sábado, 1 de mayo de 2010

TREP-2


(Tomado de The Revolution Evening Post 2)
Ahmel Echevarría


Altísima. Cabello teñido de rubio, vestía ropas dehilo. Blusa, saya y bolso. Grandes aretes. Esa muchacha cursa el último año de la carrera de Comunicación Social en la Universidad de La Habana. La conozco. Ella hacía auto-stop en la avenida Rancho Boyeros –o avenida Independencia– cuando la vi, cuando me vio. Sonrió, nos saludamos, miró la hora y cruzó la avenida. Caminó en dirección a mí –la última vez que coincidimos fue en el Instituto Superior de Arte, habían organizado un panel con varios intelectuales que impartirían unas charlas a “jóvenes creadores”, el tema era el “Quinquenio gris”. Habían transcurrido quince días desde aquel encuentro.

La muchacha de falso cabello rubio iba con mucho retraso, llegaría tarde al primer turno de clases. Eso dijo. Y todo porque no escuchó la alarma de su despertador. Buena parte de la madrugada la pasó leyendo Las iniciales de la tierra, de Jesús Díaz. Cuando lo terminara, dijo, cuando lo terminara empezaría con El color del verano, de Reinaldo Arenas. Le dije que en mi casa tenía tres libros de la “Generación de la violencia” y podía prestárselos: Los pasos en la hierba, de Eduardo Heras León, Condenados de Condado, de Norberto Fuentes y Los años duros, de Jesús Díaz. La muchacha dijo sí, también me recordó que yo le había prometido prestarle la novela Respiración artificial, de Ricardo Piglia.

Miré la hora. Ella iba con muchísimo retraso y con muy pocas ganas se lo dije. Dolía dejarla ir. Quedamos en volvernos a ver para prestarle los libros. Nos despedimos y se paró junto al separador de la avenida. El semáforo estaba en rojo. Se acercó a un Lada, antes de montarse se volvió hacia mí e hizo un leve movimiento con su mano. La muchacha de falso cabello rubio estaba vestida como para matar.

Tan pronto el Lada cruzó la intersección de Boyeros y Vento recordé que en la noche el cantautor Frank Delgado haría un concierto. Había olvidado invitarla. Decidí entonces hacer una pequeña carrera hasta la parada para tomar el
ómnibus que venía acercándose.

Sonríen a la cámara. Media docena de niños uniformados con la combinación de prendas de la enseñanza primaria sonríen a la cámara. Una vez que el mecanismo de la cámara fotográfica cizalle la imagen encuadrada, la media docena de niños quedará impresa en el lado derecho de la enorme valla –que se levanta a la orilla de la avenida Independencia–. En el otro extremo de la valla, impreso sobre una tenue reproducción del yate Granma, hay una frase escrita con letras mayúsculas y cubre más de la mitad del cartel: Fidel es un país.

Desde mi asiento en el ómnibus veo cuánto resalta la frase sobre el fondo amarillo. Sonríe. Desde la valla –de un fondo verde muy oscuro– Fidel sonríe. Notablemente arrugado su rostro, totalmente cano el cabello de la cabeza y la barba. Sonríe. Con su uniforme de campaña, sonríe. Está erguido y ocupa el lado derecho del cartel, en el otro extremo, impreso en letras mayúsculas y rojas, una frase: Vamos bien.

Azul. Sobre el fondo azul y en la parte izquierda de la valla aparece un pizarrón negro con trazas blancas. Resulta imposible leer lo que está escrito, aunque este detalle verdaderamente no importa, sino la composición toda, porque la imagen impresa es un encuadre donde el fotógrafo cizalló solo una parte del interior de un aula. En ella, un grupo de alumnos de la enseñanza primaria reciben sus clases. ¿Cuántos son?: la cifra verdaderamente no importa, sino la composición toda. En el área derecha de la valla aparece un texto. Es largo. Pude leerlo y recordar cada palabra gracias a que el semáforo estaba en rojo: El Plan Bush les quitará la historia, el amor a los símbolos y la luz que anida en el pensamiento. Gracias, ya vivimos en Cuba libre.

Detrás hay otra valla. Pero no alcanzo a leer todo el mensaje, solo sé que es una variante de la anterior. Parte de la alerta está relacionada con la propiedad de la vivienda y la supuesta pérdida de los derechos sobre la misma de ponerse en marcha y aceitarse los engranajes del Plan Bush. Gracias, ya vivimos en Cuba libre –este era el final de la frase elegida por los publicistas. Triunfaremos. Una palabra escrita en letras blancas y mayúsculas. En la composición, los colores de las banderas de Venezuela y Cuba se diluyen y generan un patrón de continuidad.

