Publicado para hoy 10 de julio
Por Gladys Linares
Lawton, La Habana,(PD) Cuando trabajaba de maestra en Jabacoa, un batey próximo a Rodas, en la provincia de Cienfuegos, donde residía entonces, hacía el viaje de ida y vuelta en el tren-bus. La salida era a las 6:20 de la mañana, y el regreso, a las 3 de la tarde. Era bastante puntual, rápido y seguro. Me gustaba porque no perdía tiempo en la espera. Este transporte era cómodo. Sus asientos, mullidos y reclinables. Aún recuerdo su tapiz de vinil rojo, el aire acondicionado y los baños pequeños pero buenos, todo impecable. La cafetería también era pequeña, pero bien surtida. El cantinero acostumbraba recorrer los pasillos; servía con la misma rapidez con que el tren hacía su recorrido.
Después de 1959, con el gobierno revolucionario, este tipo de trenes duraron pocos años, y a finales de la década del 60 fueron sustituidos por los regulares, conocidos aún hoy como trenes “lecheros” - el pueblo los llama así porque paran en todos los pueblos y bateyes, y además hacen largas paradas, según los conductores, para dar o esperar vía. El recorrido hasta la capital puede ser de doce o catorce horas o algo más. Casi siempre llevan de cuatro a seis vagones, y durante el trayecto, los golpes secos de los hierros repercuten en nuestros cuerpos. No tienen agua ni comida. A muchas ventanas les faltan cristales o están averiadas y no se pueden cerrar. El mal olor de los baños, el calor, las paradas constantes, los asientos de madera con muy poco relleno, los pisos a veces rotos, hacen del viaje un tormento.
Por todo esto, muchas personas prefieren hacer los viajes por carretera haciendo auto-stop. Así llegan más rápido y sin las huellas de ese lúgubre recorrido.
Recientemente me contó un amigo la desagradable experiencia que tuvo al viajar desde Cienfuegos a Santa Clara en el llamado tren universitario, que no es más que una casilla sin amortiguadores, de las utilizadas para carga, a la que se le han soldado asientos de hierro y plástico. Quien utilice estos artefactos, encontrará difícil de creer que en Cuba empezó a usarse este medio de transporte en el año 1837, primero, incluso, que en la metrópoli española, y que había llegado a alcanzar gran desarrollo a nivel nacional, pues ofrecía seguridad y comodidad.
Me contaba un vecino que para viajar a Santiago de Cuba preferían hacerlo en el Pullman, un tren preparado para largos recorridos, con un coche comedor donde ofrecían comida y lunch a toda hora. Por la noche, los cómodos asientos se convertían en literas y unas cortinas preparadas para ello le daban privacidad al improvisado dormitorio.
Existía también de La Habana hasta Santiago de Cuba el tren-bus, que era más rápido (hacía el viaje en doce horas).
Hoy, han implantado también los trenes regulares (“lecheros”) con una tarifa de 30 pesos, mientras el ómnibus Habana - Santiago cuesta 170 pesos. El recorrido demora hasta 36 horas, y durante el mismo sólo se vende un bocadito y un refresco; los demás alimentos se obtienen de vendedores que en las múltiples paradas suben al tren.
Es cierto que hace unos años se anuncia en la prensa los trabajos encaminados a reparar viejas locomotoras, líneas, estaciones y vagones, y hasta una escuela se ha creado para ello; sin embargo, nunca se habla de modernizar este medio de transporte nacional, que en el pasado muchos preferían por cómodo, y hoy utilizan porque no tienen otra opción.
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Vagón en el Museo de los Ferrocarriles
Foto: Ana Torricella
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