Hacia el 20 de noviembre, a la conquista del espacio público en Cuba Por: Vicente Morín Aguado PROLOGO.
Este 29 de septiembre, Yunior García Olivera, dramaturgo y artista cubano, líder visible del proyecto mediático opositor Archipiélago, publicó en la página de igual nombre del grupo:
“La marcha cívica por el cambio, convocada para el 20 de noviembre, es un derecho legítimo que debe ser conquistado. En más de 60 años jamás se ha permitido una manifestación contraria al pensamiento oficial.”
Se trata de lo que muchos expertos definen como el comienzo del fin de la dictadura más longeva del hemisferio occidental, única en su amargo carácter totalitario comunista dentro de tan amplio espacio geográfico-cultural.
Tengo mi personal testimonio del primer antecedente directo de la nueva batalla por la conquista de las calles cubanas, ocurrió en La Habana, muy cerca del pintoresco y bucólico paseo junto al mar llamado El Malecón, y por ello los sucesos del 5 de agosto de 1994 pasaron a la historia con el nombre de El Maleconazo.
Era yo miembro de lo que podría llamarse en términos deportivos una selección de selecciones de periodistas oficialistas cubanos, me alojaron en el complejo turístico Comodoro, uno de los buques insignia de la flota turística creada por El Comandante para enfrentar la aguda crisis provocada por el fin del socialismo en la Europa del Este, especialmente la desaparición de la URSS, y con ella la quiebra del parasitismo económico adherido al campo socialista.
Viví durante varios días el agudo contraste de una ciudad donde en vez de apagones habían “alumbrones”, es decir, los breves lapsos de tiempo cuando la gente tenía electricidad en sus hogares, la que jamás faltaba en los nuevos hoteles de lujo, ocupados por miles de turistas, en general ávidos por conocer un país que parecía prolongarse en el tiempo cual parque jurásico, según bien lo ha definido la brillante Yoani Sánchez.
El 5 de agosto, cumpliendo un cronograma de trabajo vigilado estrictamente por un coronel del equipo de Raúl Castro, nos encontramos alrededor de treinta periodistas en la vastedad del cuarto piso de la vistosa torre que alberga al Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (MINFAR), parte de la llamada Plaza de la Revolución, paisaje urbano heredado del dictador derrotado Fulgencio Batista por el dictador triunfante Fidel Castro. Estábamos en las oficinas del hombre No. 2 de Cuba.
Había otros invitados, recuerdo al Ministro-comisario de la cultura- Abel Prieto, mi antiguo profesor de literatura en el Instituto Pedagógico, allá por 1975 en la renombrada Isla de la Juventud y, tampoco olvido al flamante Historiador de la Ciudad de la Habana, Eusebio Leal Spengler. He olvidado a otras figuras, y las que recuerdo con imprecisión, mejor no mencionarlas.
A media mañana, mientras repasábamos un filme testimonio del desastroso final de la brigada militar soviética radicada en las afueras de la capital, encargada de proteger las instalaciones de espionaje electrónico conocidas por Base de Lourdes, nos convocaron de urgencia a otro salón, un pequeño teatro, donde, sorpresa, entró de repente, Walkie-Talkie en mano, Raúl Castro Ruz.
El ministro por antonomasia en Cuba daba órdenes a su subalterno y primero en ostentar el grado de General de Cuerpo de Ejército, Abelardo Colomé Ibarra, alias Furry, Ministro del Interior, fruto directo de los fusilamientos de 1989, cuya víctima principal fuera el también general Ochoa.
Estaban acordonando con tropas especiales un área desde el Parque Maceo hasta más allá del Paseo del Prado, donde cientos de personas habían salido a la calle en abierto desacato a la “tranquilidad” que por décadas era muestra orgullosa del éxito revolucionario.
El hermano del Comandante comentó que habían orquestrado una sublevación popular, aprovechando que Fidel tenía previsto viajar a Colombia a una cumbre. El General de 4 estrellas dejó con la palabra en la boca a su subalterno de solo 3 y, virándose hacia nosotros, le dijo al circunspecto historiador: “No te preocupes Leal, que no vamos a permitir que te destruyan la Habana Vieja.”
Instantes después, conminados por el coronel guía de nuestro selecto equipo periodístico, abandonamos el edificio en una Coaster japonesa, emblema de la Toyota, entre cristales y aire acondicionado, rumbo al neurálgico Malecón. En la esquina de Galiano, bajamos a la acera del hotel Deuville, cuyos altos paneles vidriados exhibían orificios similares a los causados por las balas, pedradas recientes de la furia popular contra la estrenada opulencia del turismo made in dollars.
Había calma, antes de llegar al lugar, un carnet del todopoderoso coronel nos abrió el paso en la intersección de San Lázaro e Infanta, ocupada por postas del ejército. Después supimos, por la TV a color que estrenábamos en las habitaciones del Hotel, que Fidel Castro apareció caminando por el Paseo del Prado, junto a su séquito de guarda espaldas vestidos de civil, colaboradores y transeúntes de última hora.
Había terminado el maleconazo, unas pocas horas de desahogo popular, sin la menor consigna política de por medio, aprisionado entre las garras de las fuerzas armadas y la popularidad aún visible del barbudo de siempre en Cuba.
De tan aciaga jornada, quedó en mi mente una frase del hermanito consentido, heredero todavía viviente de la monarquía feudal instaurada en nuestro país; la ha hecho cumplir al pie de la letra: ¡Estos asuntos no pueden dejarse nacer, hay que liquidarlos NONATOS! |
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