Triunfaremos. Leo desde mi asiento, el ómnibus apenas ha rebasado la intersección. Hugo Rafael Chávez sonríe desde la valla. Viste una camisa roja. Sonríe y tal parece que lo hace a todos los conductores y pasajeros que viajan por la avenida Rancho Boyeros –o avenida Independencia. Cierta vez un amigo diseñador me comentó que para los carteles se toma en cuenta la simetría bilateral del rostro humano: según la manera en que este haya sido encuadrado parecerá que mira y sonríe a la persona que está parada frente a dicha reproducción. Cualquier ángulo que elijas, dijo, donde quiera que te pongas creerás que te sonríe.

Una mujer. Una mujer negra que se salva de morir producto de las llamas. Era una de las mejores atletas del país y ya pasó al retiro. En medio de su carrera deportiva sufrió un terrible accidente. Esa mujer sorprendió a muchos. Tras superar la fase de recuperación y los ciclos de fisioterapia volvió a las pistas y ganó varias medallas. El rostro de esa mujer, con la dura marca de los queloides, sonríe a la cámara. También lo hacen una niña y un niño. Tras el disparo de la cámara la imagen quedará impresa, sobre fondo azul, en el lado derecho de una valla que se levanta a pocos metros de la Fuente Luminosa. En el lado izquierdo y ocupando más de la mitad del espacio hay una frase: Fidel es un país.

Aquí termina una parte de mi viaje. Bajo del ómnibus para hacer el cambio de ruta. Transcurre el día. Una jornada de trabajo. Una más.

Un amigo ha enviado un e-mail colectivo donde advierte, parodiando un refrán, que si “el río de Yahoo suena es porque piedras trae”. Y es que mi amigo ha visto cómo esta web ha puesto en la página de acceso al correo una foto de Fidel y varios links que remiten a las últimas noticias sobre el estado de salud del viejo Jefe de Estado y Gobierno. Por eso sugiere que cambiemos a G-Mail, servicio de correos también gratuito que, según mi amigo, al menos por el momento es aparentemente solo eso. También recomienda ponerse en guardia, es probable, dice en su e-mail, es posible que alguien pueda husmear en tu correspondencia virtual, por lo que aconseja poner en práctica una serie de triquimañas para complicarles el trabajo a esos muchachitos que entran y revisan tu buzón de correos sin hacer ruidos, sin que se les note.

En un nuevo e-mail, otro amigo difunde un artículo periodístico sobre la censura en Internet y todas sus variantes. El texto va acompañado de nombre de países y grandes empresas que practican este deporte. El articulista dice que Cuba está entre quienes van a la cabeza. Le respondo a este amigo agradeciéndole el envío, y junto a la confirmación automática de que el mensaje ha sido enviado aparece el perfil del convaleciente Jefe de Estado y Gobierno cubano y los links que remiten a las últimas noticias.

El último correo que reviso tiene una entrevista al músico Frank Delgado. Como una enorme roca sobre el escenario. Rodando. Un trovador nacido en 1960 ha vuelto al escenario acompañado esta vez por una banda. Puros timbres de rock & roll. Ha dejado atrás, al menos en buena parte del concierto, el pequeño formato de música tradicional cubana que en la mayoría de sus últimas presentaciones lo acompaña. Me sorprende el concierto, me sorprenden las canciones nuevas. Es un tipo con un agudo sentido del humor, irónico, sus temas van desde la guaracha hasta las más bellas o tristes canciones. Pero esta vez ha subido al escenario con una banda de rock y la propuesta es fuerte, buena. Mucha energía. Una sucesión de temas en donde no ha dejado de ser el tipo irónico de siempre.

Hay chicos melenudos, bellas adolescentes con el mundo a sus pies o a punto de rendirse bajo sus faldas. Algunos tararean esos temas nuevos, casi todos cantan las versiones rockanroleadas de temas ya no tan nuevos. Sin embargo solo un pequeño grupo de adolescentes baila. Entre canción y canción estos adolescentes piden las viejas canciones que tienen que ver con la guerra de África, los marielitos, las prostitutas cubanas, el crack del campo socialista, la vida durante los lejanos 80´s, los españoles y sus inversiones acá en Cubita la bella. Los chicos melenudos y las hermosas adolescentes no habían nacido o eran solo unos niños cuando el territorio nacional era cruzado por estos vendavales, sin embargo piden a gritos esas canciones y Frank sonríe y pide paciencia.

Salvo por los problemas con el audio salgo del teatro pensando que ha sido un buen concierto. Busco en el lobby, busco en las afueras del teatro. No veo a la muchacha de falso cabello rubio. Tal vez hubiésemos regresado juntos. Entonces me despido de mis amigos.

