viernes, 1 de febrero de 2013


¿Quién responde por nuestros muertos?

 | Por David Canela Piña
LA HABANA, Cuba, febrero, www.cubanet.org -Habituados al discurso épico y tronante –aunque el desgaste de la sobrevida y el fracaso de la ideología nos haya vuelto insensibles a esa retórica– hemos aceptado que legitimen cada acción política de riesgo (por ejemplo, ir a una guerra) en nombre de “los héroes y mártires sagrados de la Patria”, como si en el Cielo hubiera un coro de ángeles ceñudos, puestos en fila, vigilando y sancionando a los mortales de la tierra, para que no defrauden la grandeza de su espíritu, estén a la altura de la nueva cruzada, heroica y salvadora, y puedan culminar la obra de su “misión histórica”, ungidos con el orgullo de los padres tutelares. E incluso, hemos oído en la letra de una canción, que “nuestros muertos quieren que cantemos”. Y así, tanto invocar y declamar llega a ser patético, pero además irrespetuoso.
Los muertos, que ya no hablan, parece que tienen más voto que nunca. Son máscaras detrás de las cuales resuenan las voces de los vivos, y en especial la voz de los políticos. ¿Acaso importa menos la opinión de los que están vivos? ¿No tiene valor lo que piensan, sienten y desean, los que todavía andan? Supuestamente, los políticos interpretan las aspiraciones de los muertos antiguos y brumosos, y responden por ellos, pero no quieren responder por los muertos presentes, diarios y concretos, cuyas vidas han sido frustradas y desperdiciadas, sin consecuencia alguna. Y yo deseo algo muy simple: que respondan por esos muertos.
El gobierno cubano no les reconoce a los ciudadanos el derecho a reclamar una investigación y demandar ante la ley a los médicos que han obrado con negligencia ante un paciente. Como en todo, aquí el ciudadano está desvalido ante el Estado. Si se cae en un hueco de la calle, no puede demandar a la empresa de viales, si se enferma por un agua contaminada, no puede exigirle una compensación económica a la empresa de acueductos, y si un médico o enfermero, por desidia o ignorancia supina, no llega a salvar a un paciente curable, tampoco es factible demandar al centro hospitalario, o al galeno en sí.
Con razón, la mayoría de los cubanos acude a formas de sanación alternativas, a los dioses afrocubanos, a los ritos de santería, a la energía cósmica, y a cuanto esté al alcance de su fe, para alentar las esperanzas de una buena recuperación. Los médicos no dan garantías, y hay que confiar en ellos al igual que en un gurú. Si encuentras a un médico, que casi siempre es desconocido, tienes que confiar en su buena voluntad, en que haya tenido una buena formación académica, y en que sea perspicaz, intuitivo y oportuno. Y sobre todo, hay que confiar en la gracia de Dios, porque el Estado no da garantías. En la medicina veterinaria es igual, con el agravante de que debes pagarla, y por tanto, puedes sentirte afligido, y además estafado.
En Cuba, el Estado forma parte una Trinidad sagrada: el gobierno, que es el Padre, el creador de todos los bienes y servicios que disfrutamos, el que reparte los dones y los talentos, es el que nos dio la vida y nos formó, el que nos hizo dar un salto, del caos republicano a la Revolución, que “nos lo ha dado todo”; el Hijo, que es el líder, la consumación de todo el sentido histórico de la nación, el oráculo, el profeta y el héroe; y por último está el Estado, que es el Espíritu Santo, el que vela por nosotros, nos cuida, está en todas partes, y es la esencia de todo lo bueno, y de todo lo justo. Y por supuesto, que el Partido es la iglesia, predicador de una doctrina salvífica e inmutable, y los burócratas los sacerdotes, que nos orientan lo que debemos hacer a cada momento, para vivir de acuerdo a los designios y la voluntad del Padre, es decir, del gobierno. ¿Qué puede hacerse, frente a ese Dios? Lo mejor es no rendirle culto. Primero deben cambiar los mitos, para que cambien los ritos.
Yo no sé quién se hará responsable de los muertos de ayer, que fueron abortados de la historia, prematuramente; pero me interesa mucho, y mucho, saber quiénes urdirán las nuevas leyes, y cómo las harán cumplir –de la manera más justa–, para que los encargados de la vida puedan responder por los muertos de hoy, y de mañana.

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