miércoles, 15 de junio de 2022

Boitel y las tumbas luminosas

Boitel y las tumbas luminosas
Por Janisset Rivero
Imagino que sí, la historia se repite, ascendente, interminable; que las naciones se reinventan, se protegen, buscan su salvación haciendo que nazcan hombres, mujeres de la misma simiente. Los héroes cotidianos, anónimos, los apóstoles de los tiempos de crisis que surgen en disímiles épocas, y que comparten una historia, aún sin saberlo (sin conocerse) como si un hilo invisible los uniera, los alimentara, los aupara en su misión.  

Era mayo de 1972, y los de mi generación jugábamos nuestros juegos infantiles, aprendíamos a caminar, a hablar, a mirar el mundo desde la realidad de nuestra breve isla caribeña. Ignorábamos que en aquellos instantes un hombre, a unos kilómetros, a pocos pasos de nosotros, moría por defendernos el futuro. Ignorábamos que habíamos nacido esclavos, que éramos los prospectos perfectos del totalitarismo, del macabro plan del “hombre nuevo”. Pero un día, algunos de nosotros, a su tiempo y desde sus circunstancias, descubrirían, intuitivamente, esa verdad vedada.  

El 25 de mayo de 1972, el joven Pedro Luis Boitel lanzó un grito desesperado, final, definitivo. Con su cuerpo reducido a un amasijo de huesos, su corazón trisado por el escarnio de la prisión y el sufrimiento seguro de su adorada madre Clara Abraham, levantó el espíritu, libre y robusto, y murió.

Dicen que durante los 53 días de su huelga, con las fuerzas ya mermadas, rezaba el rosario, oraba incansablemente. ¿Por quién oraba Boitel? ¿A dónde apuntaban esas oraciones de un hombre moribundo, aplastado por la maquinaria del odio en una celda oscura, perdida en el marabú totalitario del castrismo? 
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