Fondo blanco. A la izquierda, en la valla, aparece el rostro de un joven. Formaba parte de un grupo que asaltaría el Palacio Presidencial para ajusticiar al entonces presidente y tomar la emisora Radio Reloj. Este joven fue quien tomó el micrófono para comunicar a todos los radioyentes que el resultado de aquel movimiento armado era la muerte de Batista, la muerte del dictador Fulgencio Batista, dijo, en su propia madriguera del Palacio Presidencial. Pero no pudo terminar la alocución pues cortaron las transmisiones. Tras abandonar la emisora lo mataron camino a la Universidad de La Habana. Cada año Radio Reloj retransmite la alocución justo el mismo día y a la misma hora en que ocurrió el fallido ataque.

Fondo blanco. Hacia la derecha, una frase ocupa más de la mitad del área de toda la valla. La leo mientras espero a que el tráfico de autos que circula alrededor de la rotonda de la Fuente Luminosa me permita seguir mi camino rumbo a la parada de ómnibus luego de hacer el cambio de autobús: Era un joven como ustedes, fraterno, alegre, entusiasta. Era un joven como ustedes.

La estatua en bronce del Lugarteniente General Antonio Maceo y su caballo. La silueta de ambos está impresa en alto contraste, es un dibujo verde sobre fondo blanco. El caballo está parado en dos patas y el Lugarteniente General no pierde el equilibrio. Ambos están en franca pose de combate. A la izquierda, en la valla, ocupando poco más de la mitad, aparece una frase. En rojo: Protesta de Baraguá. Y en azul: Un tesoro de gloria y un ejemplo incomparable.

El ómnibus va dejando atrás los pocos autos que circulan por la avenida Independencia. Una amalgama de imágenes. Pequeñas banderas baten alrededor de las instantáneas que marcan fechas claves desde la Revolución del 59 hasta el nuevo siglo y milenio. El fondo de la valla es una sucesión de franjas horizontales: tres azules y dos blancas. La victoria fue, es y será siempre nuestra.

No importa a qué velocidad vayas, podrás leer estas grandes letras negras y blancas. Ring the bell well in advance of your stop. Dice el cartel pegado muy cerca de la puerta. ¿Debo presionar el botón? Es rojo. Tiene el dibujo de una campanita. Soy el único que necesita bajarse en la parada de la intersección de Vento y la avenida Independencia, si no le aviso al chofer puede que siga de largo. Tal como dice la advertencia con antelación presiono el botón para avisar que en la próxima parada quiero bajarme.

Lo hago –temiendo que el chofer se incomode–. Vuelvo a presionarlo, nada sucede. Camino entonces hacia la parte delantera del ómnibus. Y hablo con el chofer. Detiene el ómnibus. Me bajo.

Por mi lado pasa un taxi. Suavemente. Y se detiene. Es un viejo Chevrolet fabricado antes del 59. No es un “cola de pato”, puede que sea del 54. Alguien llama. Alguien me llama. Es una muchacha, altísima, vestida de hilo, vestida como para matar. Y la espero.

Tan pronto me saluda me dice que por no enterarse se perdió un concierto de Frank Delgado. Hemos hablado de música y sabe que en mi casa tengo grabaciones de Frank. Le digo que fui, que fue un buen concierto. La muchacha de falso cabello rubio me mira. Hay en sus ojos cierto reproche y me dice que por qué no le dije nada, que tampoco me perdonará si no le presto los libros que en la mañana le prometí.

Es de madrugada. Luego de disculparme le digo que la acompañaré. Camino a su casa me pregunta qué tal fue mi viaje a Bolivia. En mi memoria se suceden los escenarios donde estuve –Cochabamba, Sucre, Tarija–. Climas y paisajes de características muy dispares. También alcanzo a recordar los rostros, la arquitectura, olores, el gran tamaño de los perros callejeros, el falso color local, la Bolivia marginal y dura. Quiero hablarle de la Cordillera de Los Andes, de la peligrosísima carretera que serpentea a lo largo de la ladera, de los muertos que yacen perdidos en los precipicios y enquistados en la memoria de los dolientes –porque son recordados con una cruz y fantasmales flores azules en el borde mismo de la carretera–, de la única llama que vi y que estaba tras una alambrada, del sabor del jugo de las hojas de coca, sin embargo solo alcancé a recordar y hablarle de la iconografía de productos y marcas que se levantaba en cada rincón en donde estuve. Te va cercando –le dije–. Asfixia –le dije.

Aunque creo que sucede solo al principio, hasta que el propio cuerpo lo asimila, tal como si esa iconografía no estuviera incrustada dentro del entorno. Es el aire, el agua, el suelo que pisas. Es el entorno –le dije–. A más de tres mil metros de altura, en el camino de Cochabamba a Sucre, y en una zona apenas poblada, desde el microbús donde viajaba vi una valla. Era roja y blanca. La muchacha sonrió. Supuse que ella sabía qué había tras el mensaje de los publicistas. Era un anuncio de la Coca Cola –dijo–. Una promoción de la botella tamaño personal –le dije–: Elija esta chica, es la mejor. Algo así decía en la valla. Letras blancas sobre fondo rojo.

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