor mujer periodista latina que existe en estos momentos, le dije también que no. Recuerdo que me dijo: «Yo soy de llamar una sola vez». Y le contesté: «Así actúan los buenos periodistas». Lamenté no darle la entrevista a Maria Elena, pero cuando tomo una decisión la cumplo, y esa se llamaba No.

Yo sí he sabido administrar mi memoria, pero la prensa siempre pierde la memoria y publica lo que le da más ganancias.

Ahí tienes a Mirta Ojito que escribió un libro del Mariel, me encontró y me pidió que le contara de mí. Lo hice con la condición de que no podía escribir nada de lo que yo le contara y me engañó, porque hizo todo lo contrario. Luego un día apareció con un contrato de la compañía que iba a publicar el libro que escribió para que yo lo firmara autorizándola a que contara en su libro lo que habíamos conversado. No lo firmé, se puso brava conmigo porque la compañía publicitaria no la aceptó, se buscó otra compañía y publicó el libro. No sé cómo le hizo. Sus agradecimientos por haber llegado a este país fueron para el capitán del barco que la trajo y para Napoleón Vilaboa un tipo que no es aceptado aquí en Miami por traicionar al exilio…

En otra ocasión, el rapero Pitbull hizo un CD musical con un DVD llamado El Mariel. Su abogada y manager, Angela Martínez, me prometió dinero por una entrevista para el DVD y al final en la entrevista salió mi escritor José Paredes que a mis espaldas concedió una entrevista sobre mí y el Mariel y según él no cobro nada. El pago que recibí yo fue una invitación al evento del lanzamiento del CD-DVD, y ahí no quería darle entrevistas a nadie. Fui porque quería enfrentar al rapero. Al fin, una cubana haciéndose pasar por española me logró sacar una entrevista y resultó que eran los paparazzi. De ellos no quiero mencionar ni los nombres para no darles crédito pero en sus comentarios uno de ellos dijo que yo ni era héroe y mucho menos el «Padre del Mariel», que en todo caso era la abuela del Mariel y que yo no era un buen ejemplo, que había venido aquí por hambre y no por ser perseguido político, que si me quería regresar a Cuba, él me pagaba el pasaje. Por eso te había pedido la ayuda de un abogado, para demandarlo, y para eso sólo me quedan días ya que eso fue el 17 de Octubre del 2006, y yo tengo el video. Con estas dos gentes son con las que yo vivo con cierto rencor en mi vida, la primera es marielita y este tipo según tengo entendido vino también por el Mariel…

JF: Más de cien mil cubanos escaparon de la pesadilla del castrismo gracias a ti. Muchos son prósperos empresarios, mientras tú vives en el anonimato y la escasez. ¿Qué se siente? ¿Rabia por la ingratitud? ¿Indiferencia? ¿Crees que el exilio ha sido justo contigo?

HS: Mira, Jorge, al que Dios se lo dio que san Pedro de lo bendiga. Nunca he sentido rabia de nada ni de nadie… Quizás si estas personas hubieran sabido quién era yo puede ser que me hubieran tendido la mano, pero yo de mi tema nunca le hablé a nadie. ¿De qué manera iban a saber quién era yo? Los injustos del exilio ya te los mencioné: fueron 2 o 3, pero tampoco siento ni odio ni rencor por ellos, lo que siento es lástima.

De los cubanos prósperos, empresarios y millonarios que vinieron por el Mariel, me siento superorgulloso, porque supieron aprovechar la buena oportunidad y sé que no les fue fácil para tener lo que tienen hoy en día. Sólo siento mucha admiración por ellos y que dios los bendiga y que sigan adelante. Tú no te imaginas lo afortunado que me siento cuando un cubano que haya venido por donde sea, triunfe: ¡ahí yo también me siento un triunfador! En cambio, cuando un cubano se porta mal y es noticia, eso daña mi salud, y ahí sí siento rabia y me pregunto por qué tuvo que ser un cubano.

Cuando conocí a la señora Fabiola Santiago de The Miami Herald, me dijo: «Héctor, en estos 18 años de tu anonimato, aquí han venido a verme más de 30 choferes, haciendo el cuento tuyo, pero los records no aparecían y, sencillamente, la historia no era creíble, hasta que apareciste con tus balazos, el record del FBI, amigos tuyos y familiares… Entonces dijimos: “Este es el hombre del famoso titulo de Padre Del Mariel”», que fue un decir del prestigioso abogado Wilfredo Allen, que después, El Nuevo Herald lo comercializó y de ahí me quedé con el famoso titulo. También me da mucho gusto que 40.000 haitianos hayan recibido el mismo estatus que nosotros los Marielitos.

La única marielita que en cuanto leyó el artículo sobre mí, en The Miami Herald se apresuró a agradecerme ser una mujer profesional y afortunada gracias a mí, fue Senora Anabel Ávalos en ese tiempo trabajaba o trabaja en un buffet de unos prestijisos Abogados y me ofrcio su ayuda legal si la necesitaba, en estos imperiosos momentos la necesito, pero no puedo contactarla devido a que perdi sus telefonos. También reconozco a un gran hombre como el señor Salomón, dueño de un Autopart para piezas de camiones, que todavía en el año 2002, cuando lo visite con Mirta Ojito, tenía en el mostrador de su Autopart una cajita que decía: Le rogamos una donación para los hermanos cubanos en Perú. Nos enseño la caja vacía a Mirta y a mí y nos dijo que nadie cooperaba y el tenía que mandarles dinero de su negocio para que pudieran subsistir. Pensé que Mirta lo iba a incluir en el libro, pero no fue así. ¡Qué mujer más desagradable, tú! Lo único que pido es que no compren ese libro que sólo está lleno de mentiras y con muchas cosas que la relacionan con el comunismo, como por ejemplo las fotos. La carátula del libro muestra a una joven muy sonriente en un campo de café como voluntaria por la escuela donde estudiaba, y para colmo en el medio del libro hay otra foto con ella vestida de pionera junto a la directora de la escuela y su maestra. También tengo mucho respeto por el señor Ciro del Castillo, un hombre con unos sentimientos muy grandes, un fiel amigo y defensor de la causa del Mariel, y que conste que a este señor no lo conozco personalmente, pero me gustaría conocerlo y darle un apretón de manos y un gran abrazo.

JF: Y Cuba, ¿qué? ¿Te sigue interesando lo que pasa allá?

HS: Por favor, Jorge, fíjate que sigo siendo un auténtico ciudadano cubano de primera clase. Le agradezco infinitamente a este país, que me acogió como uno más de ellos, pero nunca me ha interesado ser ciudadano de los Estados Unidos. Quiero, si Dios me lo permite, regresar como cubano que ha perdido los mejores años de su vida en este glorioso país. Además, ¿a qué cubano le deja de importar lo que pasa en su país?

Estoy a favor del embargo al gobierno terrorista cubano en su totalidad. Y exhorto a los generales, de cualquiera de las instituciones del gobierno narco-terrorista comunista de mi patria, que se rebelen y le den a Raúl Castro por donde más le duela. También, queridos generales, quiero que si en Cuba hubiera una rebelión, por favor, bajen sus armas, no las usen, olviden aquel estúpido discurso de Fidel donde decía que primero la patria y después la familia. Recuerden que en ese pueblo también se encuentran sus familiares, hijos, madres, padres, hermanos, nietos y amigos. Disparen contra los que nos han hecho sufrir por estos últimos 50 años de terror. En nuestro glorioso exilio los respaldaremos. Y yo les estaré muy agradecido todos los años que me quedan de vida.

La fotografía de Héctor Sanyústiz es cortesía de Félix Lam

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