domingo, 29 de mayo de 2016

La decadencia ciudadana




En la historia se aprecian numerosos ejemplos de filantropía. Personalidades y organizaciones dispuestas a ayudar al prójimo. Mecenas que apoyan a creadores e investigadores nunca han faltado, pero con seguridad nunca antes en el pasado,  la solidaridad humana ha sido más efectiva y globalizada que en el presente.

No obstante hay que reconocer que en esas gestiones ciudadanas nunca  han faltado depredadores, individuos que de las donaciones recibidas se asignan salarios y beneficios que serian mejor utilizados en los necesitados para los que dicen trabajar.

Quizás sean estos los tiempos de más y mejores misioneros. Hombres y mujeres que con desinterés extremo arriesgan sus vidas y salud para ayudar a quienes sufren de una indefensión absoluta,  otros que  promueven creencias religiosas que llaman al amor y la compresión, nunca a la violencia, pero que también asisten en sus problemas a los necesitados.
Mientras unos derrochan bondad, no faltan quienes son devorados por la codicia, la indolencia, despreocupación, y complicidad. Se sumergen en una corrupción  que corroen los factores básicos de convivencia, al extremo, que terminan sembrando en la mayoría ciudadana la desconfianza, la duda de que existan personas dignas, capaces de sacrificarse por los demás.
Estos ladrones de mensaje e imagen, son tan viles como un pederasta que roba y destruye la inocencia de los niños. Su actitud conduce a un ambiente de sálvese quien pueda,  en el que  sobrevivirían los más despiadados prototipos de la especie humana.

El crimen, la corrupción, fraude, difamación, en individuos comunes al igual que  en profesionales, y los políticos inepto y ladrones, no son creaciones del siglo XXI, lo que sucede que cada día se aprecia menos sanción moral y judicial para quienes delinquen,  lo que incentiva una mayor presencia en la sociedad de individuos que al romper las reglas de convivencia, dejan sin salida y menos oportunidades,  a quienes no hacen a los demás lo que no quieren que les hagan a ellos.

Hace varias semanas en un programa de televisión del periodista Daniel Torres uno de sus invitados comentaba la necesidad de que en las escuelas se impartieran normas cívicas y de urbanidad, se rememorara con más frecuencia la conducta de hombres y mujeres del pasado que sin ser perfectos, fueran capaces de tomar decisiones favorables a la comunidad, aunque resultaran perjudicados por las mismas.

Un tercer invitado, comentó que no era suficiente, que en Cuba, antes de 1959, se impartían esas clases, se rendía culto a la memoria de los patricios y que eso no fue un impedimento para que multitudes recorrieran las calles alabando a un nuevo tirano,  algo similar ocurrió en Venezuela cuando el pueblo votó a favor de un militar golpistas.

Otro ejemplo es Estados Unidos, la democracia más importante del mundo, hay dos candidatos que ofrecen la luna a sus electores y a pesar de esas promesas imposibles cuentan con muchos seguidores que les compran el cuento, lamentablemente, son ejemplos que se repiten hasta el agotamiento y son consecuencia de la apatía ciudadana o del creciente cinismo, en el que dejar hacer, mientras los privilegios personales no estén amenazados, es una especia de pandemia. 

La realidad es que ante la crisis estructural de valores y normas de armonía que alteran negativamente la convivencia entre los ciudadanos  es necesario cuestionarse, siempre rechazando el concepto de la debida obediencia a la autoridad cuando esta dispone  actuar contrario a la conciencia, ¿que está fallando? , por qué  cada día interesa menos el destino de los otros.
Es evidente que hay un serio problema, viejo, como la humanidad misma. El debate entre el bien y el mal está en todas las rutas del hombre, cumplir con la conciencia social -hay quien no la tienen- o satisfacer los intereses personales antes que cualquier otra opción, es un conflicto añejo, es una interrogante que trasciende las escrituras.

Lo particular de este periodo de la historia de la humanidad es que nunca antes habían existido mas ciudadanos que en el presente. Eso significa más personas con capacidad para acceder a información, tomar decisiones, defender sus derechos y prerrogativas, influenciar sobre quienes le gobiernan o dirigen, pero también,  recursos para los poderosos sin escrúpulos puedan más eficientemente controlar, amenazar, encerrar y hasta matar a quienes le contraríen. 

Esa realidad junto al mayor nivel de información y a la posibilidad de difundir conceptos y  propuestas, pero también de tergiversar y difamar se complejizan las relaciones humanas a niveles sin precedentes con consecuencias impredecibles. El hombre se está jugando una baza en la que actúa como ciudadanos conscientes, o se prepara para ser tiranizado de una forma sin precedentes.   

Pedro Corzo
Periodista
(305) 498-1714

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